4.02.2016

LA GASTRONOMIA EN TIEMPOS DE CERVANTES


En el Madrid de 1645, casi treinta años después de la muerte de Cervantes, se sacrificaban en El Rastro, anualmente, medio millón de carneros, sesenta mil cabritos, doce mil vacas, trece mil cerdos y diez mil terneras. Se consumían noventa mil arrobas de aceite y ochenta mil de vino, mucha caza y aves. No son cifras que describan a una sociedad que pasara hambre, aunque se podrían mencionar tantas situaciones como economías particulares.

En condiciones de bonanza económica no faltaban alimentos. En las ciudades de Castilla y Andalucía las gentes humildes podían vivir muy sencillamente, pero con las necesidades básicas cubiertas, e incluso permitirse algún capricho de vez en cuando. Para los que gozaban de buenas rentas había diversidad de alimentos para elegir y hasta derrochar, una situación que fue común durante los años en los que vivió Cervantes y que se mantuvo sin grandes sobresaltos durante un siglo, entre 1520 y 1620. Las posibles carencias derivadas de una mala cosecha o de cualquier otra circunstancia excepcional estaban cubiertas por un sistema de seguridad alimentaria: los “pósitos” o “alhóndigas”, que se nutrían con excedente de grano que compraban en las poblaciones productoras, a través del dinero recaudado con los impuestos o alcabalas.

ODA A LA OLLA PODRIDA.

La gastronomía del Siglo de Oro era rica y variada, se exportaba al mundo y se ponía de moda, como correspondía a la gran potencia internacional que España representaba. Uno de los platos más populares de los tiempos de Cervantes era la “olla podrida”, algo parecido a un cocido actual, que incorporaba carnero, tocino, garbanzos, repollo, ajo, cebolla, y en el que, según las posibilidades de cada casa, se añadían gallina, longanizas, manitas de cerdo y verduras. Todo ello se dejaba cocer lentamente hasta que los ingredientes quedaban prácticamente deshechos.

El origen del nombre de las ollas podridas o poderosas es bastante incierto. El cocinero real Francisco Martínez Montiño, en su recetario del año 1617, dice: “Sepan vuestras mercedes que lo de podrido no es corrupción de la olla, sino del lenguaje, ya que debe decirse poderida, que quiere decir poderosa”. Sin embargo, Sebastián de Covarrubias, capellán de Felipe II y lexicógrafo, autor del diccionario Tesoro de la lengua castellana o española (1611), atribuye el nombre de “podrida”, literalmente, a lo deshecho de los ingredientes tras la larga cocción: “...contiene en sí varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pie de puerco, ajos, cebollas, etc. Púdose decir podrida en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshacerse, y por esta razón se puede decir podrida, como la fruta que madura demasiado”.

DE GUSTO Y PROVECHO.

El mismo Martínez Montiño recomendaba los siguientes ingredientes: gallina, vaca, carnero, tocino magro y demás volatería – palomas, perdices, zorzales–, cerdo, longaniza, salchichas, liebre y morcillas con verduras como berzas, nabos, etc. Tantos ingredientes que, como dice Sancho Panza en el Quijote, “aquel platonazo que está mas adelante vahando me parece que es olla podrida; por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho” (capítulo XLVII, 2ª parte).

Sea cual fuere el origen del adjetivo, las ollas de los pobres, cuando se hacían, no incorporaban tantos ingredientes. Este manjar gustaba a todas las clases sociales y, por supuesto, era también plato preferido en la Corte. Años más tarde de la muerte de Cervantes, María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y reina de Francia entre 1660 y 1683, consiguió que los cocineros franceses renunciaran resignados a sus refinados platos para hacerle llegar aquel tosco puchero español. La olla podrida se hizo famosa en Francia, traducida literalmente como pot-pourri.

Pero, por otro lado, unas simples sopas sin más sustancia que la de un escuálido hueso de jamón podían hacer feliz al español medio, tal como lo refleja una coplilla popular: “Siete virtudes tienen las sopas: / quitan el hambre / y dan sed poca, / hacen dormir / y digerir, / nunca enfadan, / siempre agradan / y crían la cara colorada”.

Entre todas las sopas, la más humilde era la “sopa boba” o “gallofa”, un puchero a base de col, algo de pan y tocino rancio que se dispensaba en los conventos a los pobres. De este plato deriva la expresión comúnmente utilizada, incluso hoy día, de “estar o vivir a la sopa boba”. En definitiva, muchos de los que acudían a los conventos por aquel socorrido plato caldoso no tenían oficio ni beneficio de ningún tipo, o eran estudiantes sin recursos, “sopistas”, de modo que lo que recibían venía del regalo o la caridad.

LA ESCALA SOCIAL DEL YANTAR. 

Escueta pero decente era también la comida de las gentes del campo. Unas migas o unas sopas, algo de tocino, pan con cebollas, ajos o queso, embutidos, avellanas, nueces, algarrobas, berzas, nabos y una buena ración de vino formaban parte inexcusable de su dieta.

La alimentación de religiosas y religiosos – mortificaciones voluntarias o preceptivas al margen– puede considerarse privilegiada en cuanto a la calidad de los productos. Pan de trigo, vino, carne de cordero, especias, frutas, aceitunas, pastelería, miel, confituras y huevos, si bien no de forma abundante, iban entrando por los tornos de conventos y monasterios.

La dieta del hidalgo, que describe Cervantes en El Quijote, menciona, además de la olla podrida, el “salpicón”: “...salpicón las más noches”. El Diccionario de Autoridades (1726-1739) nos detalla en qué consistía este plato con el que nuestro personaje solía cenar: “Fiambre de carne picada, compuesto y aderezado con pimienta, sal, vinagre y cebolla, todo mezclado. Hácese regularmente de vaca...”. Era una forma de aprovechar los restos cárnicos de la comida del mediodía. También se refiere Cervantes a las lantejas de los viernes y a los duelos y quebrantos como parte de la dieta de Don Quijote. Según unas versiones, este último plato consistía en un revuelto de sesos, asadura y despojos que se consumía el sábado como día de semivigilia. Según otras, los duelos y quebrantos no eran otra cosa que huevos y torrezmos. Finalmente, nuestro hidalgo caballero tenía la fortuna de comer un “palomino...” –ave– “...de añadidura los domingos”. En definitiva, había que comer, aunque lo ofrecido, a menudo, no fuera gustoso. Ya lo dice el propio Don Quijote: “El trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas” (capítulo II, 1ª parte).

INFLUENCIA MORISCA Y JUDÍA. 

Judíos y moriscos no estaban bien vistos en el Siglo de Oro, así que, como podemos imaginar, todo aquello que se relacionara con ellos corría la misma suerte. Determinados alimentos que formaban parte de su dieta contaban con idéntico rechazo en la sociedad, por ejemplo, el aceite de oliva. El olor que desprendía el sofrito de ajos con esta grasa vegetal era seña de identidad de una casa judía o morisca. Ni que decir tiene que la grasa que se utilizaba para cocinar en una casa cristiana era el tocino.

Las berenjenas, aunque eran un alimento común en tiempos de Cervantes, se consideraban insanas. Esta creencia se basaba en el prejuicio de que eran hortalizas estimadas y muy consumidad por judíos y moriscos.

Aun con todos los inconvenientes ideológicos y religiosos, la “alboronía”, compuesta íntegramente por vegetales, fue un plato muy usual entre toda la población, especialmente en la época de Cuaresma. El Diccionario de Autoridades define la alboronía como “un género de guisado que se hace de berenjenas, tomates, calabaza, y pimiento, todo mezclado y picado, que regularmente sirve para los días en que se prohíbe comer carne”. El término procede del árabe buraniyya, que significa “guiso”. Los pistos y fritadas son descendientes contemporáneos de esta receta en la que la berenjena es la protagonista principal.

Otro plato popular de la época, de origen árabe, también tenía como protagonista a la berenjena: la “cazuela moxí”, que el actual Diccionario de la Real Academia Española define como “torta cuajada hecha en cazuela, con queso, pan rallado, berenjenas, miel y otras cosas”.

EL VINO, BEBIDA Y ALIMENTO. 

El vino era esencial en la vida cotidiana y todo el mundo, sin distinción de renta o categoría social, lo apreciaba y lo bebía. Lo había de diferentes calidades, pero de un modo u otro se consumía, siempre considerándolo algo más que una bebida alcohólica. Era un alimento que entonaba el cuerpo y aportaba sustancia al organismo y a la propia vida.

Más de tres mil tabernas decía Lope de Vega que había en Madrid, quizá exagerando bastante. Aun así, se sabe que las autoridades se propusieron reducirlas a doscientas, considerando finalmente la cifra de cuatrocientas, lo que no estaba nada mal para una ciudad con las dimensiones del Madrid de entonces. Las identificaba un ramo colocado como ornamento en el dintel y vendían vino del año, “...vino de lo nuevo”.

En el año 1600, Madrid contaba con trescientas noventa y una, que fueron aumentando en número hasta alcanzar muchas más de los cuatro centenares previstos. Un aforismo de la época decía: “En Madrid, ciudad bravía / que, entre antiguas y modernas, / tiene trescientas tabernas / y una sola librería”.

Aunque todo el vino debía despacharse en las tabernas, el más caro y refinado era vendido directamente por los cosecheros a los compradores interesados. Quienes regentaban las tabernas, los taberneros, no gozaban de buena fama. Se los acusaba de vender el vino lleno de moscas y mosquitos. Además, todo el mundo sospechaba que lo aguaban para obtener mayor beneficio, cosa, por otra parte, totalmente cierta.

La cerveza –que, según el Estebanillo González, sabía a “orines de rocín con tercianas”– era poco demandada. Esto se debía en gran medida a que era muy del gusto de los flamencos, con quienes, en aquellos tiempos del dominio español, las relaciones no eran cordiales.

Por el contrario, tuvo un éxito enorme el consumo de bebidas frías como la leche de almendras, las aguas de cebada o avena, la limonada y la horchata. Tanto, que en torno a estos productos florecieron prósperos negocios que subsistieron hasta el siglo XIX.

Para la elaboración de estas bebidas se utilizaba la nieve. Se recogía en los ventisqueros, se transportaba por arrieros y de nuevo volvía a pozos de deficiente limpieza para almacenarla, por lo que no es de extrañar que, cuando llegaba hasta su consumidor, además de frío, aportara una buena dosis de bacterias.

Muy frecuentadas eran las alojerías, establecimientos en los que se dispensaban estas bebidas de nieve, de las cuales había un importante surtido: desde las económicas limonadas y aguas de jazmín, de escorzonera – una planta silvestre –, de azahar y de claveles hasta las más caras compuestas de canela o de guindas. La oferta incluía sorbete de ámbar, garapiña de chocolate, horchatas y, por supuesto, las populares alojas, bebidas que dieron nombre a estos despachos, que durante los siglos XVIII y XIX adquirirían el nombre de botillerías y posteriormente el de cafés. La “aloja” era una mezcla de agua, miel y especias, a la que en verano se añadía hielo y se la denominaba “aloja de nieve”. En las representaciones teatrales, tan frecuentes en el Siglo de Oro, se consumía habitualmente un refresco de aloja con la misma naturalidad con que ahora se beben refrescos de cola.

LOCALES DE DUDOSA REPUTACIÓN.

Tabernas, mesones, bodegones y figones son nombres de establecimientos que nos suenan como sinónimos del negocio de hostelería, pero en la España de Cervantes cada uno de ellos tenía un cometido y unas características bien diferenciadas. Los mesones y las posadas tenían un carácter preferentemente urbano o, al menos, no se localizaban en zonas despobladas como las ventas. Los mesones, tal y como los describe López de Úbeda, poeta y dramaturgo de la segunda mitad del siglo XVI, eran albergues ruidosos, vocingleros, ocupados por estudiantes pobretones y gentes poco fiables que en cualquier momento hacían desaparecer la bolsa, cuando no se enzarzaban en riñas de insospechadas consecuencias. La ley no permitía que se sirviera en ellos vino ni comida; para ello estaban las tabernas, los bodegones, los figones y los puestos ambulantes, lo cual no quiere decir que en la práctica no se incumplieran las normas al respecto.

El griterío, el juego y el vino –que, aunque los mesones no pudieran servirlo, podía consumirse comprándolo fuera del local– y una multitud de gentes variopintas y poco recomendables, junto a chinches, pulgas, liendres y piojos, se daban cita en los mesones. Sin embargo, aún había establecimientos de menor categoría, que en Madrid eran conocidos con la expresión “Media con limpio”. El Diccionario de Autoridades dice: “Frase que tiene sólo uso en Madrid, originada de que en ciertas casillas y barrios de poco comercio dan posada y cama de noche a los vagabundos y pordioseros; y en cada cama duermen dos, pagando cada uno dos quartos, y capitulando que el compañero que le dieren ha de ser limpio, que no tenga piojos, sarna, tiña ni otra enfermedad contagiosa; y por ser media cama y el compañero limpio, nació el decirse, este alojamiento Media con limpio”.

Otros establecimientos dedicados al descanso eran las posadas. Estaban destinadas a personas con mayor categoría social que no deseaban mezclarse con vocingleros arrieros, jugadores de naipes e individuos al acecho de las bolsas ajenas. Eran más cómodas que los mesones, con una mayor calidad en el servicio y la posibilidad de alquilar varias “cuadras” –habitaciones– para uso personal.

MENÚ TAKE AWAY. 

Destinados al yantar estaban los figones y bodegones. Fueron los segundos los que alcanzaron mayor popularidad. En estos establecimientos no solamente se comía; también se podía encargar, como diríamos hoy, “para llevar” y disfrutar del menú en el domicilio particular. Los había de varias categorías. Por un lado, estaban los bodegones dispuestos en locales situados en edificios. Otros, llamados “cerrados”, se disponían en la calle, compuestos por unas tablas para delimitar el espacio y unas lonas a modo de toldo para evitar el sol o la lluvia. Finalmente, había otro tipo de bodegoncillos, característicos de Madrid: los llamados “bodegones de puntapié”, que se instalaban con la misma facilidad con que se deshacían de una simple patada en el tablaje que los sustentaba, por si las autoridades se presentaban de improviso. Los bodegones mejor instalados servían una importante cantidad de guisos: olla podrida, lenguas, sesos, cabezas, “livianos” (pulmones), hígado, picadillo, asadura guisada, callos, albondiguillas, pies y lengua de puerco, bacalao, “cecial” (merluza seca y curada), torreznos y hasta asados de carnero. Los figones eran de mayor categoría que los bodegones, al menos en tiempos de Cervantes. El Diccionario de Autoridades nos dice de ellos: “Figones: tiendas donde se guisan y venden diferentes manjares, propios para la gente acomodada”. El ilustre escritor Francisco de Quevedo era cliente habitual de uno de estos figones madrileños, el Figón de Lepre.

EL PLATO Y EL COCINERO ESTRELLA. 

Si hay un plato que alcanzó prestigio internacional, ese fue, sin duda, el “manjar blanco”. Tal fue su fama, que llegó a los recetarios de la mayoría de los países europeos (Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, Portugal...), de modo que podemos afirmar que se trató del primer plato internacional de la gastronomía española, con nombres en diversas lenguas como mangier blanc, blanmangiere, manjar braquo, blawmangeer, balmang o white dish.

El manjar blanco era, básicamente, una crema espesa formada por los siguientes ingredientes: pechuga de gallina o capón, almendras, leche, azúcar y arroz. Todo ello solía servirse como plato de cuchara, o en “pellas”, es decir, convertido en una masa con forma redondeada. De la composición original derivaron otras preparaciones similares en las que el protagonista principal, en vez de la carne de ave, podía ser el pescado, el cordero o las hortalizas. Hay quien afirma que inicialmente no llevaba ningún tipo de carne y que fueron los cocineros barrocos quienes complicaron su elaboración añadiendo carne de ave y convirtiendo al “manjar blanco” en el llamado “manjar real”. Su origen es, probablemente, árabe y mediterráneo, como denotan la presencia del arroz, el azúcar y la almendra. En toda España y especialmente en Madrid hizo furor durante el siglo XVII. Se consideraba una delicadeza, algo sublime para cualquier paladar. El plato era asimismo ofrecido de forma ambulante por los “manjar blanqueros”, por supuesto de menor calidad y, a veces, con ingredientes de dudosa procedencia.

Uno de los más renombrados cocineros, no sólo por este plato, sino por muchos otros, fue Francisco Martínez Montiño. Jefe de cocinas del rey Felipe II y cocinero real con Felipe III, se formó en la Corte de Portugal, pues acompañó a la infanta Juana, hermana de Felipe II, cuando se casó con el heredero del trono portugués. Su influencia portuguesa se deja notar en muchas de sus recetas.

En 1611 publicó la obra Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería, que llegó a sumar hasta veinte exitosas reediciones. Se utilizó como manual de cocineros hasta comienzos del siglo XIX.

La aportación de Montiño no se refiere exclusivamente al arte culinario; también muchas de las expresiones que emplea y sus técnicas de cocina pasaron a la posteridad e incluso se conservan hoy día. Se le considera el inventor del hojaldre, aunque en ello hay discusión respecto a la posible procedencia francesa de esta masa tan especial y por todos conocida. Conceptos como conservar, entendido como adobar frutas con azúcar, salpimentar o rellenar aparecen por primera vez en la obra de Montiño.

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El siglo del colesterol y el ácido úrico

La manteca, el tocino y la casquería – lo que entonces denominaban “grossura”: mollejas, riñones, asaduras y sesos – eran productos habituales en las mesas del Siglo de Oro. Ello, junto a carnes, escabeches, salazones y especias, constituía una auténtica oda al colesterol y a la acumulación de ácido úrico.

En aquella época, como ahora, los médicos, a los que era habitual llamar “verdugos”, aconsejaban evitar las comidas copiosas y repletas de grasa. Por ejemplo, el celo de los galenos en cuanto a la dieta de los monarcas era extremo, hasta el punto de estar presentes en las comidas para vigilar todo lo que se servía al rey. Cuestión aparte es que se hiciera caso a sus recomendaciones, lo que no parece que ocurriera muy a menudo.

Carlos I y su hijo Felipe II sufrieron, entre otros padecimientos, la dolorosa gota, una dolencia consecuencia de la acumulación de ácido úrico en las articulaciones, en la que influye de forma determinante el consumo excesivo y continuado de alimentos ricos en proteínas, como son las piezas de caza, a las que tan aficionados eran los monarcas.

LOS ESTRAGOS DEL ESCORBUTO.

A pesar de su importancia para la salud, la fruta fresca no era muy valorada gastronómicamente. La poca que se ingería se tomaba como entrante en las comidas; las más frecuentes eran la uva y el melón. Sí gustaban los higos y frutos secos como las nueces, las pasas, los orejones o los dátiles, que eran muy apreciados y de consumo frecuente en invierno.

De otra dieta, forzada, la de los marineros, hay que mencionar una enfermedad que hizo estragos: el escorbuto, derivado de la carencia de vitaminas, principalmente de vitamina C. En las largas travesías de los navíos faltaba la fruta como aporte alimenticio. Además, la carne conservada en sal perdía gran parte de sus nutrientes.

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Un completo desayuno para comenzar el día 

En las ciudades y poblaciones más grandes, el español de entonces, como el de ahora, tenía costumbre de desayunar fuera de su casa. Nada más salir a la calle buscaba algún puesto ambulante o confitería con licencia para la venta del desayuno más famoso de la época, el “lectuario” o “letuario”. Consistía en una “naranjada”, que no era un zumo de naranja, como su nombre nos puede dar a entender, sino una confitura a base de naranjas amargas impregnada con miel.

PARA ENTONAR EL CUERPO. 

El nombre viene del término “electuario”, con el significado de “medicamento de consistencia líquida, pastosa o sólida, compuesto de varios ingredientes, casi siempre vegetales, y de cierta cantidad de miel, jarabe o azúcar, que en sus composiciones más sencillas tiene la consideración de golosina”.

Como no podía ser de otro modo, el “letuario” había de ser bien acompañado con un trago de alcohol, también considerado medicinal, que terminaba de entonar el cuerpo para comenzar a afrontar el día. Se tenía al aguardiente por un gran desinfectante, y debía de serlo, porque aquellos orujos secos y duros de Cazalla o Alanís, principales poblaciones sevillanas donde se producían, seguramente estaban capacitados para calentar bien el cuerpo en las frías mañanas de invierno y acabar con todo microbio que pululara por el gaznate o las tripas.

Texto de Isabel Perez Garcia publicado en "Muy Historia", España, abril 2016 pp. 80-85. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

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