1. LAS PERSONAS HONRADAS
Orgías en las iglesias de la antigüedad
La extensión de las prácticas penitenciales coincidió con un despertar del libertinismo; ciertos círculos gnósticos, los antitactos, los carpocratianos y los marcionitas culminaban sus reuniones con salvajes orgías. Los ágapes de los primeros cristianos finalizaban con cierta frecuencia en excesos sexuales, al igual que las festividades en memoria de los mártires. San Basilio se horrorizaba de las fiestas que se celebraban junto a las tumbas de aquéllos, que incluían numerosos adulterios y desfloraciones. La lujuria laicos» y «los pecados más graves y horrendos no constituían ninguna rareza» «los religiosos no andaban a la zaga de sus camaradas del siglo en punto alguno».
Algunas veces, el pecado quedaba inmortalizado en las iglesias: en el atrio de la iglesia de la isla inglesa de Adam, un joven diablo hundía su cabeza en el regazo de una joven, ambos "in puris naturibus": una iglesia altomedieval de la localidad francesa de Pairon presentaba a una pareja desnuda copulando.
No son más excepcionales las representaciones de este estilo con frailes y clérigos como protagonistas. Sus testimonios literarios tampoco se andan siempre con melindres. Uno de los más antiguos en el área anglosajona, el "Libro de Exeter", publicado por un monje, contiene las siguientes charadas:
«Al hombre le cuelga algo extraño entre las piernas.
Está bajo las ropas, partido por delante,
está tieso y duro y firme en su lugar.
Cuando el hombre abre sus ropas sobre la rodilla
desea visitar la cosa, con la herramienta colgante,
y encontrar el hueco conocido,
que encaja, pues lo ha llenado antes a menudo
...
Solución: la llave».
En el año 756, San Bonifacio acusa al rey Etelbaldo de darse la gran vida, «incluso cometiendo adulterios con monjas» y, además, escribe que «casi todos los nobles del Reino (...) viven en pecaminoso concubinato con mujeres adúlteras». Carlomagno, que fue canonizado por un (anti)papa, además de sus concubinas, disfruto y repudio a cinco esposas, una de ellas de trece años. y engendró a varios hijos naturales. Una de sus hijas, mujer insaciablemente sedienta de vida y de amor, sedujo ín cierta ocasión a un oficial para comprobar si era cierto lo que iba pregonando: que podía copular hasta cien veces. No obstante parece que, cuando el hombre mostró su flojera no pasando de treinta veces — pese a haber sido amenazado de muerte en caso de fracaso —, la resignada princesa se dio por satisfecha. El sínodo de París declaró en el año 829 que todos los males que padecían la Iglesia y el Estado eran el castigo por la lujuria de la población, la pederastía, el bestialismo y las incansables fornicaciones de los creyentes, hasta con animales.
«La coronación de sus fatigas (...)»
En la moral de la nobleza reinaban el fingimiento y la frivolidad. Los propios defensores del amor cortés recomendaban la brutalidad, cuando de amores «inferiores» se trataba. Un caballero al servicio de una «dama», casada también, mantenía una relación de dependencia que. por muy exaltadamente casta y espiritual que pareciera y pese a todas sus resonancias — la negación del mundo de la Antigüedad tardía, el dualismo gnóstico, el rechazo maniqueo de la sexualidad, por no hablar de ciertos componentes masoquistas —. muchas veces terminaba en un adulterio desenfrenado. Y es que el caballero no solía conformarse en absoluto con los faveurs, las "emprises d'amour", las pruebas de amistad y las prendas de amor de su señora, partes de su vestido o sus interiores que paseaba en publico, prendidas del yelmo, el escudo o la lanza. Desde luego, no se contentaba con coleccionar pelos de la cabeza o del pubis, o con beber el agua de baño de la amada. No sólo quería conquistar un corazón, sino todo. «La coronación de sus fatigas siempre tiene lugar en el lecho».
Como suele hacer ante los aristócratas, la Iglesia era generosa, sobre todo porque los caballeros no dejaban de disimular piadosamente sus placeres. Para favorecer sus relaciones, elegían a una patrona y este genio de la lámpara con frecuencia no era otro que la Virgen María, convertida así en una auténtica «protectora del adulterio organizado». Es importante señalar que, mediante la erótica caballeresca, el derecho amoroso se antepuso al derecho conyugal (con independencia de cuánto hubiera de invención literaria en ello y cuánto de realidad), socavando así la ideología dominante, reduciendo la «santidad» del matrimonio ad absurdum y reforzando la posición de la mujer como nunca antes en la historia cristiana, io que ciertamente no es mucho decir.
Los servicios amorosos, con su culto a la domina, se transmitieron grosso modo al siglo XVI en la institución del cavaliere servente, el amigo oficial de una noble casada, y de ahí pasaron a la Italia de los siglos XVII y XVIII, con el cicisbeo; también se puede citar la costumbre de tolerar que un amigo visitara a la esposa con entera libertad, costumbre cuyo transfondo masoquista, homosexual y perverso remite probablemente a ciertas influencias gnósticas.
Tanto en el caso del amor «inferior» como en el del amor «elevado», el principal objeto de las conversaciones caballerescas en la Edad Media no fue ni Cristo, ni la Iglesia, ni la Santísima Virgen María, sino las mujeres.
Los cortejos amorosos de la nobleza francesa finalizaban a menudo en orgías a las que se entregaban sin el menor reparo mujeres enmascaradas de todas las edades. Algunos gobernantes como el emperador Federico II tenían un harén en el que ni siquiera faltaban eunucos. Y el caballero Ulrico de Berneck mantenía a doce hermosas jóvenes «para hacer su viudedad más llevadera». Cualquier hombre podía acostarse con su doncella (no libre) siempre que quisiera. Y, en pleno apogeo de la época caballeresca, el derecho de guerra permitía a un noble violar a las mujeres y los niños de una ciudad conquistada; no era infrecuente que esas agresiones termi-naran con la muerte de las víctimas. El concubinato, en fin, siguió existiendo durante toda la Edad Media. Los ricos tenían esposas y concubinas al mismo tiempo y los únicos monógamos eran los pobres, por necesidad.
Las damas, por su parte, no eran en absoluto tan frágiles y tan inactivas como en épocas posteriores. El "Román de la Rose", el gran poema épico-amoroso de la Francia del siglo XIII, afirma, no por casualidad, que una mujer decente es tan rara como un cisne negro. Las mujeres practicaban en los castillos y los palacios una hospitalidad francamente amistosa, ayudando a los huéspedes a desvestirse y echándoles una mano en la cama. Claro que el adulterio acarreaba una venganza cruel, pero no era mucho más infrecuente que hoy en día.
«Noches de prueba» y «vicios aristocráticos»
Los hombres y las mujeres de las aldeas también compartían camas con bastante desenfado —según decían, como el «querido ganado»—, para lo cual las mujeres tenían en especial estima, además de a caballeros y escuderos, a los religiosos del lugar. Desde el siglo XIII se introdujo la costumbre de las «noches de prueba»: los novios dormían juntos por la noche hasta que se convencían de la aptitud de él para el matrimonio. En Baviera, durante mucho tiempo no hubo separación alguna ente los dormitorios de los mozos y los de las criadas; pese a la severidad de los castigos, el número de hijos naturales era muy elevado. Los mismos religiosos podían ir a examinar la aptitud de alguna muchacha apetecible en nombre de un mozo casadero de fuera del lugar o un vecino de la finca y, por lo visto, realizaban la «prueba» a conciencia. La mayoría de las veces eran perfectamente capaces de detectar si se trataba de una "virgo intacta".
La homosexualidad estaba muy extendida en la Edad Media, sobre todo entre las clases altas. En Francia se conocía como el vicio aristocrático. Los muchachos eran mantenidos públicamente y recibían lucrativos empleos. Felipe I otorgó el obispado de Orléans a su mancebo Juan. Los británicos eran aun más aficionados a las relaciones homoeróticas. Los italianos se entregaban a dichas prácticas hasta en las iglesias. Aunque cada domingo se imponía la excomunión a todos los homosexuales, con ello sólo se conseguía estimular el «pecado» que se propagó, sobre todo, a causa de las cruzadas.
Y es que los baños femeninos de Oriente eran atendidos sólo por mujeres, y los baños masculinos, sólo por hombres y adolescentes, lo que propiciaba contactos exclusivamente homosexuales. Y los cruzados, después de haber disfrutado de la vida in partibus infidelium, buscaron los mismos placeres en casa. De modo que los sirvientes de los baños se especializaron rápidamente en toda clase de masajes, hasta tal punto que, en 1486, los únicos baños de hombres autorizados en Bresiau debían estar atendidos por mujeres. Las consecuencias de las cruzadas en Occidente fueron mucho más lejos. Así, en aquel tiempo se extendió la creencia árabe de que el coito podía desviar los humores peligrosos del hombre y sanar,su cuerpo. Los moralistas prohibieron este remedio, claro está. No obstante, al mismísimo arzobispo de Maguncia, Matthias von Bucheck, le colaron una mujer en la cama por razones sanitarias.
Libertinismo en la Baja Edad Media
A medida que avanzaba la Edad Media, la vida sexual se desenvolvía cada vez con mayor libertad. Enrique de Berg opina en el siglo XIV que «la mayor parte de la gente se ha vuelto sucia y lujuriosa, dentro y fuera del matrimonio, curas y laicos, monjas y frailes, es decir, casi no queda nadie que no esté manchado o ensuciado de alguna forma». Y el griego Francisco Filelfo, profesor en Italia, se queja en el siglo XV de que «el género humano apesta (...) La casa del Señor está abatida y es una taberna de criminales».
Era la época en la que Boccaccio contaba cómo un monje enseñaba a una joven ermitaña a «enviar al Diablo al Infierno»: una historia que después fue reescrita poéticamente por Pietro Aretino: «entonces él separó delicadamente sus nalgas — era como si abriera las hojas de un misal — y miró entusiasmado su culo».
Una canción popular presenta el ideal femenino de aquel tiempo:
«una testa de Bohemia, dos blancos bracitos de Brabante, un pecho de Suabia, dos tetitas erguidas como lanzas de Carintia, un vientre de Austria, que fuera liso y parejo, un trasero de Polonia, un cono de Baviera y unos piececitos del Rin: así debería ser una hermosa mujer».
La gente iba con frecuencia ligera de ropa, incluso en público; en algunos sitios, se paseaban y bailaban desnudos. Las prostitutas de Viena recibieron como Dios las trajo al mundo a los emperadores Segismundo y Alberto II, al rey Ladislao Postumo y a otros personajes. A su llegada a París en 1461, Luis XI fue recibido por jóvenes completamente desnudas que le recitaron unos versos y lo mismo le ocurrió a Carlos el Temerario en Lille en 1468; el propio Carlos V, un católico estricto, recibió en 1520 la bienvenida de las desvestidas damas de los burdeles del puerto de Ámberes, escena.que Durero describe como testígo presencial. Las calles de Ulm fueron festivamente alumbradas en 1434 cuando el emperador se dirigió al burdel acompañado de su cortejo; Berna puso su mancebía a disposición de la Corte durante tres días, corriendo el consistorio con los gastos. Durante la visita de los nobles von Quitzow a Berlín en 1410, la ciudad les ofreció «como pasatiempo a algunas hermosas mujerzuelas».
Es significativo que en francés haya trescientos sinónimos para la palabra «coito» y cuatrocientas formas de referirse a los genitales; o que Geyler von Kaysersberg escriba: «muchos creen que no pueden hablar con una mujer sin tocar sus pechos»; o que los padres y los criados masturbaran a los niños para tranquilizarlos; o que en Ulm hubiera que ordenar al prostíbulo que dejara de admitir la entrada de chavales de doce a catorce años. En Francfort del Oder, los jóvenes patricios iban al burdel un día sí y otro también; en 1476 las burguesas de Lübeck entraron, con el rostro cubierto, en las mancebías; y en 1527 las mujeres casadas de Ulm se mezclaron entre las prostitutas a la vista de todo el mundo.
El negocio de las alcahuetas florecía, aunque había fuertes castigos para el caso de que ofrecieran sus servicios a mujeres casadas: picota, piedras al cuello, destierro de la ciudad, enterramiento en vida, hoguera. Un informe de aquel tiempo nos da cuenta de que «la alcahueta lleva por las noches una vida de murciélago; no conoce un momento de reposo». «Su principal actividad comienza cuando los buhos, las lechuzas y los mochuelos salen de sus agujeros. De igual manera, la alcahueta abandona su escondrijo y llama a las puertas de los conventos de frailes y monjas, las cortes, los burdeles y todas las tabernas. Ahora va a buscar a una monja; después, a un fraile. A éste le proporciona una prostituta; a aquél, una viuda. A uno, una mujer casada; al otro, una virgen. Contenta a los sirvientes con las criadas de sus señores. El noble consigue una mujer indulgente que le consuele».
Los apuntes del maestro Franz, verdugo de Nuremberg, mencionan a mujeres casadas que habían fornicado con veinte hombres o más, casos de bigamia y trigamia, sodomía de todas las clases, violaciones de niños de seis a once años e incestos con padres y hermanos.
¿Y qué pasaba en los baños públicos?
«(...) Madre e hija, criada y perra, quedaron encintas»
Que iban allí desnudos o medio desnudos, aunque «con una mano en el trasero, como es debido». Luego se desvestían todos juntos en un mismo lugar y se metían en una bañera, los hombres, a veces, con taparrabos, las mujeres normalmente «sin» nada por detrás y nada por delante, todo lo más adornadas con collares o con flores en el pelo. Hubo que esperar al siglo XVI para que el uso de un traje de baño se convirtiese en algo habitual.
Las sirvientas de los baños realizaban su trabajo vestidas con ropas finísimas o completamente desnudas, no se inmutaban si veían a alguna pareja en una de las tinajas e incluso ayudaban a algún sacerdote a desvestirse. Reparaban las fuerzas de los bañistas con comida y bebida, administraban abluciones y sobre todo masajes, cuyas características les valió el sobrenombre de «frotadoras». (Una de estas frotadoras fue Agnes Ber-nauer, que se casó con el duque Alberto III, por lo que el padre de éste la hizo ahogar en el Danubio, en 1435, acusándola de hechicera.) Se adueñaron paulatinamente de las fantasías religiosas del pueblo y al final se convir-tieron en unas figuras tan queridas que la propia Iglesia exaltó las cualidades de la Virgen María como frotadora ideal en un himno religioso:
"En el baño es tu manceba
la hermosísima María".
Algunas parejitas se pasaban semanas bajo la estufa de los baños — que era una especie de tienda— atendidos por los empleados. En 1591 fueron expulsadas de unos baños de Essiing dieciocho parejas que, «en complicadas uniones», habían celebrado orgías de varios días de duración. La gente decía: «vuelven a casa, los cuerpos bien lavados y los corazones ensuciados por el pecado». O: «para las mujeres estériles, lo mejor es el baño; lo que no hace el baño, lo hacen los huéspedes». Y en muchos países y lenguas se conoce el dicho: «el baño y la cura obraron maravillas, pues madre e hija, criada y perra, quedaron encintas».
Los baños no tardaron en transformarse en burdeles. En Inglaterra, el rey Enrique II (1154-1189) promulgó una serie de leyes para limitar la prostitución homosexual y heterosexual en dichos lugares. Y en Francia, muchos baños públicos no eran otra cosa que casas de placer encubiertas. París, con diferencia la mayor ciudad de Europa, con sus doscientos mil habitantes, ya contaba a comienzos del siglo XV con treinta de dichos establecimientos.
Las mancebías sólo descansaban los domingos, los días de fiesta y la Semana Santa: evidentemente, se trataba de una señal de respeto al Salvador y a la Salvación.
2. LAS PUTAS O PEREGRINARI PRO CHRISTO
La prostitución se conocía desde mucho antes de la época cristiana. Pero no era considerada indigna y, a menudo, incluso se trataba de una profesión sagrada que era ejercida en los templos por miles de jóvenes. Por el contrario, el cristianismo despreció a las prostitutas aunque, a causa de su moral ascética, necesitaba alguna válvula de escape. La prostitución creció, literalmente, a partir de esta válvula. Y, como escribe el teólogo Savramis, a medida que la sociedad se «alineaba» con la moral de los teólogos y de la Iglesia, «el número de las prostitutas iba en aumento».
Los clérigos, que condenaban cada vez con más furia los placeres que ellos mismos disfrutaban ardientemente, presionaron para que aquella institución se mantuviera. Curiosamente, la materialización más palpable del «vicio» era, para ellos, la más poderosa protección de lo que entendían por virtud. San Agustín, el más importante de los Doctores de la Iglesia, dice: «reprimid la prostitución pública y la fuerza de las pasiones acabará con todo». Tomás de Aquino — o el teólogo que se apropia de su nombre — piensa que la prostitución es a la sociedad lo que las cloacas al palacio más señorial; sin ellas, éste acabaría por ser un edificio sucio y maloliente. Y el papa Pío II asegura al rey de Bohemia, Jorge de Podiebrad, que la Iglesia no puede existir sin una red de burdeles bien dispuesta. El oficio de Venus sólo estaba prohibido a las mujeres casadas y a las monjas.
En realidad, una sociedad que no se permite disfrutar de la vida con libertad, una sociedad frustrada, tiene necesidad de las putas. Lo que no podemos encontrar en la Naturaleza, se convierte en necesario cuando la negamos.
Las primeras prostitutas itinerantes de Europa
La excusa aparente también era específicamente religiosa: la piadosa costumbre de las peregrinaciones. Jerusalén, el principal lugar de peregrinación del cristianismo, ya estaba en la Antigüedad estrechamente conectado con el amor venal. Los penitentes y las monjas que se desplazaban a Roma, sucumbiendo durante el viaje a toda clase de necesidades y placeres, sentaron las bases de la prostitución ambulante en Occidente. La mala fama de las peregrinaciones se mantuvo durante siglos. San Bonifacio apeló insistentemente al arzobispo de Canterbury para que pusiera coto a las peregrinaciones o las regulara, ya que, en el camino a Roma, eran muy pocas las ciudades donde no había peregrinos ingleses públicamente amancebados con «mujeres veladas». Tampoco sirvieron de nada ni las medidas de Carlomagno, ni los procedimientos de uno de sus sucesores, que ordenaba arrojar al agua a las prostitutas y prohibía que se les ayudara, ni la picota, los azotes o los cortes de pelo. El oficio cobró nueva vida precisamente en las Cruzadas.
Una legión de rameras en todas las cruzadas y todos los sínodos
Los peregrinos armados siempre iban a Oriente acompañados de un montón de vagabundas. El conde Guillermo IX, que fue el primer trovador y tenía más riquezas y poder que el rey de Francia, iba rodeado durante su pía marcha por tal tropel de fulanas que el cronista Geoffroy de Vigeois atribuyó el fracaso de la expedición a las diversiones del rijoso caballero. Según se cuenta, los franceses fueron acompañados en 1180 por bastante más de mil trotonas de vida alegre. Y en el campamento de Luis IX (1226-1270), los burdeles se levantaban junto a la tienda del rey, que poco después fue proclamado santo (1297). Los templarios, que eran los contables de los cruzados, pretenden que un año tuvieron a trece mil cortesanas en sus filas. Los cristianos también fornicaban en las cortes árabes y lo hacían con tanto empeño que los musulmanes tuvieron que llamarles la atención. «Parece que se puede interpretar la religiosidad de los cruzados y los caballeros como uno de los intentos más destacados de espiritualidad laica (...)» escribe un teólogo católico. «La religiosidad caballeresca culminó en la religiosidad de las cruzadas».
Naturalmente, las «liebres lascivas» eran necesarias en batallas menos sacrales. Por ejemplo, cuando Carlos el Temerario cercó Neuss en unión del arzobispo Ruprecht de Colonia, en 1474-75, el ejército contaba con mil colchones de campaña. Posteriormente, el genocida duque de Alba que, con la bendición papal, liquidó ciudades enteras sin perdonar siquiera a los niños, llevó a los Países Bajos a cuatrocientas prostitutas a caballo y ochocientas a pie, que acompañaron a sus tropas «divididas en compañías y alineadas en columnas tras sus respectivos estandartes».
La prostitución florece en los concilios y en las ciudades papales
Las «doncellas» itinerantes tampoco faltaban en ceremonias oficiales y grandes asambleas eclesiásticas. A las cortes de Francfort de 1394 acudieron ochocientas fulanas y a los concilios de Basilea y Constanza se calcula que unas quinientas. Y los funcionarios viajeros también podían incluir sus visitas a los burdeles en la cuenta de gastos. Hasta los estrictos caballeros teutones, que estaban al servicio exclusivo de su «Celestial Señora la Virgen María» y que tenían que pronunciar un juramento que comenzaba: «prometo y hago voto de que mi cuerpo se mantendrá casto (...)», llevaban un libro detallado en Konigsberg en el que figuraban las cantidades que habían dado a las «doncellas» que habían «danzado para nosotros»; una elegante manera de referirse a lo que un «sargento de rameras» (un inspector de mancebías), tras una visita al burdel, registraba en su cuenta de gastos con algo más de precisión: «he jodido; treinta peniques».
No es casualidad que las ciudades papales siempre estuvieran atestadas de prostitutas. Petrarca ofrece esta información respecto a Avignon y, durante bastante tiempo, Roma fue famosa por el gran número de puellae publicae que albergaba. Una estadística bastante fiable acredita que en 1490 había en dicha ciudad seis mil ochocientas mujeres públicas... para menos de cien mil habitantes; una de cada siete romanas era prostituta. Incluso es posible que las cortesanas modernas (un término que tiene difícil traducción en inglés y en alemán — si exceptuamos un concepto tan vago como el de «Buhierin», de «buhien», galantear —, mientras que las lenguas latinas están llenas de sinónimos: «corteggiana» «concubina» «maítresse» «grande amoureuse» «grande cocotte» «femme entretenue» etcétera) surgieran en la corte papal de Avignon. Allí había una gran cantidad de mujeres hermosas y una mujer del entorno de un señor eclesiástico sólo podía ser su concubina, como ocurriría posteriormente en Roma.
Los burdeles estaban al lado de las iglesias
Las primeras casas públicas aparecieron a comienzos del siglo XIII y en el siglo XIV se multiplicaron en todas partes. Sus calles llevaban nombres femeninos: Rosenhag, Rosental; las denominaciones alemanas de los establecimientos podrían traducirse por casas de mujeres, casas de hijas, casas comunes, públicas o libres, cortes de vírgenes, y a sus empleadas se las llamaba «hijas libres», «señoritas de placer», «muchachas públicas», «pelanduscas», «niñas monas» y otras tantas expresiones. En la Baja Edad Media casi todas las ciudades contaban con su burdel — muchas veces con el propósito explícito de proteger la moral de sus ciudadanos — y, significativamente, la mayoría de las veces se encontraba en una bocacalle cercana a la iglesia.
Los duques Ernesto y Guillermo regalaron en 1433 a la capital de Baviera «una casa de mujeres» con «muchachas públicas» para que se «promueva la castidad y la honestidad de hombres y mujeres en nuestra ciudad de Munich (...)» El duque Segismundo puso en 1468 la primera piedra de la actual catedral de Nuestra Señora... probablemente con las mismas intenciones.
En Würzburg, las dueñas de los burdeles — que eran funcionarías de la ciudad y, entre otras cosas, tenían que reclutar «pájaras»— prestaban un triple juramento de fidelidad: al consistorio, al obispo y al capítulo de la catedral. La Ordenanza de Mancebías de Nordlingen de 1472 comenzaba:
«de modo que la Madre de la Santa Cristiandad, para prevenir mayores males, tolera que pueda haber una casa con muchachas libres en un municipio (...)».
Incluso la pequeña población de Volkach, situada en la Baja Franconia (y conocida por su Virgen), poseía un burdel en la época de florecimiento del catolicismo.
La historiografía conservadora denomina a todo esto integración «mediante la benevolencia». «También a este respecto, la cristiandad ennobleció a la Naturaleza sin violentarla; la 'hija de Dios' debía tener un espacio reservado no sólo a sus instintos nobles, sino también a su desenfreno y sus vicios». (10). En realidad, la «hija de Dios» no necesitaba un «espacio reservado», al menos no uno de esa clase; lo que necesitaba era al hombre, al que la Iglesia mantenía bajo tutela sexual. Y la mayor parte de las mujeres que no se ofrecían en público no recibían ningún «espacio reservado» sino, en todo caso, palos y un cinturón de castidad.
Promovían la Inmaculada Concepción y construían burdeles
Pero el clero también se apresuró a aprovechar la prostitución económicamente. En no pocas ocasiones, ambas esferas estuvieron conectadas administrativa y financieramente, por lo que se produjeron conflictos de competencias entre las ciudades y la nobleza. Todos querían poner a las rameras bajo sus órdenes, a menudo cobrándoles elevados impuestos que, en algunas ocasiones, se convirtieron en la parte más significativa de los ingresos, como ocurría en Augsburgo a finales del siglo XIV. La ciudad papal de Avignon también tenía una casa de placer pública. Y en Roma abrieron burdeles algunos Vicarios de Cristo, como Sixto IV (1471-1484) —constructor de la Capilla Sixtina y promotor de la festividad de la In-maculada Concepción— o Julio II (1503-1513); Sixto, que se entregaba a los excesos sexuales más frenéticos, percibía por sus rameras impuestos por valor de veinte mil ducados al año. Clemente VII exigió que la mitad de la fortuna de todas las prostitutas se dedicara a la construcción del convento de Santa María della Penitenza y, probablemente, la propia basílica de San Pedro fue parcialmente financiada con esta clase de ingresos.
De un prelado alemán con fama de muy culto se dijo que en sus casas había tantas fulanas como libros en su biblioteca. Un cardenal inglés adquirió un burdel; un obispo de Estrasburgo construyó otro; el arzobispo de Maguncia se quejaba desque las mancebías municipales perjLudicaban a sus propias empresas. Como pastor de todos, también quería gobernar a todas las prostitutas... «íntegramente». Y es que, según razonaba, la moral discurre por los cauces correctos sólo cuando el negocio está «en manos dignas». Es significativo que la Inquisición, en general, aunque hacía la vista gorda con los burdeles, perseguía a las damas que fornicaban por su propia cuenta. Los abades y las superioras de reputados conventos también mantenían casas de placer: ¡y, además, tenían «casas de la Magdalena» para pecadoras arrepentidas! La surpriora del conocido convento vienes de San Jerónimo para «mujeres descarriadas», Juliana Kleeberger, no sólo se casó en la época de la Reforma con su capellán Laubinger, sino que, además, acabó dedicándose a la prostitución.
Por tanto, resulta algo cómico que la moderna teología moral califique a la prostitución —que tantos servicios ha prestado a papas, obispos, conventos, cruzados, soldados cristianos y a toda la Iglesia— como «la más indigna y escandalosa forma de fornicación» y que subraye que la culpa y la vergüenza no sólo recaen en las prostitutas, sino «asimismo en quienes las utilizan».
El hombre medieval no sólo obligaba a las prostitutas a mantener relaciones sexuales, sino también a algunos ejercicios puramente espirituales. En una abadía de Avignon conocida como el «silo del amor» no podían perderse ningún oficio divino. Las delincuentes profesionales fueron incorporadas a la vida religiosa. Se sentaban en la iglesia ante el altar penitencial, donde también se reclinaba el verdugo, y tenían su propia patrona. Santa María Magdalena, aunque veneraban asimismo a la Virgen María, en cuyos cepillos ponían todas las semanas algo de dinero. En esas circunstancias, el clero invocaba las palabras de Jesús a los fariseos: «los publícanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos».
En el imperio de los zares, los burdeles estaban repletos de reliquias e iconos. Cada fulana tenía colgado en su habitación a un santo protector al que rezaba antes del acto (ora...), lo cubría después (...et labora) y lo destapaba al terminar para volver a darle las gracias y ofrecerle un cirio o un poco de dinero. En la católica España, las mujeres de la calle debían rezar frente a la iglesia antes de iniciar la jornada.
Pastores de almas en el burdel y sífilis
Eventualmente, las prostitutas entraban directamente al servicio de la moral cristiana. Como ocurría en Venecia, tenían que reclinarse junto a una ventana abierta con el pecho descubierto o salir a la calle para impedir los contactos sexuales entre hombres y adolescentes.
En ningún caso les estaba permitido acostarse con judíos, gitanos, turcos y paganos. Tampoco debían hacerlo con sacerdotes ni éstos con ellas. Aunque, en realidad, los clérigos y los monjes frecuentaban los burdeles.., se supone que para convertir a sus inquilinas en «arrepentidas». Algunos pastores de almas incluso sacrificaban el sueño para conseguirlo. En 1472, la ciudad de Nordlingen les prohibió pasar la noche entera en los burdeles y en 1522 la ciudad de Schaffhausen concedió al alguacil el derecho de embargar las ropas de los sacerdotes sorprendidos en la man-cebía. Casi nadie siguió los consejos de la Iglesia para que las «perdidas» fueran salvadas mediante el matrimonio. En todo caso, llevarse una prostituta a casa era menos frecuente que llevarse una sífilis, la «plaga del placer», la «enfermedad del santo Job», llamada también «morbus gallicus», una epidemia que asoló Europa desde finales del siglo XV hasta mediados del XVI, afectando sobre todo al clero — no por casualidad —, que la extendió cada vez más. Decenas de miles de personas murieron; prelados y los más altos dignatarios eclesiásticos fueron contaminados, entre otros el papa Julio II, un antiguo franciscano, padre de tres hijas «naturales».
Necesitaban a las prostitutas... y por ello se vengaban de ellas
A medida que progresaba la plaga, de la que se hacía responsables a las meretrices, comenzó una caza de brujas contra ellas en toda la regla. Aunque las deseaban, las necesitaban y las explotaban sexual, económica y espiritualmente, no dejaban por ello de considerarlas pecadoras e infames. No obstante, la actitud hacia ellas osciló, a menudo en la misma época, entre la tolerancia y la más profunda aversión. En algunas ciudades obtuvieron el derecho de ciudadanía y un cierto derecho de agremiación; se entregaba a una «mujercita» como premio de algún torneo o se hacía bailar a la más hermosa con el gobernador dos veces al año en la plaza del mercado. Pero, en otras partes, las prostitutas eran obligadas a llevar una ropa determinada, se les impedía visitar las posadas y los baños públicos o se las colocaba bajo la vigilancia del verdugo o del alguacil.
En el fondo, las prostitutas eran despreciadas y proscritas. Aunque algunas se hacían ricas, como aquella cortesana vienesa que abandonó el concilio de Constanza con ochocientos escudos de oro, la mayoría vivían miserablemente, apartadas de la sociedad, al igual que el verdugo o el enterrador. No les estaba permitido participar en los juicios, podían ser expulsadas de la ciudad o de la región sin posibilidad de apelación y a menudo podían ser insultadas y maltratadas — aunque no asesinadas — impunemente. Y es que se vengaban de ellas porque las necesitaban. Y cuanta más castidad se exigía, más las necesitaban. «A más frustración, mayor demanda de prostitutas... y más sentimiento de vergüenza por parte de los clientes. Cuanto mayor es la vergüenza, mayor es el deseo de venganza. El hombre, en lugar de castigarse a sí mismo, castiga a la prostituta».
Algunas prostitutas reformadas que abandonaban las casas de penitencia y los conventos de María Magdalena eran encerradas en prisión y desterradas posteriormente. Si volvían a ejercer su oficio las entregaban al verdugo o las ahogaban. A finales de la Edad Media, las prostitutas eran tratadas como mercancías: vendidas, cambiadas, empeñadas; al proxeneta se le denominaba «Manger» («mango»: tratante de esclavas) y si morían las enterraban en el muladar.
A medida que se propagaba la sífilis, fueron expulsadas de los burdeles, se convirtieron de nuevo en vagabundas y, en muchas ocasiones, fueron perseguidas. Se castigó cualquier forma de prostitución: con el destierro, la picota, azotes, marcas a fuego, extirpación de nariz, orejas, manos y pies, ahogamiento y toda clase de castigos corporales, incluyendo la pena de muerte. Las rameras eran consideradas criminales y, puesto que no les quedaba otro remedio, se mezclaban con los mismos criminales. Hasta mediados del siglo XIX, eran azotadas en público.
Hoy en día, en la República Federal hay al menos doscientas mil prostitutas profesionales o eventuales y en los Estados Unidos son, como mínimo, medio millón, pero en Suecia, significativamente, apenas quedan algunas. Un sociólogo sueco explica este hecho: «es tan fácil conseguir una joven hermosa..».
Si volvemos la vista atrás, resulta evidente que la pedagogía sexual que los clérigos han venido predicando durante tanto tiempo no ha servido de nada y que, en el fondo, la cristiandad siempre ha estado engolfada en los pecados condenados; lo que, por otra parte, queda confirmado, sobre todo, por los libros, los sermones y las imprecaciones de los propios teólogos.
Texto de Karlheinz Deschner publicado en "Historia Sexual del Cristianismo",Yalde, Zaragoza, España, 1993 pp. 314-326. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa
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