La dieta de ricos y pobres en el país del Nilo. La mayoría de la población del antiguo Egipto se alimentaba apenas lo justo para sobrevivir. solo los nobles podían experimentar cierto sobrepeso.
Apesar de su fama como “granero de Roma”, lo cierto es que en el antiguo Egipto el asunto de la comida fue algo bastante peliagudo. Los griegos envidiaban a los campesinos egipcios y su extraño río, que cada año les proporcionaba –eso creían ellos– unas espléndidas cosechas sin apenas trabajar. Los cananeos consideraban el valle del Nilo un verdadero país de Jauja donde ir a asentarse en cuanto las cosas se ponían feas en Siria-Palestina. Esto, por supuesto, no gustaba a los faraones, que hicieron lo posible por evitarlo. El caso es que, si bien las cosechas en Egipto eran abundantes, solo tenían lugar cuando la altura de la crecida era la perfecta, ni demasiado alta ni demasiado baja, lo cual no siempre ocurría. Además, solo la cima de la sociedad consumía suficiente carne como para satisfacer su hambre e incluso ganar unos kilos de más. En fin, el panorama en lo tocante a la alimentación y gastronomía faraónicas no era muy halagüeño.
No hay modo de saber qué porcentaje del territorio estaba dedicado a cultivar cada producto, pero, sin duda, la mayor parte estaba dedicado al trigo y la cebada, porque eran imprescindibles para fabricar los dos alimentos básicos de la dieta faraónica: el pan y la cerveza. Porcentajes más pequeños estaban destinados a otro tipo de productos: cebollas, puerros, ajos, lechugas, apios, sandías, melones, calabazas, chufas, lentejas, garbanzos, judías, cilantro... Igual de complicado resulta conocer los motivos por los que el campesino decidía plantar un producto en vez de otro, pero, como la mayoría de ellos trabajaban en terrenos pertenecientes al templo, la corona o un noble, la decisión no solía incumbirles. Otra cosa era cuando disponían de pequeñas parcelas propias, en las cuales cultivaban aquello que mejor se les diera, completara su dieta o pudieran intercambiar con más facilidad.
Los nobles también disponían de terrenos donde cultivar, pero de un tipo diferente. Sus casas eran haciendas con un gran jardín que rodeaba un estanque, en el cual se criaban nenúfares y carpas, nadaban patos y los dueños de la casa se refrescaban cuando hacía calor. Lo interesante es que estos jardines, que parecen ornamentales para el turista que los ve en la decoración de las tumbas, en realidad eran huertas cuidadosamente planeadas para proporcionar alimentos frescos. Donde mejor se aprecia esto es en la tumba de Ineni (TT 81), que nos ofrece una preciosa imagen del jardín, mientras que los textos que la acompañan incluyen un listado de las veinte especies cultivadas en él. Elegidos no solo por su valor nutritivo, sino también religioso, sicomoros, perseas, palmeras datileras, palmeras dum, higueras, algarrobos, viñas, granados... son algunas de las variedades de estos jardines-huerta.
Pan, cerveza y vino
El alimento principal de los egipcios era el pan, y su fabricación no difería mucho de la actual. El cereal se descascarillaba para ser molido y convertido en harina –en Amarna se ha encontrado un “molino oficial” para la ciudad–. Luego, esta harina se mezclaba con agua y algo de levadura para convertirla en masa, a la cual, en ocasiones, se añadían leche y grasa. El estudio de los panes hallados en algunas tumbas demuestra que dentro de la masa podía terminar cualquier cosa. En ellos se han encontrado desde harina mal molida hasta restos no tan microscópicos de las piedras de moler, arenilla traída por el viento, huevos, especias... Los panes fabricados en casa eran moldeados a mano o con algún recipiente adecuado, pero para aquellos cocidos de forma “industrial” se utilizaban moldes: acampanados y muy robustos durante el Reino Antiguo; cilíndricos, largos y algo más ligeros durante el Reino Medio y después. El molde, en ocasiones calentado previamente, se rellenaba con la masa fermentada y se ponía a cocer sobre un fuego abierto, o sobre cenizas, o sobre una losa situada encima de un horno... Las formas y variedades no dejaron de evolucionar y multiplicarse, porque durante el Reino Nuevo se conocen cerca de cuarenta tipos de pan.
Por su parte, del otro gran alimento egipcio, la cerveza, se puede decir que era un derivado de la industria panadera, porque para hacerla se necesitaba pan. Había que mezclar cebada y malta (cereal dejado germinar y luego tostado) para conseguir una masa de pan muy rica en levadura que luego se cocía someramente. Estas hogazas eran después desmigadas en grandes vasijas con agua caliente. El líquido obtenido se dejaba fermentar el tiempo necesario para conseguir el tipo de bebida deseada, que para el consumo diario consistía en una especie de gacha de muy escaso contenido alcohólico. En ocasiones se incorporaban aditivos para darle dulzura o espesar la mezcla, y con ello se creaban los casi veinte tipos de cerveza que consumían los egipcios. Las más destacadas en los textos son la cerveza fuerte (al parecer, filtrada), la cerveza hemet (que sufre el proceso tres veces, y por eso quizá sea más fuerte), la cerveza dulce, la cerveza espesa, la cerveza coagulada (¿una especie de pudin?) y la cerveza de la amistad (¿de mayor graduación alcohólica?, ¿más filtrada y suave para ofrecer a los amigos?), además de algunas importadas, llamadas cervezas “de la tierra de Quedy”. La cerveza no era la única bebida alcohólica y lúdica conocida de los egipcios, porque desde al menos el año 3000 a. C. también fabricaban vino. Parece que en un principio solo el faraón podía dedicarse a la viticultura, considerada un privilegio real. Sin embargo, en numerosas tumbas de todos los períodos hay escenas de esta actividad, lo que sugiere algún tipo de fabricación a pequeña escala en las casas de personajes relevantes. Uno de ellos es Metjen, que vivió a comienzos de la IV dinastía y poseía un viñedo de 331 m2. Un cálculo por completo teórico y con seguridad erróneo –pues son muchos los factores de la ecuación que desconocemos– sugiere que Metjen poseía 100 vides, cada una de las cuales le daría unos 10 kg de uva anuales, con los que podía conseguir cerca de setecientos litros de vino. Suficiente para consumo propio y algún que otro agasajo a los amigos. En cambio, los datos que poseemos sobre algunos viñedos reales y su producción son mucho más sólidos. En la XIX dinastía, uno de ellos, situado en el Delta y conocido como Nay Ramsés, destinaba su producción de 16.000 litros al templo de millones de años de Seti II.
La cosecha de la uva se realizaba a mano, y el fruto era transportado en cestas hasta el lugar donde se pisaba. Los hollejos, pepitas y demás restos sólidos eran recogidos y prensados en sacos para extraer hasta la última gota de líquido. Seguidamente, el mosto y la pasta se introducían en grandes jarras de barro para fermentar y convertirse en vino, jarras que se taponaban e identificaban cuidadosamente con sellos o inscripciones en un hombro.
Fiestas con suplemento
Los egipcios consideraban las “casas de cerveza” lugares de mala nota, porque para emborracharse había otros donde no era una opción, sino casi una obligación, como los banquetes funerarios, en los que todo el mundo participaba en el jolgorio con entusiasmo. Otro de esos momentos eran las fiestas en honor de Hathor como diosa de la embriaguez, que en Tebas tenían lugar en un pórtico del templo de Mut en Karnak. Este tipo de celebraciones eran momentos muy especiales del año, ya que permitían a la gente ponerse en contacto con los dioses o sus familiares fallecidos, pero no solo por eso. Todo el mundo las esperaba con ansia porque suponían un descanso en su rutina de nueve días de trabajo seguidos de uno de descanso, y porque en ellas podían ingerir proteínas y grasas animales, algo que apenas aparecía en su dieta, casi por completo vegetal.
Durante las fiestas se hacían numerosas ofrendas a los dioses que luego se repartían entre los empleados del templo a modo de salario, como siempre, pero también entre los participantes en la celebración, como un obsequio del dios. Resulta lógico suponer que, en estas celebraciones, mucha gente recibía de los sacerdotes al menos un pequeño suplemento de proteínas. Las dietas mayoritariamente vegetarianas son muy buenas, pero cuando no se consumen suficientes proteínas el tono muscular decae, resulta más sencillo enfermar, se envejece prematuramente y pueden surgir problemas de anemia, crecimiento, degeneración de los tejidos y lentitud a la hora de recuperarse de enfermedades.
Proteínas en el objetivo
Como fuente de proteínas y riqueza, los egipcios no recurrieron únicamente a los animales tradicionales que hoy consumimos. Durante el Reino Antiguo abordaron la cría de hienas y órices, al menos como ofrendas de carne a los dioses. El experimento fracasó, y bóvidos, cerdos, ovicápridos y fauna del desierto siguieron proporcionándoles la mayoría de sus proteínas animales, junto con los peces del Nilo.
Seguramente, los rebaños de cabras, con gran capacidad para alimentarse y sobrevivir en entornos áridos, y los de ovejas fueron una visión habitual en los poblados egipcios, como también lo fue otro animal del que apenas poseemos documentación: el cerdo. Los egipcios mantenían con él una relación ambigua. Por un lado, era una manifestación del dios Seth, y, como tal, del desorden, una imagen a la que sin duda contribuyeron sus peculiares hábitos higiénicos y alimenticios; de ahí que nunca fuera ofrendado a los dioses. Por otro, la capacidad del cerdo para engordar con rapidez y generar proteínas en cantidad lo convertía en una bendición. Gracias a los gorrinos, la gente normal podía consumir carne de vez en cuando sin depender del calendario festivo de los templos.
Los estudios arqueológicos han comprobado que la presencia del cerdo era mucho mayor de lo que podría pensarse. Un interesante ejemplo es la pocilga de Amarna, donde se criaban cerdos alimentados con grano. Cerca había mataderos para realizar la matanza cuando tenían uno o dos años de vida, tras lo cual eran salados y conservados en jarras de barro. Ello demuestra que la pocilga de Amarna era un centro de producción estatal destinado a alimentar a la población de la ciudad. Con el objetivo de complementar su dieta, los egipcios cazaban en el desierto; pero, sobre todo, pescaban en el Nilo, siendo los pescados algo más abundantes en su dieta. La pesca podía realizarse a una escala bastante grande: sabemos que, durante el reinado de Ramsés III, el faraón ofrendó 474.200 jarras de pescados frescos diferentes y 440 jarras de pescado adobado solo a los templos tebanos.
Sin recetario
Una de las grandes ausencias en la literatura egipcia conservada es la de un texto gastronómico donde se nos cuenten las recetas más habituales y los platos selectos que se preparaban en las cocinas de la residencia para el rey. Por desgracia, este es uno de los casos en los que la inmensa cantidad de información de las tumbas se muestra insuficiente. Podemos identificar los productos que se presentaban como ofrenda de alimentos, pero no cómo habían sido condimentados y cocinados.
La diferencia entre el banquete funerario enterrado junto a un noble y el pan, la cerveza, algunas verduras y, con suerte, algo de carne o pescado con los que se alimentaba un campesino deja bien claro que, en el antiguo Egipto, el tipo de alimentos y la cantidad separaban a la clase dirigente de la gente común. Tanto, que representarse con algo de sobrepeso era un modo de hacer visible que se había triunfado en la vida. En buena forma, debido a su escaso consumo de grasas y a las muchas calorías que destinaba diariamente a realizar sus tareas, el egipcio medio no era muy alto, estaba requemado por el sol y sufría varias enfermedades parasitarias que lo debilitaban. En medio de un grupo de campesinos semejantes, un noble destacaría no por su tez, que estaría igual de requemada, sino por su bastón de autoridad, y posiblemente también por estar bastante más relleno. Su aspecto sería algo más lozano, porque su mejor alimentación y menor desgaste físico le permitirían luchar de forma más eficaz contra la anemia provocada por la endémica esquistosomiasis, por ejemplo.
La verdad es que no es una imagen muy atractiva la que estamos pintando. ¿Tan mala era de verdad la alimentación de los egipcios?, ¿acaso los campesinos no podían mantenerse a ellos mismos ni a sus familias con lo que producían y ganaban trabajando? Pues, desgraciadamente, se diría que solo por los pelos. El hambre parece haber sido una amenaza constante para la inmensa mayoría de los egipcios, que por lo general se encontraban algo por encima de ese límite, pero la ominosa sombra permanente de una mala crecida era innegable.
Si realizaban trabajos para el faraón, su condición mejoraba un poco, porque recibían suplementos de proteínas animales. Según nos cuenta un papiro de la XIX dinastía, era tarea de un campesino del Reino Nuevo producir unos 200 khar (76,8 l) de cereales trabajando la tierra. Se ha calculado que un terreno de 20 aruras (5,5 ha), que un campesino egipcio del siglo XIX podía arar en 35-40 días, bastaba para conseguir esa cantidad. No obstante, de lo producido, el campesino perdía como mínimo la mitad, entre impuestos, alimañas y grano para la siguiente siembra, de modo que al final se quedaba con unos 768 kg de grano. Con eso tenía que alimentar durante un año a su familia, imaginemos que de cuatro personas. Si lo traducimos a calorías, y considerando que los adultos consumían el doble que los niños, tenemos 2.482 cal diarias para los padres y 1.241 para sus hijos. Lo bastante para sobrevivir –sobre todo si le sumamos la carne y el pescado que pudieran comer de vez en cuando–, pero para poco más, dado el mucho trabajo físico que realizaban a diario y las diversas enfermedades que les afectaban. Resulta muy probable que gran parte de su escaso tiempo libre lo emplearan buscando formas de mejorar los ingresos familiares, y con ello sus posibilidades de supervivencia.
Arrimado a buen árbol
No todos sufrían tanto. Bastaba con no dedicarse a la agricultura y labores semejantes para disponer de algunas calorías más, en especial si uno trabajaba para un noble, aunque no fuera de los más ricos. Al entrar a trabajar para uno de ellos, se pasaba a formar parte de su familia extensa, y el señor de la casa se encargaba de dar a todos una justa remuneración, que hacía desaparecer el temor al hambre, si las cosas marchaban como debían. La correspondencia privada de Heqanakhte, un funcionario de rango medio de la XII dinastía que gestionaba las tierras de uno de nivel superior, nos permite echar un vistazo a una casa de estas características.
De Heqanakhte dependían 18 personas que, no obstante sus quejas respecto a lo escaso de las raciones, parecen haber aguantado sin demasiados problemas un período de aguda crisis agrícola que se experimentó a comienzos de la dinastía. Tan grave fue que Heqanakhte menciona en su correspondencia casos de canibalismo en el sur del país. Quizá se trate de una exageración para hacer ver a los de su casa lo bien que andaban ellos comparados con los demás; aunque es bien cierto que el Estado egipcio nunca pudo organizar una red de almacenes donde conservar grano para las épocas de carestía.
La relación de los egipcios con la comida era, como vemos, por completo distinta a la nuestra. Si nosotros conocemos y disfrutamos de la gastronomía, para ellos alimentarse fue, sobre todo – o eso al menos parece indicar la documentación –, una cuestión utilitaria. Evidentemente, disfrutaban de sus platos y sabores favoritos; pero la inmensa mayoría de los habitantes del valle del Nilo siempre andaba cerca de pasar hambre. Solo los más privilegiados llegaban a saciarse o hartarse, en todo caso, con unos platos muy sencillos.
¿Qué dieta seguían?
La abundancia y el lujo en la alimentación eran prerrogativa de algunos sectores, pero ciertos productos estaban presentes en todas las casas.
Las pirámides y los templos por los que la civilización faraónica es conocida no fueron construidos por esclavos, cuya presencia en el valle del Nilo fue prácticamente anecdótica. Al contrario, fueron erigidos por gentes que estaban al servicio del faraón y cobraban por ello un salario. Igual que lo cobraban los soldados o los sacerdotes y otros trabajadores de los templos. Estos salarios se pagaban en “raciones” – los egipcios no conocieron el dinero –, concretamente de pan y de cerveza, que componían los elementos básicos de su alimentación.
La ración tipo consistía en diez unidades diarias en conjunto. Gracias a los documentos encontrados en la fortaleza nubia de Uronarti, sabemos que los soldados que protegían la frontera sur de Egipto cobraban por semanas (las egipcias tenían diez días), y que su ración para tal período era de 60 unidades cocidas a partir de 2/3 de heqat de cebada del norte (2,25 kg) y de 70 unidades cocidas a partir de 1 heqat de trigo (3,75 kg). Estas cantidades les proporcionarían 2.136 calorías diarias, que eran a todas luces insuficientes, como comprobamos al saber que la ración que tenía estipulada en 1917 el gobierno egipcio para los soldados que no realizaban trabajos era de 2.200. Por lo tanto, los cereales solo podrían representar una parte de su paga, a la que debían de agregarse raciones de cerveza y algunas proteínas animales, sin las cuales aquellos hombres no podrían realizar su labor de patrullar el desierto.
Consumo de carne
La existencia de estos suplementos de proteínas la comprobamos en la ciudad de los constructores de las pirámides de Giza. Allí se han hallado, por el momento, cerca de doscientos mil huesos y fragmentos pertenecientes a peces, reptiles, aves y mamíferos. De estos últimos, el menos presente es el cerdo y los más abundantes, los machos jóvenes de ovejas, cabras y vacas. Si bien en la ciudad se han encontrado panaderías, no sucede lo mismo con los establos, por lo cual la estabulación y la cría se realizaban en otro lugar. Existían unidades productoras, como Kom el-Hisn, en el Delta, una población dedicada desde el Reino Antiguo a la cría y el engorde de ganado estabulado, que luego era trasladado a Giza para su consumo. Por supuesto, además de esta carne, que el resto de los egipcios no comía casi nunca, recibían también sus raciones de trigo y cebada convertidas en pan y cerveza. Solo así alcanzaban las más de tres mil calorías diarias imprescindibles para realizar los trabajos pesados que se les exigían.
Las raciones extra para los trabajos pesados eran algo conocido, como podemos ver en la decoración de la tumba de Antefoker (Tebas, XII dinastía). Como no podía faltar, hay una escena donde se ve cómo se fabricaba el pan, y, justo debajo, un niño con una taza se acerca a un hombre que está haciendo pasta de dátiles y le pide algo de comer, a lo que este le responde: “¡Ojalá que tú y la que te trajo al mundo terminéis en las fauces de un hipopótamo! ¡Comes más que un obrero del rey trabajando!”.
Otro modo que tenía el faraón de pagar los salarios era el reparto de las ofrendas de los templos, realizadas dos veces al día y muy numerosas. Para hacernos una idea del volumen, solo el templo funerario de Neferirkare (V dinastía) necesitaba 660 aves al mes (8.000 al año) y los bocados selectos de 30 bueyes al mes (360 por año). Y esto sin contar con fiestas especiales, porque para celebrar una de ellas, el templo de Neferefre (V dinastía) estuvo sacrificando 13 bueyes diarios durante una semana egipcia. Tras pasar algunas horas en el altar y alimentar a los dioses con su sustancia, los alimentos eran retirados y repartidos entre todos los trabajadores del templo, no solo los sacerdotes. Eso sí, siguiendo un baremo estricto, en el cual un sacerdote recibía más partes que alguien dedicado, a lo mejor, a desollar bueyes. Este tipo de repartos era uno los ejercicios básicos que tenía que aprender un escriba, pues de ello dependía el buen funcionamiento de la administración faraónica.
Banquetes eternos
Gracias a hallazgos arqueológicos excepcionalmente completos, conocemos qué tipo de alimentos se consumían, aunque no cómo se cocinaban.
Para nuestra desgracia, por más que los egipcios nos han dejado textos de todo tipo (religiosos, matemáticos, médicos, literarios, administrativos...), no nos ha llegado ningún recetario de cocina que nos permita deleitarnos con sus platos favoritos. En realidad, al contrario que los sibaritas romanos, los egipcios parecen haber sido bastante frugales en esto de la comida, que, por otra parte, nos encontramos en todas partes. El motivo es sencillo y tiene que ver con la vida eterna.
Alimento para el ka
Los egipcios consideraban que el cuerpo humano estaba formado por cinco componentes: el cuerpo (el contenedor de todo), el nombre (donde quedaba definido), la sombra (un elemento solar), el ka (la energía vital) y el ba (la personalidad, el alma). Al morir, estos elementos se dispersaban, pero, gracias a los rituales del enterramiento, se juntaban de nuevo en el más allá. El problema es que, para poder subsistir allí, el ka necesitaba alimentos a diario. Por este motivo, las ofrendas de alimentos pasaron a formar parte desde muy pronto de la decoración de las tumbas, donde figuran en forma de listas detalladas y de imágenes. Junto a ellas aparece, además, una fórmula mágica que se lee “Jetep di nesu” y significaría: “Una invocación de ofrendas que el rey concede...”, a la que sigue la lista de tales ofrendas.
La lista estaba pensada para que todo el que entrara a visitar la tumba la leyera en voz alta, y, como según los egipcios todo lo leído cobraba vida, el difunto recibiera los alimentos en el más allá. De este modo se evitaban tener que hacer ofrendas físicas todos los días. Por supuesto, el día del funeral y otras fechas señaladas las ofrendas eran de verdad; unos alimentos que en algunas ocasiones se han encontrado bien conservados ante la mesa de ofrendas.
Buena y mala suerte
Gracias a las peculiares condiciones climáticas de Egipto, contamos con un par de ejemplos de banquetes funerarios hallados tal como fueron depositados en la tumba hace más de cuatro mil años. En realidad, deberíamos haber dado con muchos más, pero los egipcios tenían la mala costumbre de saquear las tumbas casi inmediatamente después de que fueran cerradas, y la comida gratis, sobre todo si era carne – y puede incluso que vino, si se trataba de alguien con recursos –, no se desperdiciaba. Paneb, un jefe de equipo de Deir el-Medina que llevaba una doble vida como saqueador de tumbas, así lo hizo, como queda reflejado en la denuncia contra sus tropelías presentada ante el tribunal.
El problema con los alimentos encontrados en las tumbas intactas es que, con el tiempo, han quedado momificados por el calor, y resulta difícil averiguar cómo se cocinaron. De estos banquetes funerarios, el de la tumba 3477 de Saqqara, perteneciente a una dama anónima de la II dinastía, posiblemente sea el que ha aparecido más completo. Los egipcios usaban una vajilla de barro cocido bastante funcional, y en platos de ese estilo se sirvieron los alimentos, lo cual es un indicio de que quizá los acababan de cocinar y todavía estaban calientes. Después los distribuyeron por el suelo delante del pozo funerario, obturado tras el entierro.
El banquete estaba compuesto por una hogaza de pan de trigo de forma triangular, cebada machacada cocinada hasta formar una especie de gachas, un líquido sin identificar, un pez que se limpió antes de ser cocinado y se emplató sin cabeza, un guiso de pichón, una codorniz que se limpió antes de ser cocinada y se puso en el plato con la cabeza bajo un ala, costillas de vacuno ¿asadas?, dos riñones cocinados y una pata de vacuno. Como postre se dispuso lo que parece fruta cocida (higos casi con seguridad), bayas nakt frescas y unos pequeños pasteles circulares. No sabemos si los egipcios seguían la costumbre francesa de presentarlo a los postres, pero lo cierto es que había varias jarras pequeñas con algún tipo de queso. Se esperaba que la desconocida dama lo regara todo con una gran jarra de vino.
Lo interesante es que todos estos alimentos –un verdadero festín para los estándares egipcios de la época, pues abundaba en el conjunto la carne y escaseaban las verduras– la buena señora no habría podido disfrutarlos en vida. Su momia, encontrada en la cámara funeraria, demuestra que solo podría haberlo hecho, dificultosamente, con la mitad de la boca, porque la otra mitad la tenía incapacitada. Poco importa, porque en realidad esta comida no estaba destinada a su cuerpo físico, y sí, en cambio, a su ka.
Caza y pesca
Los egipcios las practicaban a gran escala para almacenar alimento, aunque la nobleza lo hacía por motivos muy distintos.
En un mundo en el que la dieta era eminentemente vegetal, disponer de algunos pedazos de carne o pescado extra podía significar la diferencia entre pasar hambre y subsistir con algo de holgura. Por este motivo, la caza y la pesca se practicaron desde siempre en Egipto; ciertamente, con grandes diferencias entre clases sociales.
Cuando vemos la pesca representada en las escenas de “vida cotidiana” de las tumbas de los grandes personajes de la administración y la corte, se trata más bien de una actividad frenética, casi industrial. Grupos de pescadores se meten hasta la cintura en el agua con las redes para luego recogerlas desde la orilla repletas de pescado. O hacen lo propio desde un par de barcas en el centro del río en busca de especies diferentes. El siguiente proceso también queda representado: los peces son vaciados, abiertos y colgados a secar al sol para su conservación. Es un proceso destinado a llenar los almacenes del noble o del faraón de alimento con el que pagar los salarios.
Como vemos en otra imagen de la tumba, cuando era el propio noble quien salía a pescar, se trataba de una actividad muy distinta, completamente lúdica y realizada en solitario, acompañado únicamente por su familia. De pie sobre un ligero esquife de papiro, con un par de arpones en la mano, el dueño de la tumba disfruta del ejercicio al aire libre. Una imagen que puede corresponder a la realidad, pero que en este caso concreto también posee un significado muy simbólico. El difunto siempre pesca los dos mismos peces, la perca y la tilapia, que, dado que viven en zonas muy distintas del río, pueden representar el Alto y el Bajo Egipto. Pero es que, además, lanzar el arpón se dice en egipcio sty, que tiene la misma estructura consonántica que el verbo “fecundar”. En el caso del noble, la pesca no es una actividad alimenticia, sino simbólica, destinada a generar la tensión sexual que el difunto necesita para renacer en el otro mundo. Lo mismo sucede cuando en el mismo escenario caza patos con bastones arrojadizos, una acción que se dice km3, la misma estructura triconsonántica que el verbo “engendrar”. Totalmente diferente es para el resto de la sociedad egipcia, para la cual la pesca era una actividad alimenticia, un modo de completar la dieta; y lo mismo sucedía con la caza.
Salirse de lo habitual
La gente común cazaba lo que podía en el desierto – en realidad, una sabana, como demuestran los últimos estudios paleoclimáticos –; pero siempre animales pequeños, como liebres, algún ave... El caso era llevarse alguna proteína al gaznate con la que aliviar la monótona dieta de pan y cerveza. En cambio, para la clase alta se trataba de una actividad meramente deportiva, que en el caso del faraón era, además, simbólica: cazar animales del desierto – el mundo del caos – contribuía a mantener el orden, el equilibrio del mundo (la maat, en suma), en su reino y a complacer a los dioses. Por supuesto, solo se interesaba por los animales grandes, de gacelas a leones, pasando por avestruces.
En algunos casos, las partidas de caza de la nobleza parecen haber sido una actividad muy elaborada y estructurada, porque, cuando se analizan las escenas cinegéticas, en algunas de ellas se ve lo que parecen vallas a ambos lados del paisaje que recorren las presas. Es decir, que había, o se creaban ex profeso, trampas o cotos de caza a los que los batidores conducían luego a los animales. En realidad, resulta bastante comprensible: era más cómodo para los cazadores, que solo tenían que esperar, y un medio de poner algo de orden simbólico en el caos, una especie de imitación de la labor del soberano.
Recientes estudios de Per Storemyr en los desiertos de Nubia han confirmado la existencia de esos cotos de caza. Se encuentran en la zona de Gharb (oeste), Asuán y el-Hosh, y consisten en líneas continuas de rocas que se extienden a lo largo de decenas de kilómetros, bloqueando los accesos a los wadis (ramblas) y los valles que atraviesan. Las únicas interrupciones que se ven son accesos en forma de embudo, por donde entrarían las presas para ser conducidas allá donde estuvieran emboscados los cazadores, o bien directamente a establos. La mayoría parecen haberse construido antes del Reino Nuevo, posiblemente durante el Reino Antiguo. Como se ve, la caza y la pesca eran actividades importantes no solo económicamente, sino también desde el punto de vista simbólico.
La ubicua cerveza
Una bebida muy diferente de la actual, con muchas variantes, a la que los egipcios recurrían para hacerla parte de rituales religiosos y para empinar el codo.
Ahí donde la vemos, la humilde cerveza que acompaña nuestras tapas con los amigos era el alimento básico e imprescindible de los antiguos egipcios. Bueno, la verdad es que no se parecía a nuestra burbujeante y refrescante bebida, sino más bien a una especie de gacha de un sabor y aspecto en principio no muy apetecible a nuestros ojos modernos. De todos los tipos de cerveza que había, y eran casi una veintena, la que se consumía a diario, niños incluidos, era la más sencilla. Se llamaba henequet, y poseía un contenido de alcohol mínimo.
La producción a gran escala de cerveza como alimento y pago de raciones a los trabajadores comenzó muy temprano en Egipto, antes incluso de que apareciera el primer estado unificado. Recientes hallazgos en Hieracómpolis – capital de uno de los protorreinos del Alto Egipto – así nos lo confirman. En las secciones HK24A y HK24B aparecieron lo que, sin duda, eran dos centros de producción industrial de cerveza: grandes jarras de barro que servían de cubas de maceración, en las que la pasta, mezclada con agua, era calentada antes de dejar que se enfriara y fermentara. En una de las cervecerías había seis de estas cubas de maceración, y en la otra, dieciséis. Cada uno de los recipientes de cerámica de HK24A podía contener unos sesenta y cinco litros, lo que supone unos trescientos noventa litros de cerveza en total cada dos días, o más probablemente a diario, si las jarras se vaciaban para realizar la fermentación en otro lugar. Si tenemos en cuenta que la ración normal por persona al día durante el período dinástico era de dos jarras de cerveza, la producción de HK24A podía alimentar a diario a 227 personas, y la de HK24B, a otras 605.
Convertida en la base de la dieta, no es de extrañar que la cerveza se incorporara de múltiples formas al mundo simbólico y religioso egipcio. Como en casi todas las religiones antiguas, el elemento central de la egipcia eran las ofrendas, a los muertos o a los dioses, gracias a las cuales estos se ocupaban del bienestar del oferente o, al menos, no influían negativamente en él. Por eso, un texto sempiterno de los rituales funerarios egipcios es la fórmula Jetep di nesu, donde la cerveza resulta imprescindible: “Una invocación de ofrendas consistente en pan, cerveza, buey y aves, alabastro y telas, todas las cosas buenas y puras por medio de las que vive un dios”. Lo mismo sucedía con los dioses, a los cuales los faraones se encargaban de aprovisionar a través de decretos en los que se especificaban las ofrendas que se les destinaban, donde no podía faltar la cerveza: “Mi Majestad ha ordenado, además, establecer de nuevo las ofrendas divinas para mi padre Ptah-Sur-de-su-Muro en Tebas, consistentes en 60 panes de varios tipos, dos jarras de cerveza...”.
Culto y parranda
La cerveza también la encontramos en los textos funerarios, de los Textos de las pirámides (“Levántate soberano, y siéntate ante un millar de panes, un millar de cervezas...”, TP 373) a los Textos de los ataúdes (“Que el hombre diga esta fórmula sobre siete uchats dibujados; rociarlo con natrón y cerveza y que sea bebida por el hombre”, CT 341), que tienen mucho que ver con la magia, relacionada en el antiguo Egipto con la medicina. Los médicos egipcios disfrutaron de fama en el mundo antiguo, y entre los muchos productos que utilizaban en su farmacopea estaba la cerveza, empleada en muchos casos como líquido en el que disolver los componentes del remedio: “Bebida para eliminar una inflamación: raíz de brionia (?); fruta peret-chenit. Se molerá y mezclará con cerveza, después se beberá y vomitará”, como leemos en la receta 107 del Papiro médico de Berlín.
Pero esta cerveza-alimento no es la única que consumían los egipcios. Había otras más dulces, fuertes y alcohólicas que harían las delicias de los amantes de la buena mesa... y causarían problemas a los imprudentes estudiantes de escriba que se dejaban seducir por los encantos del alcohol y de las mujeres que trabajaban en las casas de lenocinio (llamadas precisamente “casas de cerveza”): “Me han informado de lo siguiente: que has abandonado los libros y te has entregado a los placeres, que andas de calle en calle y apestas a cerveza cada vez que pasas”. Así se dice en el Papiro Anastasi IV. No es de extrañar, entonces, que en los tratados de buenas maneras (conocidos como “textos sapienciales) se recomiende al lector moderación con el delicioso líquido. Así, en Las enseñanzas de Ani, el autor recomienda a su hijo: “No abuses de la cerveza: no emitas ruido con tu boca sin saber lo que dices, y si te has caído y tu cuerpo está magullado, no habrá otro que te dé la mano”.
Los mil usos de la miel
El uso de la miel, o al menos el conocimiento de las abejas que la fabrican, se remonta a los orígenes mismos del Estado en el antiguo Egipto, donde desde la I dinastía encontramos el insecto en uno de los nombres que forman la titulatura del faraón, “El del junco y la abeja”, como representación del Bajo Egipto. Sin embargo, las primeras representaciones de apicultura datan de algunos cientos de años después, del Reino Antiguo, concretamente, durante la V dinastía. Se trata de abejas que hacen sus panales en colmenas artificiales en forma de tubos que se apilan unos sobre otros. Podemos verlo en la habitación de las Estaciones del templo solar de Niuserre, en Abu Gorab, donde los trabajadores del faraón realizan el proceso en cuatro pasos: tranquilizar las abejas, o quizá llamar a una reina joven; recoger la miel, o quizá diluirla; prensar o apretar la miel, posiblemente para quitarle las impurezas; y guardar y sellar los contenedores de miel. En la tumba de Rekhmire vemos que se atonta a las abejas con humo.
Entra dentro de lo posible que todo el proceso apícola, al menos la recolección de miel silvestre para la mesa del soberano, haya formado parte de la administración faraónica desde el principio, porque en la I dinastía se conoce ya un “sellador de las jarras de miel”. En el Reino Medio, Mykara era “Apicultor jefe, amigo del rey”, y un sello nos habla de un “apicultor jefe”. En cambio, en el Reino Nuevo, Esmentu era “el jefe de los apicultores de Su Señor, ante Min e Isis”, mientras que Khons fue “apicultor de Amón, grande de victorias”. Usermarnakhty, por su parte, presume de ser “proveedor de miel para Min, quien está en el laboratorio en Coptos”, e Ibi de ser “supervisor de la producción de miel en la casa de Amón”. Estos y otros títulos nos permiten sospechar cómo estaban organizados los apicultores faraónicos, porque nos encontramos con “apicultores”, “jefe de apicultores”, “supervisores de apicultores” y “supervisores de los apicultores de toda la tierra”.
En los templos, sin embargo, nos encontramos con “recolectores de miel”, “selladores de miel” y “apicultores”. Sabemos también que había “recolectores de miel” que iban al desierto en busca de panales silvestres y que recibían la protección de arqueros para realizar su tarea en esas zonas tan peligrosas; pero el único indicio directo de su trabajo nos lo proporciona una carta de la XIX dinastía en la cual un escriba se queja de que dos apicultores no han satisfecho su cuota de miel. ¿Por mala suerte o por dejadez en sus funciones? De otro de ellos, en cambio, se queja de que ha seguido trabajando ¡a pesar de haber el uso de la miel, o al menos el conocimiento de las abejas que la fabrican, se remonta a los orígenes mismos del Estado en el antiguo Egipto, donde desde la I dinastía encontramos el insecto en uno de los nombres que forman la titulatura del faraón, “El del junco y la abeja”, como representación del Bajo Egipto. Sin embargo, las primeras representaciones de apicultura datan de algunos cientos de años después, del Reino Antiguo, concretamente, durante la V dinastía. Se trata de abejas que hacen sus panales en colmenas artificiales en forma de tubos que se apilan unos sobre otros. Podemos verlo en la habitación de las Estaciones del templo solar de Niuserre, en Abu Gorab, donde los trabajadores del faraón realizan el proceso en cuatro pasos: tranquilizar las abejas, o quizá llamar a una reina joven; recoger la miel, o quizá diluirla; prensar o apretar la miel, posiblemente para quitarle las impurezas; y guardar y sellar los contenedores de miel. En la tumba de Rekhmire vemos que se atonta a las abejas con humo.
Entra dentro de lo posible que todo el proceso apícola, al menos la recolección de miel silvestre para la mesa del soberano, haya formado parte de la administración faraónica desde el principio, porque en la I dinastía se conoce ya un “sellador de las jarras de miel”. En el Reino Medio, Mykara era “Apicultor jefe, amigo del rey”, y un sello nos habla de un “apicultor jefe”. En cambio, en el Reino Nuevo, Esmentu era “el jefe de los apicultores de Su Señor, ante Min e Isis”, mientras que Khons fue “apicultor de Amón, grande de victorias”. Usermarnakhty, por su parte, presume de ser “proveedor de miel para Min, quien está en el laboratorio en Coptos”, e Ibi de ser “supervisor de la producción de miel en la casa de Amón”. Estos y otros títulos nos permiten sospechar cómo estaban organizados los apicultores faraónicos, porque nos encontramos con “apicultores”, “jefe de apicultores”, “supervisores de apicultores” y “supervisores de los apicultores de toda la tierra”.
En los templos, sin embargo, nos encontramos con “recolectores de miel”, “selladores de miel” y “apicultores”. Sabemos también que había “recolectores de miel” que iban al desierto en busca de panales silvestres y que recibían la protección de arqueros para realizar su tarea en esas zonas tan peligrosas; pero el único indicio directo de su trabajo nos lo proporciona una carta de la XIX dinastía en la cual un escriba se queja de que dos apicultores no han satisfecho su cuota de miel. ¿Por mala suerte o por dejadez en sus funciones? De otro de ellos, en cambio, se queja de que ha seguido trabajando ¡a pesar de haber sido despedido! No sabemos si por amor al trabajo o para recibir sus correspondientes raciones.
Moneda de cambio
Al contar con una producción escasa y ser tan laboriosa de generar y recolectar, la miel era un caro producto de lujo. Tanto, que se utilizaba para comerciar en el extranjero, como sabemos por Sabni, que nos informa de que, en uno de sus viajes a Nubia, se llevó cien asnos cargados con aceite y miel para mercadear con ellos. Del mismo modo, cuando, en la tablilla Carnarvon, el rey Kamose (XVII dinastía) alardea de lo satisfechas que están sus tropas tras vencer a los hicsos, dice que durante los saqueos estas obtuvieron todo tipo de bienes valiosos: “Siervos, ganado, leche, grasa y miel...”. A finales del Reino Nuevo, cuando la administración dejó de funcionar tan bien, se conoce un caso en el que se intentó timar al templo. Cuando los recipientes de miel destinada al dios fueron abiertos para inspección, se los encontraron llenos de grasa de ungüento solidificada, que debía de tener un aspecto similar al de la miel cristalizada. El funcionario que se dio cuenta de la superchería escribió quejándose al proveedor.
Además de su escasez, que hacía de ella un bien valioso que ofrendar a dioses y difuntos, la miel era, sobre todo, el único edulcorante del que disponían los egipcios para aderezar sus comidas, más allá de añadirles frutos como los dátiles. Además de consumirla sola o sobre otros alimentos, la utilizaban sobre todo para cocinar pasteles shat, con forma triangular y hechos con una pasta a base de dátiles y miel.
Con todo, el uso que la mirada actual puede encontrar más extraño de los que los egipcios daban a la miel es el de medicina. No es solo que la cera de abeja se utilizara como aglutinante o la miel como edulcorante de los ingredientes, sino que esta se aplicaba como antiséptico sobre las heridas. Resulta que el pH de la miel es tan bajo que impide el crecimiento bacteriano. Los egipcios no conocían este detalle, pero sí lo que sucedía al aplicarla.
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La salud culinaria
Los egipcios, con el colesterol por las nubes.
Uno pensaría que, dada su escasa ingestión de alimentos ricos en grasas saturadas (como esos asados de carne de buey y ternera que sí encontramos en la mesa del faraón, los cortesanos y los nobles), el resto de la población del valle del Nilo (abajo, momia de un egipcio de clase media) tendría al menos el consuelo de una escasa arteriosclerosis y pocas enfermedades coronarias. Desgraciadamente, parece que no era así, pues un reciente estudio ha demostrado justo lo contrario.
Si, como era de esperar, un TAC a momias de la gente de la élite encontró arterias taponadas por la grasa, el estudio de un grupo de momias de gentes del pueblo llano se ha topado con el mismo problema, con gran sorpresa de los investigadores. Sin embargo, parece que, en este caso, la pérdida de elasticidad de las paredes arteriales podría deberse a otras causas, en nada relacionadas con la alimentación, aunque sí con el modo de vida, como podrían ser la inhalación de humo, enfermedades en el riñón o incluso la osteoporosis. O sea, que los pobres egipcios de clase baja sufrían una enfermedad de glotones sin haber disfrutado de las comilonas que se las producían a los pudientes. Para que luego digan que la maat (el orden) reinaba en el valle del Nilo.
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Los banquetes egipcios
Solo tenemos representaciones de los convites funerarios.
Las escenas de egipcios comiendo no son nada habituales, apenas la imagen de una princesa, hija de Akhenatón y Nefertiti, comiendo un ave que parece asada (arriba, boceto, Tell el-Amarna), poco más. Del procesado de la comida, como la fabricación de cerveza, la cocción del pan, la molienda del grano o el pisado de la uva para hacer vino, la imaginería es abundante. Tanto como lo son las escenas de banquetes funerarios presentes en las tumbas del Reino Nuevo.
Son imágenes de fiesta, de jolgorio, a pesar de tener lugar al fallecer un ser querido; pero es que su objetivo era generar tensión sexual, alegría para que el difunto renaciera en el más allá. Quizá por eso las mujeres y los hombres aparecen segregados a un lado y a otro, nunca juntos; y quizá por eso la música, las sirvientas núbiles y la abundancia de bebida eran algo obligatorio.
Como leemos en los comentarios que las acompañan: “¡Tráeme dieciocho copas de vino! / Mira, quiero emborracharme. / El interior de mi cuerpo / Está [seco] como la paja!”. Y si uno no estaba muy animado, no faltaban ancianas que le dieran un empujón: “¡A tu salud, bebe hasta emborracharte! / ¡Pasa un buen día de fiesta! / Escucha lo que te dice tu amiga: / ‘¡No hagas como si quisieras detenerte!’”.
Texto de José Miguel Parra publicado en "Historia y Vida", España, junio 2016, n.579 pp. 31-51. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.
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