4.21.2020
¿QUIÉNES FUERON LOS HITITAS?
A reconstrucción de la historia de los hititas, en la medida en que esta tarea puede considerarse realizada, se debe a un esfuerzo científico de apenas un siglo de duración. Si a un erudito de comienzos del siglo XIX se le preguntase qué idea tenía él de los hittim, como los llama el Antiguo Testamento, tal vez nos dijese, tras un rato de cavilar, que eran uno de tantos pueblos en Palestina antes de que los israelitas se adueñaran de la tierra de promisión. Pero ni las citas del Génesis ni las de Los Reyes dejaban traslucir la importancia que un día habían tenido, y mucho menos barruntar que habían forjado un Imperio que abarcaba la mayor parte de Asia Menor y de Siria, Imperio cuya capital radicaba allá en las altas montañas de Capadocia, y que además de eso su lengua oficial era un idioma indoeuropeo, como el griego o el latín.
El descubrimiento de este último aspecto tuvo una consecuencia negativa: la de envolver la historia hitita en la nube de tópicos y prejuicios que rodeaban entonces, y aún rodean ahora, a esa palabra sacrosanta para muchos: los indoeuropeos, esto es, los arios, los «elegidos».
En primer lugar, y sin disponer de ningún otro dato, los historiadores se precipitaron a reconstruir la invasión desde Europa —los unos llevándola por los Dardanelos, los otros por el Cáucaso— del altiplano anatólico por obra de aquel pueblo joven, henchido de brío y sediento de gloria. En seguida, estos mismos románticos historiadores tomaron pie en la legislación hitita y en instituciones como la del panku, la asamblea de nobles cuyo consejo y autoridad recaba el rey a la hora de dictar sus disposiciones, para atribuir a los hititas un derecho humanitario en flagrante oposición a la ley del talión que daba la tónica al de los babilonios, por si no fuese bastante un código penal limpio de los denigrantes castigos corporales previstos en otras legislaciones como la de los asirios: en fin, un sistema de gobierno como el de los macedonios o el de los comicios romanos, con el pueblo y el ejército como sedes del poder soberano.
La base documental
Lo cierto es que la documentación escrita propiamente hitita (prescindiendo, por ejemplo, del archivo egipcio de El Amarna) de que disponemos hasta el momento presente se concentra en dos periodos separados por un vacío casi total de cuatro siglos de duración. Al primero de ellos se refieren los documentos en lengua asiria de los comerciantes de esta nacionalidad establecidos en Capadocia. Los más antiguos han aparecido tan sólo en el karum de Kanish-Kültepe; los más recientes, en esta misma localidad, pero también en Alisar y en la ciudad baja de Bogazkoy. Todos ellos pertenecen a los siglos XIX y XVIII a. de C. en términos de «cronología corta».
El segundo período está informado por los archivos hititas de Bogazkoy, pero que sólo en los edificios A y K han sido excavados con rigor científico. Todos ellos corresponden al período de Büyükkale III, en que el palacio real estaba experimentando una gran reforma. El que los documentos alcancen desde Shubiluliuma I (en realidad, muy pocos de éste) hasta los últimos reyes pudiera hacer creer en que el archivo se fue formando durante los siglos XIV y XIII a. de C.; pero ello está por ver. Antes parece cierta la opinión formulada por Laroche, y refrendada por Bittel, de que esos archivos sean resultado de la reorganización del Estado y del culto llevada a cabo por Tudaliya IV. Por lo pronto, no cabe duda de que los edificios A y K fueron levantados por el padre de este monarca, Hatussili III. Así pues, los intereses que el archivo refleja pertenecen fundamentalmente al siglo XIII y quizá sólo a su segunda mitad.
La formación del primer Estado
Cuando los estudios y descubrimientos de F. Hrozny demostraron que los hititas hablaban una lengua indoeuropea, el historiador Eduard Meyer, paladín de la concepción romántica de los indoeuropeos, no podía ocultar su extrañeza ante el tipo somático de los hititas representados en los bajorrelieves egipcios. Es notorio que los artistas del país del Nilo empleaban un canon tan bello como convencional para representar al hombre: pero ese canon lo reservaban para el egipcio o la egipcia, y a la hora de representar extranjeros lo hacían con un rigor y una exactitud etnográfica dignas de los cuadernos de trabajo de Caro Baroja. Pues bien, en los referidos relieves, los hititas, con aquellas caras afiladas y narigudas, ofrecían el aspecto menos ario que cupiese imaginar. «Singularität», exclamaba Meyer.
Aun en el caso de que los antepasados de los hititas hubiesen irrumpido desde fuera de Asia Menor, lo cierto es que no hay constancia del hecho en los documentos hititas, lo que significa que no guardaban memoria del mismo. Es más, tampoco la hay, pese a lo mucho que se ha excavado, en los registros arqueológicos. Hombres de tanta experiencia como K. Bittel no creen en que esta situación se modifique y que se llegue a demostrar arqueológicamente la existencia de un cambio de población. Tal y como hoy lo vemos, el proceso se perfila de este modo: el monarca de una sola ciudad, con el modesto patrimonio de que dispone, logra imponer a otras su autoridad. Le basta con el respaldo de un grupo de seguidores. En un país tan accidentado como Asia Menor —de topografía diametralmente opuesta a Mesopotamia o Egipto— no es difícil encontrar un refugio inexpugnable que sirva de base de operaciones. Desde ese nido de águilas, combinando sus fuerzas con el ejercicio de la diplomacia, se podían obtener entonces sorprendentes resultados. Más difícil era en Siria o en Mesopotamia, y hay que ver lo que por entonces consiguió Hammurabi desde la insignificante Babilonia heredada de sus mayores. Los archivos de la ciudad de Mari han dado una correspondencia interesantísima entre reyezuelos de la época. En sus cartas se ve y se palpa cómo se alían, rompen las alianzas, se pelean, mienten, engañan, espían, sobornan, entablan vínculos familiares, y así se pasan la vida intrigando y guerreando hasta que uno de ellos se encumbra sobre los demás y los mete en cintura. Son jerifaltes que no suelen disponer de más fuerzas que las de su ciudad o su clan, pero que obran maravillas tanto en el campo de batalla como en el terreno diplomático. De ellos aprendieron los señores de Nesa y de Kusara, que adoptaron la escritura cuneiforme al tiempo que echaban los cimientos de su primer reino hitita.
Los textos de Bogazkoy acreditan que, además del hitita, se hablaban en la Anatolia del segundo milenio a. de C. otras lenguas indoeuropeas —el lúvico, el palaico—, amén de otras varias que no lo eran. ¿Por qué, entonces, adquirió aquélla el rango supremoj Seguramente porque era la lengua de Anitta, el fundador del antiguo reino y del clan de sus seguidores, tal vez un núcleo relativamente pequeño como lo fue el de los latino-parlantes en el mapa lingüístico de la Italia prerromana. Es de suponer que con el tiempo aquella lengua se difundiese entre otros grupos, pero no podemos precisar hasta dónde llegó su extensión, pues toda la documentación existente pertenece a la cancillería y a la correspondencia diplomática de los hombres de gobierno. El hecho de que la propia capital del Imperio alternarse con otras lenguas y lo comunes que eran los textos bilingües, hacen sospechar que el uso de varios idiomas fuese aquí tan normal como en otras cortes orientales. Una elemental cautela aconseja, en vista de ello, no dar por supuesto que la hegemonía de los hititas acarreó la «indoeuropeización» de Asia Menor.
Planteada así la cuestión, hagámonos eco de un documento curiosísimo, tanto y tan distinto de los del mismo género en la literatura mesopotámica que estuvo considerado como invención fraudulenta de época posterior (por más que sea de esta época la copia llegada a nosotros) hasta que las excavaciones de Kültepe proporcionaron testimonios tales como una punta de lanza con la inscripción «Palacio del príncipe Anitta» en escritura paleoasiria, que convencieron a los incrédulos de que Anitta había existido.
Anitta y su padre, Pitana o Pitaka, rey de Kusara. Este último se había apropiado, por el sistema antes descrito, una ciudad más importante que la suya, llamada Nesa (tal vez la Kanish de los documentos asirios, actual Kültepe). El entonces rey de esta ciudad fue depuesto, pero la población recibió un trato amistoso. Seguramente se trataba de un clan muy afín al del conquistador, que, desde ahora, tendrá a gala llamarse rey de Nesa y de Kusara. No deja de ser curioso que el principal enemigo de este incipiente Estado se llame Hatti (la posterior Hattusa, capital del imperio hitita), cabeza de una confederación contraria a Anitta. Aprovechando un momento de debilidad de la ciudad rival, éste se apoderó de ella por sorpresa, y no conforme con arrasarla, profirió una maldición tremenda contra aquel de sus descendientes que consintiese en que la ciudad destruida volviese a resurgir. Los excavadores de Bogazkoy en el siglo XX encontrarán, en efecto, una gruesa capa de carbones entre la Hattusa primitiva y la que después, pese a la maldición de Anitta, seria edificada sobre sus cenizas. Una estatua del dios Siusumi («Dios nuestro») que un rey de Zalpuva había confiscado en Nesa fue devuelta con todos los honores a su sede originaria.
Una guerra más permite al monarca hitita anexionar a su reino el de Puruskanda, cuyo rey le entrega el trono y el cetro de hierro (metal precioso en aquel entonces) y recibe a cambio el derecho de residencia en la capital y de asiento en la cámara del consejo real al lado de Anitta. Tal es la marcha ascendente de este monarca según su propio relato. Los hechos debieron de ocurrir alrededor de 1780 a. de C., en tiempos en que Asiria, gobernada por Ishmedagán, se ve obligada a interrumpir su presencia en Capadocia definitivamente.
Hattusa y Hattusili
El documento bilingüe (hitita y acadio) hallado en Bogazkoy en 1957 aclara muchos aspectos del cómo, el cuándo y el porqué aquel modesto y vetusto reino paleohitita se convirtió en un Imperio de gran extensión territorial y en una primera potencia en el mundo de entonces. Hattusili se apresura a proclamar que la sede de su gobierno se halla en Hattusa, o sea, en la actual Bogazkoy, por si su nombre completo, Labarna Hattusili («el César de Hatussa»), no lo indicase con claridad suficiente. Para que la vieja ciudad destruida y maldecida por Anitta se viese no sólo reconstruida y rehabilitada, sino convertida en capital, algún mérito hubo de contraer. En efecto, según se infiere del mismo documento, mientras Hattusili guerreaba en Arzawa, al suroeste de Anatolia, los hurritas penetraron en el país a espaldas suyas y se apoderaron de casi todo. Sólo la localidad de Hattusa permaneció al lado del rey. Ello fue suficiente para que éste la considerase como el más firme baluarte de su poder y trasladase a ella su residencia.
Pero las guerras en Asia Menor no proporcionaban botín de más valor que los rebaños de bueyes y de ovejas citados en las referencias a campañas como las de Arzawa: botín de cuatreros, ganancias de poca monta. Lo suculento se encontraba más allá de las montañas del Tauro, en las ciudades de Siria y de Mesopotamia. Veamos qué nos dice al respecto Hattusili:
Por aquel entonces se puso en movimiento. Como un león, vadeó el Gran Rey el río Purán y se apoderó de la ciudad de Hashu, como un león con su zarpa. Polvo le amontonó encima, y con sus riquezas llenó Hattusa. La plata y el oro no tenían principio ni fin. El Dios del Tiempo, señor de armaruk, el Dios del Tiempo, señor de Halap, Alatum, Adalur y Liluri, dos toros de plata, tres estatuas de plata y oro, todo esto se lo ofreció a la diosa solar de Arinna. La hija de la diosa Alatum, Hepat, tres estatuas de plata, dos estatuas de oro, yo la llevé al templo de Mezula.
Dos interesantes aspectos ofrece este relato: primero, el trasiego de objetos de culto que desde las regiones más civilizadas del Próximo Oriente emprenden el camino de Anatolia y que imprimirán en la religiosidad hitita dos de sus rasgos más acusados: la propensión a adoptar la iconografía y el ritual extranjero, especialmente de los hurritas, y la buena disposición a acoger en su panteón a cuantos dioses de otros pueblos quepan en él. La expresión los mil dioses de los hititas llegará a hacerse proverbial: dioses supeditados siempre, eso sí, al del Tiempo o de la Tempestad, de Hatti, y a la Diosa Solar de Arinna. El otro aspecto que la crónica de Hattusili pone de manifiesto es la movilidad y la potencia alcanzadas por el ejército hitita. No se trata de escaramuzas entre cábilas montañescas, sino de un ataque en toda regla contra algunos de los puntales más firmes del mundo civilizado. El que debiera ser el más sólido de todos ellos, la Babilonia de los sucesores de Hammurabi, caerá más tarde en manos de Mursili I (1550-1530 a. de C.), sin que a éste le moviera otro objetivo que el de haber hecho de su conquista una cuestión de prestigio (y de botín). La imagen divina más célebre de Mesopotamia, la estatua de Marduk del Esagila de Babel, pasó a engrosar las colecciones de dioses reunidas por los hititas.
El ejército
Los clanes de los kaska por el norte y las fuerzas de Arzawa por el oeste obligaron desde el primer momento a los hititas a mantener en pie un ejército más numeroso que la guardia de corps del rey y las tropas destinadas a salvaguardar el orden interior en el país. Los documentos hablan de campamentos fortificados en diversos puntos de éste, y de unidades puestas a disposición de monarcas de Estados vasallos para refuerzo de sus propias tropas.
El ejército constaba de unidades de infantería y de otras de carros ligeros (de dos ruedas de seis radios, en lugar de las macizas usuales hasta entonces y que se siguieron empleando para el transporte pesado), en proporción de diez carros por cada cien peones. La dotación de cada carro la formaban tres hombres, un auriga, un escudero y un combatiente (arquero y lancero a un tiempo). La efectividad de los carros dependía de la instrucción continua, tanto de los caballos como de los hombres a quienes estaban confiados. Aleccionados en este arte de la caballería por los especialistas mitannios, los hititas sabían que el rendimiento de aquel arma se multiplicaba en el ataque por sorpresa. Ello imponía el desplazamiento nocturno y silencioso, seguido del ataque repentino al amanecer. Más de una vez el rey hitita no tendrá empacho en declarar que renunció a un combate al percatarse de que el enemigo había detectado su presencia. Como puede comprenderse, la puesta a punto de un ejército de carros que ha de moverse de noche por cualquier terreno y en el mayor silencio posible, exigía el entrenamiento rigurosísimo que se refleja en el tratado de hipología de Kikkuli, un mitannio experto en la materia. Nada se deja a la improvisación, todo está meticulosamente reglamentado, desde los piensos hasta los atalajes.
Pero el grueso del ejército lo formaban, sin embargo, los infantes. En este aspecto no debemos dejarnos engañar por las representaciones egipcias de la batalla de Kadesh, por muy relevante que fuera aquí la participación de los carros. Como siempre, la infantería no sólo guerreaba, sino que ocupaba. Sus contingentes procedían de tres ámbitos distintos: el de los súbditos del rey hitita, el de cada uno de los reyes vasallos y el de los mercenarios a sueldo, en su mayor parte reclutados entre los beduinos (ya en el Reino Antiguo existen tratados con los hapiru). Si un reino vasallo no puede aportar el contingente de tropas a que está obligado —como en una ocasión le ocurre a Ugarit bajo la amenaza de Asiria—, el rey hitita le conmuta la obligación por una suma en metálico, en este caso de 50 libras de oro.
Antes de emprender la campaña, o el combate, los soldados reciben garantías de una repartición equitativa entre ellos de todo el botín que se obtenga del enemigo: ganado, esclavos, riquezas, etcétera. Esa y no otra será su soldada. Pero a veces la garantía dicha no se da, y el soldado sólo va pendiente de lo que pueda rebañar. Esta mala costumbre estuvo a punto de malograr el resultado inicial obtenido en la batalla de Kadesh (hacia 1285 a. de C.), donde Muwatali puso coto a las aspiraciones de Ramsés II al dominio absoluto de Siria. Mientras los hititas se ocupaban de saquear el campamento del faraón, en vez de perseguir a las fuerzas de éste, se vieron sorprendidos por un regimiento egipcio que logró evitar el descalabro de los suyos. Tanto fue así, que Ramsés II pudo conmemorar el resultado en varios de sus monumentos como si la victoria hubiese sido suya.
La realeza
Desde los tiempos más remotos, los jefes de Estado anatólicos, fuéranlo de una Ciudad o de varias, se arrogan el titulo de rey o de gran rey. Entre los hititas el primero se llamó Labarna, nombre que después sería adoptado por todos sus sucesores como los emperadores romanos el de César. En época imperial se antepone al mismo el de «Sol», coronado por el disco solar alado, de origen egipcio, pero empleado ya por los mitannios antes que por los hititas.
Desde sus comienzos, la realeza parece haber sido hereditaria. El rey elegía y nombraba a su sucesor entre los miembros de su familia, pero podía reemplazar al candidato por otro si el primero ponía de manifiesto su falta de aptitudes para asumir el titulo de rey. La asamblea de nobles (panku), a cuya jurisdicción estaba sometida la conducta del rey —e incluso el enjuiciamiento del mismo en caso de delito de sangre—, ratificaba la elección del soberano. Sin embargo, cuando se puso de manifiesto que en la práctica este sistema se prestaba a la conspiración y al asesinato, el rey Telepinu dictó una ley sucesoria que establecía un orden fijo entre los príncipes y princesas, comenzando por el hijo mayor del rey.
El monarca reconoce la existencia de los reyes de otros Estados, a los que se dirige o alude como «hermano», y sólo cuando el de Asiria comenzó a hacer un monopolio de la realeza, el de Hatti asumió también el título de Rey de la Totalidad (Tudaliya IV).
Como los reyes el nombre de Labarna, así las reinas adoptaron todas el de Tawananna, la esposa de aquél. Y lo mismo las prerrogativas, que eran muchas, desde las de rango y atribuciones, que se mantenían aun después de la muerte del consorte, hasta la muy sustanciosa de percibir tributos. Cuando la reina y el rey obraban en buena armonía, no se producían fricciones entre sus políticas: de lo contrario, podían derivarse conflictos e incluso actos violentos, como entre Mursili II y la viuda de Shubiluliuma, a quien el primero llegó a acusar formalmente de brujería y de la muerte de su esposo. La reina había de tolerar, sin embargo, que su esposo tuviese otras mujeres, e incluso que los hijos de éstas figurasen entre los herederos oficiales al trono.
Como monarca de un Estado feudal, el rey hitita otorga a los príncipes de su familia (muy numerosos gracias a la poligamia que practican) la soberanía de ciudades y de Estados vasallos. Esta tendencia al feudalismo, perceptible también entre los mitannios, otra rama de los indoeuropeos, llegó al extremo de desgajar del patrimonio real grandes extensiones de campos, prados, jardines y bosques para hacer donación de los mismos a determinadas personas de quienes habían de heredarlos sus hijos y descendientes. Estos vasallos se comprometían, por lo regular, a tener a disposición del rey sus fuerzas militares, a entregarle a los desertores y traidores y a rendirle un homenaje anual, acompañado en ciertos casos de un tributo.
Estructura social
Por debajo del rey y de la nobleza se encontraban dos poderosos grupos sociales, el del personal de los templos y el de los funcionarios civiles y militares del Estado. Estos últimos desempeñaban el mando de los ejércitos, la administración de la justicia y de las finanzas, las funciones diplomáticas, etcétera. Aunque educados para lo que eran, no se observaba entre ellos una especialización muy rigurosa, de modo que, por ejemplo, el gobernador militar de un distrito fronterizo podía simultanear los deberes de su cargo con la administración del patrimonio real de aquella zona y ser al mismo tiempo la máxima autoridad judicial y el responsable último del culto religioso.
Es probable que existiesen ciudades santas como Arinna, administradas por sacerdotes y exentas de muchas de las cargas y obligaciones que pesaban sobre sus hermanas seculares. Desde luego los templos disponían de terrenos y de fincas de su propiedad.
Las clases más estables de la población eran los artesanos y los comerciantes en las ciudades, y los labriegos en el campo. Por el contrario, entre los pastores menudeaban los grupos nómadas y seminómadas. Estos habitaban en tiendas y eludían con mucha frecuencia la autoridad del rey por el sencillo procedimiento de ausentarse de sus dominios cuando el hacerlo así podía reportarles ventaja.
Pero, por desgracia, no eran estos nómadas los únicos grupos móviles. Otros había que se veían más o menos forzados a cambiar de residencia. Uno de ellos, el de los deportados, llegó a tener mucha importancia en la corte, donde se veía cómo el rey y la reina les asignaban cometidos diversos o los ponían a disposición de organismos civiles y religiosos. Así la reina Puduhepa asignaba todos los años al servicio de una divinidad de su devoción (ella misma era hija de un sacerdote de Kizuwatna) cierto número de mujeres acompañadas de sus hijos, lo que significa que la muerte o la separación forzosa las había privado de sus maridos. Afín a este personal era el de los muchos rehenes de noble o poderosa cuna entregados por los jefes de Estados vecinos en prenda de lealtad hacia la corona hitita.
En sentido contrario al de esta afluencia de forasteros hacia la capital y sus aledaños se movían los colonos hititas, destinados a ocupar el vacío dejado por los deportados y exiliados. A aquéllos el gobernador del distrito les entregaba el ganado y la simiente necesarios para desenvolverse en su nuevo hogar.
El palacio —y acaso también el templo— tiene facultades para exigir de cualquier ciudadano libre medio día de trabajo personal no remunerado. Amén de este tipo de prestación, el ciudadano está sujeto a entregas periódicas de ovejas, trigo, paja y lana, así como a la requisa de un tronco de caballos.
La administración de las aldeas y de otras poblaciones que ignoraban el mando de un solo hombre se hallaba en manos de grupos que los documentos denominan unas veces los más ancianos y otras el consejo de notables. Con ellos negociaba el poder central como únicos responsables de las comunidades respectivas. Los problemas que la convivencia llevaba aparejados —robo de ganado: reses que huían del rebaño de uno al de otro dueño (y que éste tenía derecho, si lo deseaba, a hacer trabajar un día en beneficio propio); hurtos en los viñedos y en los huertos: fuego que por negligencia se transmitía de una era a otra; usurpación de terreno por el procedimiento de extender la sembradura más allá de las lindes propias; manipulación con los mojones de deslinde…; los eternos pleitos de la vida aldeana están ya bien presentes en la documentación de la época.
El problema de la escultura monumental hitita
Los hititas conocieron desde la época en que hacen sentir su presencia una magnifica artesanía, tanto en cerámica como en metal precioso y en bronce: tenemos que concederles también, aunque nos falten testigos, el mismo virtuosismo en el arte de la carpintería que distingue a sus actuales descendientes, los turcos, por encima de todos los demás pueblos. En estos campos están, pues, plenamente acreditados su competencia y su buen gusto. Otra cosa es en lo figurativo y lo monumental, que conforman el arte hitita de tiempos del Imperio. ¿Son sus manifestaciones tan antiguas como aquellas otras? El hallazgo del hocico de un león de piedra que, según T. Ozgüc, guardaba probablemente una puerta de la Kanish de principios del II milenio nos obliga a admitir la posibilidad de una respuesta afirmativa, pero la cuestión está por dilucidar.
Aunque el acervo monumental hitita sea relativamente parco, ofrece dos aspectos impresionantes: una arquitectura ciclópea que nos ha legado en la muralla de Bogazkoy, particularmente en su célebre poterna, una muestra de grandiosidad comparable a la de sus hermanas y coetáneas micénicas, y una escultura rupestre que ya dejaba estupefactos a los griegos, estupefactos e intrigados de no saber a quién atribuirla. Evidentemente, fue este uno de los fuertes de la plástica hitita, inspirada tal vez. Por monumentos acadios que pudieron existir en Anatolia si es verdad lo que sobre Sargón de Acad refiere el relato del Rey de la Batalla. El mismo arte fue aplicado a las rocas estables que a los bloques arrancados de ellas e incorporados a las puertas de ciudades y otros monumentos.
¿Cuándo y cómo comenzó todo esto?
Empecemos por decir que el arte hitita que poseemos, bien sea por tratarse de representaciones de dioses o de seres asociados con ellos (leones, esfinges, toros, águilas), bien de seres humanos que realizan actos de culto o asisten a los mismos, pertenece todo él a la esfera del culto religioso. Ninguna de sus obras la podemos datar con anterioridad al año 1400 a. de C., sin que ello signifique negar la posible existencia de otras más antiguas, lo que sería una necia temeridad dado lo raro que ha sido hasta ahora excavar en el mundo hitita por debajo de ese horizonte cronológico.
Sin embargo, en el estado actual de nuestros conocimientos, y por mucha ilusión que nos haga atribuir al gran Shubiluluima (1370-1333), el relieve de la Puerta del Rey de Hattusa y sus acompañantes, hemos de reconocer que aún en los sellos personales de este monarca no hay otro motivo figurativo que el disco solar alado superpuesto a su nombre. No menos cierto es el hecho de que figura de un rey hitita no aparece ni en los sellos ni en los relieves rupestres hasta tiempos de Muwatali (hacia 1300 a. de C.).
¿Será todo esto casualidad o es entonces cuando nace el arte hitita imperial que sólo llegará a tener un siglo de existencia? He aquí una primera cuestión por zanjar.
Los llamados inventarios de culto, que con tanto celo han recopilado G. von Brandenstein y Sedat Alp, encierran numerosas descripciones de las estatuas de los templos del Imperio, que permiten hacerse una idea de cómo eran éstas, v. gr.: Dios de la Tempestad. Estatua de bulto guarnecida de oro de un hombre sentado: tiene en la diestra una hattalla (maza), en la izquierda el símbolo de la Salud, de oro. Está sobre dos montañas que son estatuas de hombres, guarnecidas de plata, puestos de pie. Debajo, un pedestal de plata. Más que de una estatua se trata, por tanto, de un grupo de ellas, al modo como vemos a este mismo dios y a la diosa solar de Arinna en el relieve principal del santuario rupestre de Yazilikaya. La tradición iconográfica de estos grupos tan originales no se perdió a raíz de la disolución del Imperio hitita, pero hasta ahora no tenemos ninguna muestra de la época antigua, ni sabemos cuándo empezaron a fijarse los tipos, pues todos los relieves de Yazilikaya son del reinado de Tudaliya IV, del tercer cuarto del siglo XIII. Un campo, pues, en que falta mucho por aclarar.
Destrucción de Hattusa, disolución del Imperio
Hacia el año 1200 a. de C., los registros arqueológicos señalan el fin de Hattusa y de otras localidades, el cese de su gobierno y el retroceso general de todo el país hacia un estadio cultural primitivo. El hecho suele atribuirse a un movimiento de pueblos de vastas proporciones, que lo mismo se hace sentir en Grecia (destrucción de Micenas, de Pilos, de Tirinto) que en el Levante asiático (invasión de Chipre, toma de Ugarit). En el extremo sur de éste, el faraón Ramsés III logró detener a los agresores cuando se disponían ya a franquear las puertas de Egipto (ca. 1190 a. de C.). Nada se opuso a su avance desde Hatti —dice Ramsés en las inscripciones del templo de Medinet Habu—: Kode, Carkemish, Arzawa, Alashiya quedaron aniquiladas.
¿Hasta qué punto esta invasión, que evidentemente asoló la Siria dominada entonces por los hititas, afectó también a la altiplanicie anatólica? No es posible determinarlo, porque en los documentos hititas no se halla la menor referencia, no ya a éstos que Ramsés III engloba en la denominación de Pueblos del Mar, sino a ningún otro invasor de fuera, real o presunto, próximo o lejano.
Esto no quiere decir que en Hattusa no se tuviese conciencia del peligro. Al contrario: esa conciencia existe, pero la causa que la determina es otra, y muy de tomar en consideración, porque el Estado hitita poseía entonces unos servicios de observación y espionaje a los que no hubiera escapado la noticia, tan fácil de detectar, de unas hordas de bárbaros que se aproximasen a sus fronteras. Los temores que se reflejan en los archivos de Hattusa apuntan en otras direcciones: defecciones de los monarcas vasallos: ruptura de los tratados existentes por parte de Estados con los que se tenían relaciones amistosas; intrigas y traiciones dentro de la propia corte: una serie de fuerzas centrífugas contra las que se trató de luchar.
No era la primera vez que una cosa así ocurría. A fines del Reino Antiguo, el Estado hitita había estado a punto de naufragar, pero el rey Telepinu había conseguido salvar el trono y hacerse de nuevo con las riendas del poder. Esta vez no fue así: esta vez las fuerzas disolventes se alzaron con el triunfo hasta tal punto, que de los hititas de Anatolia no se conservará ni el recuerdo del nombre. Los griegos, que tan bien conocieron el país, creían que allí, en Capadocia, había existido en tiempos un temible Estado cuyo ejército estaba constituido por mujeres: las amazonas.
Texto de Antonio Blanco Freijeiro en "Cuardernos Historia 16 - Los Hititas- 61", 1985. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.
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