2.22.2018
CHILE - EL MISTERIO DEL CRISTO DE MAYO Y EL TERREMOTO
Imaginen por un instante el siglo XVII en América. Una serie de pequeñas ciudades, en medio de un inmenso océano de territorio deshabitado, separadas por miles de kilómetros unas de otras; a días, semanas e incluso meses a caballo por parajes desérticos o selvas impenetrables. Islas en un continente nuevo. Los conquistadores prácticamente habían llegado a colonizar otro planeta, habitado por seres humanos extraños, diferentes; animales nuevos, prodigios y secretos incontables escondidos entre los rincones de una tierra absolutamente misteriosa.
Entre ellas, Santiago de la Nueva Extremadura era quizá la capital más alejada de todas. La frontera con los mapuche se había convertido en una especie de Vietnam para la corona española, los tenientes y soldados indisciplinados eran castigados con una destinación a esta capitanía pobre y perdida en el fin del mundo. Acá, en Santiago, una burguesía todopoderosa, que se sentía gobernando un desierto, alejada de lo que valía la pena, intentaba pasar la vida en sus fundos y solares, tratando de copiar los usos, la arquitectura y los eventos sociales como el reflejo del reflejo del reflejo de lo que ocurría en Madrid, Lisboa, Ciudad de México, incluso Lima.
Todos nombres que les evocaban la verdadera civilización, mientras languidecían en medio de la nada, tratando de no morir de miedo con las incursiones de violentos indígenas que cada cierto tiempo amenazaban la calma del reyno, dependiendo en buena medida de las largas caravanas que venían desde el puerto de Valparaíso, distante a un par de días a caballo, en una frágil cadena de abastecimiento que mantenía el precario sentido de confort en este margen del imperio, con un pie al borde del abismo de la barbarie y la muerte. Remedo de ciudad. Cuatro mil personas habitaban Santiago de la Nueva Extremadura en esos años. ¿Se imaginan cuatro mil personas en un partido de fútbol en el Estadio Nacional? Eso fuimos, un poblado perdido en el desierto tras la cordillera, de cara al océano, a miles de kilómetros hasta la siguiente ciudad importante en el mapa, solos.
El 13 de mayo de 1647, esos cuatro mil santiaguinos dormían tranquilamente cuando, sin previo aviso, a las 10.30 de la noche, una hecatombe telúrica levantó el valle como una alfombra y la dejó caer en medio del horror de hombres, mujeres y niños que, en la más completa oscuridad, buscaban instintivamente salir desde sus habitaciones, donde caían cuadros, muebles, vigas y muros completos. Los gritos y el rugido de la tierra se confundieron en un mismo bramido del horror durante al menos tres interminables minutos. Con la duración de una canción estándar, la tierra sacudió las casas, templos, claustros, pilastras y techos, vigas y tejas desde el lomo de la capital del reyno de Chile. Durante tres minutos eternos los puños de dios golpearon el suelo haciendo caer una ciudad precaria levantada en adobe y vigas de madera, en medio de estruendos que las crónicas de la época dicen que se sintieron incluso en regiones apartadas del territorio.
Personas gritando entre muros que se derrumbaban, rocas que rodaban desde el cerro Santa Lucía, casas cayendo aplastando a familias completas. Una nube de polvo y el humo de los primeros incendios, producto del aceite derramado y las velas, envolvían el infierno donde todo se venía al suelo. La imponente catedral de Santiago se plegaba sobre sí misma, los pilares caían con estruendo, las campanas sonaban al chocar contra el pavimento, la niebla del polvo recortaba siluetas intentando salir desde habitaciones que parecían engullirlos y volver al polvo. El fin de todo. De pronto, el silencio. Luego, alaridos, llantos y gemidos. Gritos de auxilio entre ruinas imposibles de mover, cuerpos aplastados, trozos de carne cubriendo las calles, personas a medio vestir moviéndose como fantasmas entre la neblina, paisaje submarino, irreal, apenas visible por la tenue luz de la luna y los hedores a podredumbre que surgían de acequias rotas, pozos sépticos vertidos, gases sulfurosos y exhalaciones pestilentes que surgían de grietas en el terreno.
No se distinguía calle de casa, todo era una gran demolición en la oscuridad, el cadáver de una ciudad ensangrentada y sus hijos moviéndose entre los escombros llamando a los suyos a gritos; hombres y mujeres hincados entre los adobes de sus casas sin saber bajo qué muro se encontraba su padre, su hermano. Instintivamente comenzaron a moverse en dirección a la plaza de la ciudad, donde una pequeña multitud se confesaba a gritos frente a las ruinas de la casa de dios, a la deriva en la penumbra del fin del mundo, incomunicados y abandonados por el Señor. Eran las once de la noche y los derrumbes, los gemidos de los malheridos y las órdenes a ciegas de las pocas autoridades, que se buscaban entre el polvo, la tos y el pánico generalizados, daban cuenta de la confusión, el caos, la muerte, la ausencia de dios, la oscuridad vivida tras el horroroso terremoto de mayo. Santiago de la Nueva Extremadura, visto desde las alturas, se había convertido en una ruina, cementerio humeante, llaga arquitectónica retorcida y podrida en el costado de América, poblada de fantasmas mugrientos aullándole a Cristo en medio de la noche.
Mil personas murieron en esos tres minutos, un cuarto de la población, principalmente servidumbre y niños. Hoy se sabe que se trató de varios sismos consecutivos, alcanzando el fenómeno una magnitud 8,5 en la escala de Richter, equivalente a una bomba termonuclear 2.400 veces más potente que la bomba de Hiroshima, el infierno sobre la Tierra. El obispo de la capital, Gaspar de Villarroel, se dirigió ensangrentado y descalzo hacia la plaza a ofrecer consuelo a su grey, permaneciendo allí toda la noche. El recuento para la Iglesia era desastroso, la mayoría de los templos y conventos estaban en el suelo, las veneradas figuras religiosas, utensilios y mobiliario estaban destruidos. Todo parecía indicar un tremendo castigo divino.
La muchedumbre desesperada veía signos en todos lados intentando explicarse la debacle. Claramente, la destrucción de la mano derecha de la figura de Santiago, santo patrono de la ciudad, indicaba que había estado incapacitado de ayudar a detener el castigo; en la iglesia de las Mercedes, destruida casi por completo, la estatua de San Pedro Nolasco se había girado hacia la imagen de la Virgen, como rogándole por sus hijos; la gente contaba que una india había parido tres hijos tres días antes y que el último había predicho la tragedia; que otra india vio una bola de fuego cruzando el edificio del Cabildo; que unos arrieros habían escuchado en la cordillera voces de demonios, cajas y trompetas como quien prepara una invasión días antes; que todas las imágenes religiosas importantes se habían destruido como un mensaje de condenación, aplastadas bajo toneladas de adobe y mármol. Pero, sin duda, el prodigio más grande de todos lo encontraron a las pocas horas los monjes agustinos entre los restos de su enorme templo, que ahora no era más que un montón de escombros, con todos sus muros y paredes en el suelo, excepto uno.
Porque entre las columnas, altares, bancas y fierros retorcidos de la iglesia, una sola pared había quedado en pie, la que resguardaba la imagen del Cristo de la Agonía, una imagen esculpida toscamente en madera policromada por el agustino Pedro de Figueroa en 1631, al estilo dramático del barroco limeño, pero con la austeridad de esta capitanía pobre. Todos quedaron atónitos al descubrir que, además, dos velones al pie de la imagen se habían mantenido encendidos, a pesar de la violencia de los hechos. Los hermanos comenzaron a congregarse alrededor de la figura en medio de la penumbra hasta que uno de ellos, levantando su lámpara hacia ella, se percató de algo incluso más extraño: esa imagen, que aún podemos ver en la iglesia de los Agustinos en el centro del actual Santiago de Chile, de rostro cruzado por las heridas de la pasión, que parece mirar hacia el cielo con un gesto distinto, adusto, inquisidor, casi enojado, como recriminando su situación, lejos de la mirada lánguida llena de ruego del Jesús clásico que le pregunta a su padre por qué lo ha abandonado, esa imagen del cuerpo del Salvador en su agonía tenía la corona de espinas puesta en el cuello. Entre los escombros, levantaron una escalera y un hermano subió hasta la imagen. Con profundo respeto tomó la corona entre sus manos para corregir el error cuando una nueva réplica del terremoto removió el valle, cayeron algunos muros que habían conseguido mantenerse en pie y una nueva nube de polvo se levantó de entre los restos del animal moribundo que era Santiago. Todos se miraron horrorizados, ¿era una señal? En los momentos de desesperación todo nos habla, el color del cielo, el ruido de los pájaros; nos ponemos alertas a cualquier señal que nos dé alguna mínima pista sobre el sentido del horror que nos rodea.
¿El Cristo no quería que le devolvieran la corona a la cabeza? ¿Quería mantenerlo como signo de una forma diferente de dolor frente a lo ocurrido? ¿Un recordatorio para esta ciudad pecadora y llena de vicios? Algunas historias cuentan que cada vez que se intentó mover la corona volvió a temblar. El mito construido en torno a esta imagen dolorosa, que quedó levantada por encima de la ruina de Santiago, mirando hacia el cielo con dolor, terminó afirmando que cada vez que se ha intentado corregir el error, la tierra brama y el temblor amenaza. No debe haber sido extraño que un temblor haya coincidido con el gesto, durante la madrugada del 14 de mayo, pues los santiaguinos tuvieron que soportar decenas de réplicas que los sumieron en el pánico y provocaron no pocos accidentes.
Santiago era un naufragio en medio del océano. Mayo es un mes frío, la gente había salido huyendo con sus ropas de cama y cualquier abrigo que pudiera ayudarles a sobrellevar la noche más larga que la ciudad haya vivido se encontraba bajo toneladas de roca, adobe y madera. Los balcones, las ventanas y puertas se acopiaban para encender fogatas en las calles, donde había menos riesgo de derrumbes, para intentar sortear el hielo de la noche. La capital parecía un yermo bombardeado manchado de fogatas rodeadas de sobrevivientes ateridos y asustados por fuerzas tremendas, inmanejables e imprevisibles. Lejos del hombre actual, en esos años éramos niños sordos y ciegos caminando a tientas en la oscuridad de la naturaleza.
El hambre y la sed aumentaban la angustia y la ansiedad, pues todos los víveres habían quedado enterrados y las acequias se habían tapado con los escombros. Por todos lados se veían cuerpos sin vida, heridos y mutilados, junto a personas escarbando en busca aún de sus seres queridos, con la esperanza de llegar a tiempo, de que no se les hubiese apartado el alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados, sin orden de sus miembros, palpitando las entrañas y cabezas divididas.1
Hacia las cuatro de la mañana, lo inesperado. Como si el cielo quisiera terminar el trabajo del terremoto y limpiar el valle, una violenta lluvia acompañada de vientos gélidos cayó sobre los congelados santiaguinos y sus fogatas, revolviendo sus pocas pertenencias, los restos reconocibles de sus viviendas y los cadáveres enterrados de sus cercanos en una masa de lodo y aguas sucias infectas que todo lo cubrían. Comenzaron los rumores, al parecer dios no se detendría hasta no haber acabado por distintos medios con cada uno de los hijos de esta ciudad. ¿Qué cosa tan terrible habían hecho? ¿Cuál sería la siguiente calamidad? De boca en boca comenzó a crecer el pánico: seríamos devorados por la tierra en una hecatombe final antes de salir el sol. Una muchedumbre aterrorizada irrumpió en la plaza de Armas pidiéndole a gritos al obispo Gaspar de Villarroel la absolución de sus pecados antes del fin definitivo.
El anciano sacerdote, herido en la cabeza, se subió sobre una mesa instalada para ofrecer los servicios y desde allí gritó para acallar a la multitud. Se hizo un silencio del tamaño de todo el valle. El obispo giró la vista en redondo para ver esa masa de remedos heridos, semidesnudos, que se mesaban el cabello, se abofeteaban, lloraban quedos y caían de rodillas completamente destrozados por dentro. Algunos se habían rapado el cabello y vestían sacos en señal de humildad y penitencia. Santiago destruido y la multitud sobreviviente expectante rodeando la plaza de Armas, con el pánico a punto de estallar, reunida en torno a algunas antorchas mortecinas, un cura sobre una mesa y el silencio antes de la palabra. El pánico como una bomba en cuenta atrás.
El momento clave que definiría civilización o barbarie. Gaspar de Villarroel entendió que la Iglesia era la única válvula y habló todo lo fuerte que su cuerpo cansado pudo. Y no fue poco, les habló de esperanza, de la ayuda que ya vendría, del nuevo día que traería mejores expectativas, del dolor de los hijos muertos, de un Señor misericordioso que castiga pero que también ayuda cuando su pueblo lo solicita. El sacerdote trazó la raya entre la debacle y la calma, indicó que si seguían vivos era porque el Señor los había elegido, que había un deber, que debían guardar la calma y comportarse. Esa noche, hablando en medio de la oscuridad, Gaspar de Villarroel fue verdaderamente el mediador entre el Cielo y la Tierra, el pastor que mantuvo el rebaño calmo en un valle lleno de lobos monstruosos. La tiniebla precisa luz, esperanza y signos del Cielo, palabras que ayuden a entender el misterio de tanta muerte. Entonces, se decidió traer al Cristo de la Agonía al corazón de Santiago de la Nueva Extremadura.
Los agustinos desmontaron la cruz y organizaron una procesión desde la actual esquina de calles Agustinas con Estado, donde además, frente a la iglesia, estaba la casa de Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala. Los religiosos caminaron descalzos apenas iluminados entre las ruinas cargando la imagen, un grupo adelante se azotaba la espalda con látigos de penitencia y rezaba en voz alta, rodeado de antorchas que hacían brillar la sangre que salía desde sus pies y sus espaldas. Avanzó el grupo como un coro fantasmal entre la noche, el barro y los cuerpos mutilados hasta la presencia del obispo en la plaza. Se levantó al Cristo junto al único Santísimo Sacramento que se había salvado en toda la ciudad —el de la iglesia de La Merced— y una imagen de Nuestra Señora del Socorro. En torno a esos despojos del culto católico, una ramada mal hecha, dos imágenes polvorientas y dañadas, cirios y algunas antorchas, se arremolinó la muchedumbre como náufragos sobre una balsa en medio del océano de la oscuridad, a esperar la mañana, temblando de frío.
Cuando llegaron las primeras luces del día, las autoridades comenzaron a actuar en consideración. Se descubrió que el pavor había sido tan grande que los presos no habían huido de la prisión, a pesar de los daños en paredes y rejas. Los regidores se repartieron por la ciudad con pequeños grupos de voluntarios a derribar las ruinas, limpiar las acequias de la inmundicia y el barro acumulado; hicieron catastro del trigo, maíz y vino que había podido ser rescatado y se instruyó una lista de precios. Junto con la primera calma surgió además el primer miedo eterno de la burguesía: el temor a su propia servidumbre. Comenzaron los rumores acerca de un posible levantamiento del pueblo llano en venganza por el trato y el sobretrabajo.
Muchos nobles sobrevivientes acudieron a la autoridad a exigir protección. Se ordenó desenterrar armas y entregárselas a un improvisado ejército de vecinos que vigilaría la ciudad y los pocos bienes rescatados. Como los temores continuaron, a pesar de no haberse producido robos ni acciones de sangre, se recurrió por supuesto al ahorcamiento ejemplar de un negro esclavo que había mostrado conducta errática y, en el paroxismo de la situación, había declarado incluso ser hijo del Rey de Guinea. Una demostración de fuerza salvaje a petición de la burguesía nerviosa, como tantas otras veces en la historia de nuestro país.
Un trabajo que debía comenzar antes que cualquier otro era el levantamiento de cuerpos y su entierro. Pasaban las carretas llevando de a seis cuerpos en dirección al camposanto indicado. El obispo debió ordenar sacerdotes a los funcionarios religiosos sobrevivientes por la escasez de curas para las decenas de sepelios que debieron hacerse simultáneamente. Temían que comenzara el hedor, con ello la peste y más muertes. Los curas y los enterradores debían redoblar sus esfuerzos para frenar a quienes irrumpían en los depósitos para buscar desenfrenadamente y a gritos a sus parientes entre los cuerpos destrozados y los restos sin posibilidad de ser reconocidos que se apilaban.
Los meses que siguieron solo aumentaron las desdichas de quienes aún no se decidían a abandonar la ciudad. Hileras de penitentes harapientos abandonaban las ruinas de Santiago como hormigas sucias cargando sus pocos bienes. Al mes siguiente se produjo una sorpresiva nevazón que duró tres días eternos sobre una población que había casi agotado sus reservas de leña y no soportaba la capa gélida que cubría el pantano de inmundicia en que se había convertido la ciudad. Durante muchos días no hubo agua para beber a pesar de la gran cantidad de precipitaciones que a su vez desbordaron el río Mapocho, inundando los escombros y los refugios precarios de sus habitantes, lo que desató un infierno sanitario que se llevó a no pocas víctimas. El hambre apretó los estómagos.
El trigo casi se había perdido, la destrucción de hornos y molinos hizo que Santiago tuviera una carencia crítica de pan, que se sostuvo por incluso dos años después de la catástrofe. La infraestructura estaba completamente destrozada. Después de unos meses la situación era evidente: Santiago de la Nueva Extremadura había involucionado de tal manera, que bien podía decirse que había retrocedido a una condición rural; animales circulaban entre las ruinas, las enramadas y los ranchos precarios se ubicaban sin concierto y se podían sentir a la distancia cabras o vacas de las pocas que se mantenían con vida. Con las semanas llegó una violenta plaga de tifus; la población ya no solo moría de hambre o frío, sino también diezmada por epidemias para las que no había más freno que el ciclo natural de sus virus. La capital era un territorio postapocalíptico recorrido por figuras en harapos, hambrientas, perdidas.
Al año siguiente se envió ayuda desde el Perú, pero los barcos naufragaron a medio camino. El invierno volvió a anunciarse duro y los ciudadanos entraron a mayo de 1648 con más de trescientos temblores registrados desde el terremoto y el temor abierto de que, para la fecha de aniversario, dios enviara otra hecatombe para completar el exterminio. De modo que el obispo ordenó una gran procesión de sangre para el 13 de mayo, que llevaría en andas al Cristo de la Agonía por Santiago rogando por su protección. El día indicado se inició la procesión a las 10.30 en punto, recordando el momento fatídico, iluminada por antorchas y cirios rojos que sacerdotes flagelantes e integrantes de la cofradía del Cristo llevaban en su lento navegar por las calles de una ciudad aún en el suelo. Se estableció solemnemente que cada año los santiaguinos homenajearían sin falta la figura extraña de este Cristo de madera amenazante, con su corona de espinas en el cuello, para pedir su protección.
El año 1649, los observadores estimaron en dos mil personas las muertas por la epidemia, el doble de los fallecidos durante el terremoto. Hubo escasez tremenda de servidumbre y mano de obra agrícola. En 1650 se confirmaba la muerte o desaparición de casi cuatro mil personas, entre enfermos de tifus, gripe, muertos por accidentes, congelamiento, hambre, en todo el valle. Santiago de Chile rodaba cuesta abajo, desintegrándose en el camino, reducida a una mancha de piedra y escombro fétido en medio del valle. Tierra de nadie.
La capitanía general del fin del mundo estaba arruinada, en el suelo, y una idea comenzó a crecer en los influyentes. La capital del país estuvo a punto de ser trasladada a Concepción o de plano refundada más al norte, quizá Quillota. Solo en el último momento el virreinato dio la orden de insistir en levantar una población que, más de una década después, continuaba casi en ruinas, de rodillas, a punto de desaparecer.
Hoy sabemos que el origen de esta catástrofe no estuvo en el ceño fruncido de dios o en los pecados de la población, sino en una falla geológica ubicada a un poco más de ocho kilómetros al Este de la plaza de Armas de Santiago; una grieta que recorre los faldeos precordilleranos, llamada falla de San Ramón, y sobre la cual la poca memoria de los chilenos ha levantado nada menos que un centro de investigación nuclear y una de las plantas de proceso y acopio de gas más grandes del país.
Hasta el día de hoy, cada 13 de mayo, los creyentes de la ciudad se vuelcan a las calles a representar la procesión del que se dio en llamar Cristo de Mayo: la extraña imagen, de ceño adusto y mirada inquisidora que cuelga de un madero en la iglesia de Los Agustinos, en pleno centro de la capital, sale a recorrer la ciudad que se fue levantando en torno a sus ojos con el venir de los siglos. La corona de espinas aún sigue rodeando su cuello, sus ojos siguen cuestionando al cielo. Es el pedazo de madera y objeto de poder más sagrado del valle. Y cuenta con una de las anécdotas más interesantes de nuestro registro de misterios nacionales, una coincidencia tan oscura como notable. Solo dos veces no se ha realizado, por diferentes razones, la procesión del Cristo de Mayo en nuestra capital. Solo dos veces no hemos cumplido con la promesa hecha en la noche oscura de 1647: en 1960 y en 2009, justo antes de los dos terremotos más grandes que ha sufrido nuestro territorio, el de Valdivia y el de Concepción, el reciente sismo del año 2010.
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[1] Gaspar de Villarroel, Relación del terremoto que asoló la ciudad de Santiago de Chile , Imprenta de la Sociedad, 1863. (Consultado en www.memoriachilena.cl)
Texto de Jorge Baradit en "Historia Secreta de Chile", Penguin Random House Grupo Editorial, Santiago, Chile, 2015, chapter 2. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

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