4.15.2016

RELACIONES SEXUALES RITUALES



"El acto sexual cumplía, por una parte, la función de una acción sacrificial mediante la cual la presencia de los dioses era invocada y revitalizada; una segunda función era estructuralmente idéntica a la eucarística: el acto sexual era la vía para que el hombre tomara parte en lo sacrum, que en este caso era ostentado y administrado por la mujer". - JULIUS EVOLA (1)

En el tercer milenio todos los países más civilizados conocían la cohabitación en los templos. El culto de la Gran Madre y los misterios de la vegetación dedicados a ella eran el momento preferido para la celebración de orgías con coitos rituales. Por analogía, en virtud de un acto mágico (que pretendía obtener algo a cambio de algo igual), la divinidad debía hacerse presente y transmitir su fuerza, sobre todo a través de las mujeres.

Desfloración en el templo

En aquel tiempo existía la costumbre generalizada del desvirgamiento prematrimonial en el templo. Ninguna muchacha podía casarse sin haber pasado antes por el rito de la desfloración. Como representante del dios actuaba entonces un hombre cualquiera, que permanecía totalmente en el anonimato. Esta circunstancia era conocida tanto en la India como en algunas tribus negras o en el Oriente Próximo. En la zona del templo de Istar en Babilonia, las muchachas esperaban en filas a lo largo de las calles rectilíneas, hasta que uno de los hombres, tras tantear el terreno, les arrojaba unas monedas con las palabras «por el honor de la diosa» que obligaban a la escogida a seguirle y entregársele. Herodoto, bastante más fidedigno de lo que antes se creía, subraya: «Ella tiene que marcharse con el primero que le echa algo al regazo y no puede rechazar a nadie. Cuando se ha acostado así con el hombre y cumplido con su deber hacia la diosa, vuelve a casa y ni por una gran suma se prestaría a ello de nuevo».

Las prostitutas sagradas

Claro que a ello se prestaron en aquel tiempo muchas otras. La cohabitación en el templo, como segunda forma en importancia de relaciones sexuales sagradas (y sin perjuicio de una floreciente prostitución profana), fue ejercida profesionalmente por muchas mujeres. Sobre todo en las ciudades semíticas y de Asia Menor; según Herodoto, en casi todos los pueblos. Las muchachas del templo, denominadas en Babilonia kadistu (sagradas), fueron llamadas hieródulas (doncellas sagradas) en Grecia, kadesh (consagradas) en Jerusalén o devadasis (servidoras de la divinidad) en la India. Descritas por los portugueses como bayaderas (vid. la conocida balada de Goethe) y difamadas por los modernos como simples prostitutas, originalmente, lejos de ser despreciadas, a menudo estuvieron consideradas por encima de las demás mujeres. Asimismo, las hijas de los nobles podían ofrecerse ritualmente durante largas temporadas sin que nadie desdeñara después casarse con ellas. Incluso los reyes consagraban a sus hijas en los santuarios y las hacían actuar de meretrices en el curso de grandes festejos. Las prostitutas del templo —retratadas en el arte con vestido corto, bailando de puntillas, brazos en alto— sirvieron como representantes y en cierto modo como emanaciones de la Gran Madre y, con su entrega, permitieron al hombre alcanzar la unió mystica, la participación en lo sagrado, la más íntima, sensible y palpable de las comuniones con la divinidad (2).

En el Poema de Gilgamesh —la más antigua epopeya de la literatura mundial— Enkidu, que al principio es una especie de animal que come hierba y comparte un abrevadero con las bestias, se transforma en ser humano gracias a una prostituta consagrada. Durante seis días y siete noches se ve despojado de su animalidad en los brazos de una representante de la diosa madre, y en cierto modo renace como ser humano. Por lo demás, los primeros manuales griegos de la vida amorosa fueron en su mayoría escritos por hetairas.

De Babilonia —cuya religión, sin fe en el más allá, probablemente fue la primera que incorporó a las prostitutas consagradas (protegidas por el Código de Hammurabi, la más antigua compilación jurídica del mundo)— la costumbre pasó a Siria, el país fenicio, Canaán, Asia Menor, Grecia, Persia y la India meridional. Miles de hieródulas actuaban en los diversos templos; en Comana, la capital de Capadocia, en el santuario de la diosa Ma (madre); en el Ponto, en un templo rodeado por el río Iris, situado sobre abruptos peñascos y dedicado a Anaitis, una diosa semítica fusionada con la diosa de la fertilidad Ardvisura; en el templo de Afrodita en Corinto, a cuyas mujeres, famosas por sus encantos, Píndaro dedicó una de sus más hermosas odas. Mientras que más de dos mil años después un cierto Ulrich Megerle de Messkirch (Badén), que adoptó el nombre de Abrahán a Santa Clara como agustino descalzo, clama contra «las mujeres de Corinto» las «locas» que. mil veces al día, «se ofrecen para aparearse con los sementales fornicadores en honor de Venus y en su templo» y que «son tan desvergonzadas» que para excitar a los «bellacos fornicadores, se acercan con la cabeza descubierta, el rostro desvelado, los ojos bien abiertos, para mostrar su hermosa figura» (3).

Incluso en el templo de Yahvé en Jerusalén existió durante algún tiempo un burdel sagrado, por supuesto enérgicamente combatido por los profetas. La prostitución religiosa también debe de haber sido practicada entre los germanos, en el culto al dios de la fecundidad, Freyr. Y en la India —donde, presumiblemente, el culto a una diosa madre estaba muy extendido desde el tercer milenio y el coito como medio ritual era conocido desde hacía tiempo— los santuarios con cientos de respetadas devadasis subsistieron durante el primer milenio después de Cristo; es más, la cos-tumbre se ha conservado en algunos templos de la India meridional hasta hoy (4).

Hieros gamos

Una tercera forma de antiguas relaciones sexuales rituales —que es, por cierto, el origen de las hieródulas— fue la boda sagrada (hieras gamos), el más importante de todos los cultos religiosos de la Antigüedad. Con ella se buscaba aumentar la potencia, la fertilidad y, en general, el bienestar de la comunidad, mediante el emparejamiento ritual de dos personas, en el que se creía que la diosa estaba temporalmente incorporada en la mujer elegida; como el Señor en la hostia, en el catolicismo.

Los esponsales sagrados se celebraban ya entre los sumerios, seguramente la más antigua de las grandes culturas. El rey-sacerdote los consumaba con la gran sacerdotisa en la fiesta del año nuevo, sobre la plataforma superior de las colosales torres escalonadas conocidas por la denominación babilonia de «ziggurat» (cima, cumbre), modelos de la bíblica torre de Babel. Herodoto admiró y describió en Babilonia una edificación semejante de aproximadamente noventa metros de altura, formada por ocho torres superpuestas, por la que se podía subir gracias a una escalera de caracol exterior. Arriba del todo habría un templo con un amplio y bien dispuesto dormitorio que sólo usaba «una mujer que el dios había escogido para sí entre las hijas del país». Este dios «llegaba hasta el templo y se acostaba allí, como parece ocurría también en Tebas de Egipto, según la opinión de los sacerdotes egipcios». En Mesopotamia, donde probablemente sólo se deificaba a aquellos reyes a quienes la diosa ordenaba compartir su lecho, se celebraba un convite después del coito sobre el almohadón adornado de plantas y césped, para simbolizar la generosidad de la Providencia y hacerla efectiva.

La religión iránica de la época prezoroastrista también asoció a la fiesta de año nuevo una boda entre dioses que desembocaba en éxtasis sexuales. En Egipto, «la más hermosa fiesta de Opet» que representaba la visita de Anión a su harén, culminaba probablemente del mismo modo. En Irlanda, los celtas, cuyas mujeres tenían un lugar particularmente destacado en la vida social, seguían la costumbre por la que la diosa de la tierra confería el poder al rey designado por ella. Y los germanos, que celebraban fiestas de la fertilidad desde la prehistoria, también conocían el hieras gamos, presumiblemente con copulaciones ceremoniales incluidas (5).

Tampoco hay que olvidar que el judaismo precristiano, que había adorado a muchos dioses extranjeros y había practicado la prostitución religiosa, ejecutaba aquel rito cada año en una ceremonia desenfrenada. El mito semita del emparejamiento entre Baal y una temerá —seguramente una manifestación de la diosa madre—, a juzgar por lo que sabemos, también tiene connotaciones hierogámicas. El propio Cantar de los Cantares, interpretado por los cristianos como alegoría del amor de Dios a Israel (o de Cristo a la Iglesia, o del Logos a María) y reconocido más tarde como expresión de una lírica amorosa «profana» evidentemente tiene su «localización vital» en la festividad hierogámica de alguna pareja de dioses palestinos.

En la India se celebraban bodas sagradas en época aun más tardía. Asi, el rey Harsa de Cachemira (hacia 1089-1101), para prolongar su vida, se unía ritualmente con jóvenes esclavas calificadas de diosas. Y en la época moderna el hinduismo conserva la costumbre, como punto culminante de la mística sacramental, en el culto de Sakti, una heredera de la antigua Gran Madre. En la ceremonia Sri-Cakra («rueda sublime»), hombres y mujeres, meretrices y monjas, damas de la casta superior y lavanderas, se sientan juntos, en «círculos mágicos» formando una fila variopinta, y las mujeres, desnudas, sólo cubiertas por adornos, se unen con los hombres, tras recibir la bendición. En el budismo tántrico —que pone en boca de Buda palabras como «las mujeres son las diosas, ellas son la vida»— el maestro, tras una cortina, bendice con su falo («vajra»: diamante) a la muchacha, que debe ser hermosa y tener entre doce y dieciséis años, y después ordena a un joven que adore a la consagrada (llamada «vidya»: sabiduría) y se empareje con ella.

Las ceremonias del hieras gamos se han practicado hasta con animales, sacralizados desde los tiempos más remotos. Algunos se convirtieron en símbolos o acompañantes de los dioses de la fertilidad. Así por ejemplo, aparecían juntos el caballo y Freyr, el macho cabrío y Thor, la yegua y el cerdo y Deméter, el gorrión y la paloma y Afrodita, el león y la serpiente y la Magna Mater de Asia Menor. Y el toro, máxima expresión de la fuerza genésica, adorado en Siria y en Irán ya en el 4000 a.C., fue compañero de la gran diosa oriental de la fertilidad; y no por casualidad, trajo a Europa, desde Asia hasta Occidente.

Tropezamos con emparejamientos de seres humanos y animales (sagrados) en cuentos y mitos, pero también están atestiguados históricamente. Herodoto informa del macho cabrío de Mendes, llamado «Señor de las Jóvenes» porque las damas se unían con él con el fin de engendrar hijos «divinos». También Ovidio conoce al chivo sagrado que habría dejado embarazadas a las sabinas. Al macho cabrío, protagonista de mitos griegos, animal de culto de Afrodita, de Osiris y de otros dioses, siempre se le ha atribuido una gran actividad sexual. Dionisos prefería la forma de toro o de macho cabrío a todas las demás. Pan, personaje envuelto en el mito, tan lascivo como potente, hijo de un pastor y una cabra, elevado a la categoría de dios de la Naturaleza por los órficos y los estoicos, aparece siempre con los cuernos, las orejas y las patas de una cabra. (En el Antiguo Testamento el macho cabrío se convirtió en el «chivo expiatorio» que se envía al desierto, «al Diablo» cargado con todos los delitos del pueblo; en el Nuevo Testamento, es el símbolo de los condenados en el Juicio Final; en la Edad Media cristiana, el apestoso Satanás en persona) (6).

Promiscuidad con el caballo

Entre los celtas, cuyos gobernantes obtenían su dignidad mediante la boda con una diosa madre, había un rito de hieras gamos con un caballo. El futuro rey tenía comercio sexual con una yegua. El motivo también fue incluido en el equus october de los romanos, en el mito de Volsi del norte germánico, y sobre todo en el asva-medha indio (textualmente, «sacrificio del caballo»; el cruce con el caballo)... probablemente, el sacrificio más notable del mundo.

Tras un año de preparación, el acto comenzaba con el estrangulamiento de un caballo cuidadosamente criado y encelado, al que se cubría con una manta bajo la cual se deslizaba la mujer principal del rey para tomar el miembro del animal en su seno. Entonces seguían unas palabras abiertamente lúbricas y se producía un «coito verbal». Así, el sacerdote de Adh-varyu le dice al caballo: «¡Deja caer tu semilla en el canal de la que ha abierto sus muslos! Pon el lubricador en movimiento, oh, vigorizado!- del hombre, aquel que es mil vidas en la mujer (...)». Y la Mahishi: «¡Mamá, Mamita, Mamaíta. Nadie me folla!». El responsable del sacrificio, su ma-rido: «ténsala y ábrela (la vulva), como se planta un palo de hacina en el monte (...)». El Adhvaryu a la princesa: «La pobre avecilla caracolea y culebrea. El ariete irrumpe en la profunda grieta. Ansiosa lo devora la vagina». La Mahishi: «¡Mamá, Mamita, Mamaíta! Nadie (...)» etcétera. Y el sacerdote de Hotar dice a la esposa despechada: «Si la gran cosa (el pene) sacude la pequeña cosa de tu hendidura (es decir, el clítoris de tu vagina), los dos grandes labios se agitan como dos pececillos en el charco que deja una pisada de vaca». La Mahishi: «Mamá, Mamita, Mamaíta. (...)».

El «sacrificio del caballo» de la antigua India debía estimular la totalidad de la vida sexual y de la vegetación; ésta pudo ser la razón por la que los cuatro sacerdotes eran obsequiados por el gobernante no sólo con el cortejo de cuatrocientas bellezas que acompañaba a las cuatro esposas participantes en el sacrificio, sino incluso con estas mismas cuatro mujeres que, según una costumbre más antigua, seguramente eran ofrecidas al pueblo.

Posteriormente, en muchos casos el rito de la hierogamia sólo se ejecutó de forma simbólica. En Grecia, donde había un sinnúmero de tales tradiciones, destacaba la celebración anual del matrimonio entre Zeus y Hera como hieras gamos. Lo mismo ocurría en Eleusis con la unión de Zeus y Deméter, cuya imagen sagrada era el órgano sexual femenino. «La Sublime ha dado a luz un niño sagrado» anunciaba el hierofante. Y los iniciados murmuraban: «Me he deslizado en el lecho nupcial». O: «Me he introducido en el seno de la reina de los infiernos». En el culto de Sabasio introducían una culebra entre los pechos de las iniciadas y la sacaban por debajo (7).

Orgías sagradas colectivas

Originalmente, sin embargo, los esponsales sagrados eran seguidos de copulaciones colectivas, como ocurría durante las grandes fiestas de la vegetación en el culto de Istar, donde primero copulaba el rey con la gran sacerdotisa ante los ojos de todo el pueblo y después se emparejaban los reunidos de forma más o menos aleatoria. «No se escogía como pareja al ser al que se amaba, porque fuese hermoso, joven, fuerte, inteligente, viril, potente o atractivo en algún otro sentido. También se ofrecían y copulaban los viejos, los feos, los enfermos, los paralíticos (...) Viejo y joven, hermoso y feo, hombre y animal, padre e hija, madre e hijo, hermano y hermana, varón y varón, mujer y mujer, niño y niño... todos se unían colectivamente, ante los ojos de todos». Tal promiscuidad era orgía en su sentido original, sacrificio, culto al dios. El mundo cristiano ha pervertido después aquel significado, convirtiéndolo en diabólico; la orgía, antaño el rito más sagrado de las antiguas religiones, se transformó en una idea que incluía toda clase de intervenciones demoníacas, vuelos de brujas, misas negras y similares.

No obstante, el sacrum sexuale sobrevivió incluso en el cristianismo; siguió habiendo corrientes, consideradas heréticas por la Iglesia, que veneraban tradiciones completamente distintas y también veían actuar a Dios en la sexualidad, que no aceptaban ni la manía ascética ni el concepto de pecado de los católicos: amalricianos, begardos o «Hermanos del Espíritu Libre».

Ya en la Antigüedad tuvo lugar en ciertos círculos de cristianos gnósticos, además del rito místico-simbólico, el rito real de la unión erótica. En el culto seminal de los fibionitas, los casados, tras el coito, saboreaban el esperma a modo de comunión. Y los carpocratianos llegaron a la comunidad de mujeres a través del rechazo del matrimonio. Clemente de Alejandría, uno de los Padres de la Iglesia, se lamenta de la situación: «Una funesta costumbre reina entre los carpocratianos, pues tan pronto hay un banquete, los hombres y las mujeres deben excitar sus apetitos, apagar luego las luces y aparearse a su gusto. A esto lo llaman satisfacción del espíritu» (8).

«Misas negras»

En la Edad Media también sobrevivieron restos de antiguos cultos extáticos y se llevaron a cabo variadas prácticas sexuales, que frecuentemente culminaban en desfloraciones y apareamientos colectivos, que tenían el coito como meta, «como en un sacramento»; es significativo el hecho de que muchas de estas ceremonias tuvieran lugar entre las ruinas de templos paganos u otros vestigios de la Antigüedad. Bajo los cimientos de Notre-Dame de París se descubrió un altar (consagrado a Cernuno, una divinidad cornuda) sobre el cual se celebraban «misas negras». Y en todo caso, vale la pena retener que los participantes en estas ceremonias también estaban fuertemente penetrados de su sentido, y tenían tal convencimiento de que, por estos procedimientos, se habían asegurado la inmortalidad, que morían sin temor ni remordimientos. Las jóvenes elogiaban tales orgías, alimentadas de substratos arcaicos y de la vida misma, como «la más noble de las religiones» fuente de indescriptibles deleites y éxtasis, y «afrontaban la muerte con la misma tranquila entereza que los primeros cristianos». La supuesta fórmula de un culto atestiguado en Eslavonia hasta el siglo XII reza: «Hoy queremos alegramos de que Cristo está vencido».

Siguió habiendo cristianos a quienes parecían absurdas las ideas sobre el carácter pecaminoso de la sexualidad. Por ejemplo, en el siglo XVIII, la joven abadesa del convento de dominicas de Santa Catalina de Prato reconoció durante un proceso que «puesto que nuestro espíritu es libre, sólo la intención convierte una acción en malvada. Así que basta con elevarse espiritualmente hasta Dios para que nada sea pecado». La joven equiparaba el éxtasis místico a la cópula de los amantes y descubría la vida eterna y el paraíso, en este mundo, en la «transubstanciación de la unión del hombre y la mujer». Gozamos a Dios a través del acto, «por medio de la cooperación de hombre y mujer» por medio de «el hombre en el que reconozco a Dios». Y concluía: «La actividad a la que erradamente llamamos impura es la auténtica pureza; es la pureza que Dios nos ordena y que nosotros, por su voluntad, debemos practicar; sin ella no hay camino para encontrar a Dios, que es la Verdad».

Asimismo, ciertas corrientes secretas de la Cabala cultivaban la magia sexual. Jacob Frank (1712-1791), fundador de la secta de los zoharistas o contratalmudistas, no interpretaba la llegada del Mesías, la Salvación, desde una perspectiva histórica, sino que recurría a un punto de vista simbólico y orgiástico-sexual, a través del despertar interior de cada ser humano, de la comunicación íntima con una mujer. «Yo os digo que todos los judíos están en gran desgracia porque esperan la llegada del Salvador y no la llegada de la joven.» Frank veía en la joven «una puerta a Dios» (9).

¿Por qué abstinencia en lugar de placer?

Cierto que ya mucho antes del cristianismo habían aparecido cada vez más influyentes enemigos no sólo de la sexualidad, como centro de muchas religiones antiguas, sino también de la adoración de las diosas madres y de la mujer. Surgieron fuerzas —y por cierto siempre bajo la égida religiosa— que combatieron la una o la otra o ambas a la vez. Comenzó la guerra entre los sexos y contra la sexualidad en general.

¿Cómo fue posible esta transformación, esta perversión, incluso, de las funciones naturales de la vida? Cómo pudo el ser humano, tan deseoso de alegría, de placer, reprimir aquello que prefería sobre todas las cosas? ¿Cómo pudo entregarse al ascetismo, a una moral que pretende expulsar los instintos, a empresas de autodilaceración y siniestra castidad penitencial, cómo pudo adjudicar el estigma del pecado a todo y renunciar a lo que le hacía feliz?

El hombre primitivo —como el creyente cristiano de hoy— no renunció entonces por altruismo, por nobleza del alma, sino para obtener algo a cambio, para demandar, en cierto modo para arrebatar algo a la Naturaleza o a los dioses, esto es, para negociar algo mediante un sacrificio. Y cuanto mayor, cuanto más penoso fuera éste, tanto más efectivo, en apariencia. Así, el hombre renunció progresivamente hasta a su vida sexual, se mortificó por la cosecha, por la pesca, por una caza abundante, guardó continencia antes de la lucha o de un largo viaje... pero siempre por avaricia, por simple egoísmo, para controlar una cosa, para evitar otra, para regatear servicios a cambio de servicios; triunfo del miedo, del ansia, de la envidia, expresión de aquel principio egoísta que los indios enunciaban como «dehi me dadami te» y los romanos, «do ut des» lo cual sigue siendo determinante cuando el devoto, con sentimiento de satisfacción religiosa y autoindulgencia, hace un voto o una peregrinación, cuando ayuna o se atormenta, o siempre que «hace penitencia» para obtener algo: éxito, salud, vida eterna.

En todo caso, fue en este contexto en el que surgió el tipo «clerical» que intentaba utilizar en su propio beneficio los instintos de protección y miedo de aquellos hombres, intensificando su temor e inseguridad, haciendo tambalear aun más su confianza en la existencia justamente para poder después ofrecer sus servicios, sus anestesias y narcóticos, sus esperanzas, su salvación.

A veces, tales «liberadores» «salvadores» o «redentores» pueden haber sido incluso fisiológicamente débiles, impedidos, gentes constitucionalmente malogradas que hicieron de sus propios impedimentos vitales su fuerza, de su necesidad una virtud, protagonistas de ambiciosos intentos, no sólo de participar sin restricciones en la vida, sino hasta de controlarla a través de sus pretensiones sobre la vida de los demás, incluida la de los sanos a quienes envidiaban y a los cuales agruparon a su alrededor, reteniéndolos junto a los débiles, envenenándolos, amargándolos y agotándolos durante tanto tiempo que enfermaron y necesitaron, precisamente, la ayuda de los que les habían hecho enfermar.

Así pudieron surgir y crecer conceptos como «pecado» «corrupción» o «condenación»; así pudo llegarse finalmente a aquella «especie de agrupación y organización de enfermos» cuyo «nombre más popular» es, como dice Nietzsche, «Iglesia»... «En ella se ha intentado usar la fuerza para obstruir las fuentes de la fuerza; en ella, la mirada, vidriosa y taimada, se dirige contra la misma prosperidad fisiológica, en especial contra su expresión: la belleza, la alegría; mientras, se siente y se busca una satisfacción en el fracaso, en la atrofia, en el dolor, en el accidente, en lo feo, en el sufrimiento gratuito, en la alienación, en la autoflagelación, en la autoinmolación (..) Ellos merodean entre nosotros como reproches vivientes, como advertencias... como si la salud, el éxito, la fuerza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí mismos cosas viciosas que algún día hubiera que expiar... y expiar amargamente: en el fondo, ¡qué dispuestos están a hacer pagar! ¡qué ansiosos de ser, de ese modo, verdugos!» (10)

Esta tendencia que ha eclipsado milenios enteros, dirigida contra la Naturaleza y contra este mundo, sin matices, esta tendencia que, por supuesto, es una típica imagen reaccionaria, se desarrolló también, y en no escasa medida, en aquellos dos círculos religiosos y culturales que luego iban a ejercer más influencia en el cristianismo: el judaismo monoteísta y los misterios helenísticos.

NOTAS

(1) op. cit., p. 304 y ss.
(2) E.O. James, Das Priestertum, 1962, p. 145. Citas de Herodoto, II, 64; y Estrabón, XI, 14,16.
(3) En W. Rudeck, Geschichte der offentlichen Sittiichkeit in Deutschiand, 1897, p. 239. Vid. E. Bomeman, Lexikon der Liebe, 1968. Sobre las hieródulas: W. Otto, Beitráge zur Hierodulie, 1950, pp. 71-72; y F. Heiler, Erscheinungsformen..., p. 244.
(4) J. Gonda, Die Religionen Indiens, v. I, 1960, pp. 7 y 8. Sobre Israel, vid. Deut., 23, 18; 2 Rey., 23, 7; Am. 2, 7. Sobre Freyr: C. Ciernen, Die Religionen Europas, 1926, I, p. 354.
(5) F. Heiler, Die Religionen..., p. 535. El testimonio de Herodoto, I, 181-82. Lo demás en J. Evola, op. cit, p. 307; y E.O. James, Das Priestertum..., p. 146.
(6) Lev., 16, 5 y ss. Cf. F. Heiler, Die Religionen..., pp. 395 y ss.; y Erscheinungsformen..., pp. 243 y ss.. También J. Maringer, op. cit., p. 246. Lo de Herodoto, II, 46; y lo de Ovidio en Fasti, II, 438 y ss. 375 / 412
(7) Amobio, Adversas nationes, V, 21. Para los celtas: J. de Vries, Kritische Religión, 1961, p. 244. La ceremonia hindú en J.J. Meyer, op. cit.., p. 247 y ss.
(8) Sttromateis, 3, 34 y ss. Sobre el tema, cf. J. Fürstauer, Sittengeschichte des Alten Orient, 1969, pp. 175 y ss. La cita sobre las orgías de Istar es de E. Borneman, op. cit., p. 148. Lo de los fibionitas en Epifanio de Salamina, Panarion, 26, 4.
(9) Vid. J. Evola, op. cit., pp. 383-84; lo demás en pp. 445 y ss. Cf. E. Borneman, op. cit., II, pp. 148 y ss.
(10) F. Nietzsche, Werke, II, pp. 864 y ss. Lo anterior en E. Borneman, op. cit., 1, pp. 28 y ss.

Texto de Karlheinz Deschner publicado en "Historia Sexual del Cristianismo",Yalde, Zaragoza, España, 1993 pp. 27-34. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.



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