5.09.2016

LOS MÍSTICOS AMOR MARIANO, EROTISMO CRÍSTIANO Y LAS NOVIAS DE JESÚS

Teresa de Ávila

La mística es el intento casi conmovedor —a veces encantador, desde el punto de vista literario— de infundir vida a la momia de la metafísica, un intento que abarca desde el más sutil cosquilleo espiritual hasta la más estridente embriaguez histérica; autosugestión forzada como forma de evidenciar la fe, como estimulante religioso del alma, un drama estético-psicológico que —en sus diferentes representaciones— conocen el bramanismo tardío, el budismo, el taoísmo chino, el gnosticismo, el maniqueísmo o el islamismo.

La religión griega no tarda en utilizar el concepto de lo «místico» con carácter metafórico, significando con ello —seria o irónicamente_ aquello sobre lo que no se puede hablar. Es el sanctum silentium, el stille swágen de los antiguos místicos alemanes, que sirve de «medio de expresión» apropiado y sublime.

Por supuesto que, una vez expresado, muchas veces no ha resultado tan sublime. Y cualquiera que sea la impronta de la mística —más sensitiva o más voluntarista o filosófica— el Conocimiento siempre cuenta menos que la Emoción, y la Ratio menos que el Arrebato; Dios siempre debe ser verificado espontáneamente, hay que sentirlo y poseerlo, hay que «echarse en sus brazos» como dice Matilde de Magdeburgo, o «abrazarlo ardientemente» como dice Zinzendorf.

El místico quiere ser absorbido por «el Absoluto» de la misma manera que el amante por el amado. Estremecimientos voluptuosos y éxtasis aquí y allá. La mística no es concebible sin el erotismo, es nada menos que su criatura, un bastardo ciertamente altanero que reniega de su origen y sólo puede aparecer por medio de la represión de los instintos, que sólo puede engendrar esos excesos visionarios y todo ese vértigo divino por medio de la sublimación de los instintos; la mística es todos esos bailes de San Vito y mascaradas superespirituales de unos fieles que, dejando ver la trastienda, sólo pueden imaginarse su relación con lo metafísico bajo los símbolos del amor y el matrimonio.

El lenguaje de estos extáticos descarriados está salpicado de metáforas de intensa carnalidad y sus componentes eróticos no pueden ser marginados —ni siquiera minimizados— con sólo declarar que ninguna persona es capaz de «eliminar el componente sexual de una relación, y tampoco de la relación con la divinidad», afirmación que queda inapelablemente demostrada por la mística amorosa. Ergo: Dios no puede ser disfrutado sin sexo —¡pero sí el sexo sin Dios! En todo caso, quien disfruta de Dios, y lo hace siempre tan ardiente y fanáticamente, quien se une con Él y se cree prometido o casado con Él, ¿es algo más que la víctima de una fantasía perversa, escenario de un espectáculo sentimental sui generis?

¿O acaso es una coincidencia que el sucedáneo místico de los hombres haya sido, la mayoría de las veces, una mujer, y el de las mujeres, un hombre? ¿Por qué se había de dirigir hacia María el deseo de los frailes, tan obsesivo y ardiente, al tiempo que el de las monjas, aun más fogoso, se dirigía hacia el Señor Jesús? ¿Por qué se había de expresar ese deseo, en un caso, con el beso en el pecho de Nuestra Señora, y en el otro, con el coito, a veces apenas disimulado, con el Esposo Espiritual?.

“CARITAS MARIAE URGET NOS”

En innumerables leyendas de la Edad Media María aparece excitante y encantadora concediendo satisfacciones sensuales además de las espirituales, cubriendo de leche a sus amantes, dejándose cortejar o acariciar, forzando a sus devotos a abandonar a sus novias y entrar en un convento.

Precisamente los monjes más devotos eran quienes transferían a la Santísima Virgen todos los sentimientos sexuales que les estaban vedados, convirtiéndola en su «novia» y teniendo en ella un ideal sustitutorio de la mujer, una mujer a la que evitaban y despreciaban, o a la que, al menos, debían evitar y despreciar. El frenesí del amor mariano no era muy diferente del frenesí del «amor libre» de aquella época, Bastante antes de los cistercienses, una asfixiante mística mañana hizo estragos a fines del siglo X y en el XI en Cluny, cuyo conocido abad Odilón se echaba al suelo cada vez que se pronunciaba el nombre de María. Hermann, un joven premonstratense, vivió en completa intimidad amorosa con la Virgen en el monasterio de Steinfeld. Algo parecido ocurrió con el primer abad de los cistercienses, Robert de Molesme. Gregorio VII y Pedro Damián, fanáticos del celibato y grandes misóginos, fueron también muy devotos de María (infra).

Las intimidades clericales fueron bastante más lejos. María ofreció su pecho a numerosos fieles. Así se representaba a Santo Domingo, y bajo la imagen del dominico Alano de la Roche resplandecía la siguiente leyenda: «De tal manera correspondió María a su amor que, en presencia del mismo Hijo de Dios acompañado de muchos ángeles y almas escogidas, tomó por esposo a Alano y le dio un beso de paz eterna con su boca virginal, y le dio de beber de sus castos pechos y le obsequió con un anillo» (¡hecho con los cabellos de María, según el mismo Alano afirma!) «como señal del matrimonio».

San Bernardo de Claraval —al que Friedrich Schiller, de una forma inhabitual en él, elevó a la categoría de «canalla espiritual» como promotor de «la más recia estupidez monacal, siendo como era él mismo una mente frailuna que no tenía nada más que picardía e hipocresía»— llegó a gozar igualmente de los favores íntimos de Nuestra Señora. Este «santo ósculo» —se dice en la novena homilía de San Bernardo sobre el Cantar de los Cantares, que él interpreta con peculiar amplitud de miras— «es de efectos tan violentos que la Novia recibe al punto lo que de ella surge, y sus pechos se hinchan y, por así decirlo, rebosan de leche». Bernardo se recrea en la causa de su propia «elocuencia, dulce como la miel» (el Maestro de la Vida Mariana le pinta siendo rociado por los ángeles con la leche procedente de los pechos de María). «Monstra te esse matrem» reza Bernardo ante la imagen de la Madre de Dios, y ésta, inmediatamente, descubre su pecho y amamanta al sediento orante: «monstro me esse matrem».

El útero de María también fascinó enormemente a los santos; como la circuncisión y el prepucio de Jesús a las monjas (infra). Ya en su infancia, Bernardo contempló en una visión cómo el niño Jesús surgía «ex útero matris virginis». Y más tarde explica la frase: «Jesús entró en una casa y una mujer llamada Marta le recibió». Él se desliza constantemente de la casa de Marta al «útero» de María.

Por supuesto, esta clase de amor mariano, expresión evidente del instinto sexual enmascarado por la forma religiosa, siguió floreciendo en la edad moderna, como ilustra el texto de la Futura boda perfecta: «En verdad, todo deleite de la juventud y todo supuesto placer de los novios en la carne cuenta menos que nada frente a este goce celestial (...) Uno puede tenderse confortado junto a su seno y mamar hasta saciarse, y su fuerza nos es accesible, para consumirla en un juego amoroso paradisíaco (...) En su compañía hay un placer puro. Nunca jamás podrá ofrecerse a un hombre una novia terrenal con mejores prendas, más casta, más honesta y más agradable que esta virgen digna de veneración (...) Oh, placer puro, ven y visita a los tuyos más a menudo y haz que no falten más tus emociones amorosas (...) dígnate acogemos de continuo en tu íntima presencia, única y pura tórtola mía».

LAS NOVIAS DE JESÚS

Jesús se convirtió en el sucedáneo místico de la sexualidad para las monjas, a las que se les presentó desde la Antigüedad como el hombre magnífico, como el Esposo; paralelamente, las mujeres consagradas a Dios eran ensalzadas como sus «novias», como «templos del Señor» «tabernáculos de Cristo» y otros títulos similares; «espiritualizaciones» que, por cierto, se conocieron ya, de forma menos extrema y mutatis mutandis, en las religiones primitivas.

Una sola casa, un solo lecho, una sola carne

En la Edad Media, los confesores administraron a las novicias los correspondientes objetos sustitutivos, las «interiorizaciones religiosas» correctas: nada de purgatorios, indulgencias o penalidades parecidas; en su lugar, y de manera intensiva, el amor de «la novia espiritual», al amante celestial en el «jardín espiritual», donde les esperarían insospechados gozos con Jesús. «Ellos tienen una sola heredad, una sola casa, una sola mesa, un solo lecho y son en verdad una sola carne» como sabía San Bernardo. Y, aún hoy, la moderna teología no puede tomar el pelo a las vírgenes con una «imagen más expresiva» que la del «amor especialísimo entre los cónyuges» y la metáfora de los «esponsales celestes», «la boda con Cristo en total verdad y realidad».

La Iglesia también colaboró con sus rituales, en los que, ya en la Antigüedad, daba a la consagración de las vírgenes el carácter de un enlace matrimonial, con la entrega de velos, coronas y anillos de novia; también el vestido de las vestales tuvo su origen en el antiguo traje de boda romano (supra). A las benedictinas les aguarda al final un lecho matrimonial adornado de flores, con un crucifijo, a modo de esposo, sobre la almohada, de la misma forma que en algunos cultos mistéricos —de nuevo el antecedente— los iniciados tenían un lecho matrimonial dispuesto para la unión visionaria con la divinidad. Y en la mística medieval, la imagen del lecho matrimonial o amoroso, «das minnekiiche brutbette» como escribe Tauler, es lógicamente muy popular. Y es que las sponsae Christi, las Christo copulatae, no sólo entregaban su alma al Esposo celeste, sino también su cuerpo, como ya sabía el muy versado San Jerónimo (cf. supra).

Leche y mermelada para el Señor

Las monjas, en un desplazamiento psicológico del instinto sexual y maternal, juguetean con el Niño Jesús, que tiene que estar acostado junto a sus camas, al que alimentan y del que hasta se sienten embarazadas.

Margareta Ebner (1291-1351), una dominica bávara, duerme al lado de Jesús, esculpido en madera en una cuna. Un día oye la voz del Señor: «¿me amas más que a nada?; pues si no me amamantas me apartaré de ti». Obediente, Margareta pone la figura en su pecho desnudo, experimentando un gran placer en ello. Pero Jesús no transige, no deja de importunar, se le aparece hasta en sueños, de modo que ella conversa con Él: «'¿por qué no eres más recatado y me dejas dormir?'. Entonces habló el niño: 'no quiero dejarte dormir, tienes que cogerme'. De modo que, ansiosa y contenta, lo cogí de la cuna y lo coloqué en mi regazo. Era un niño de carne y hueso. Entonces dije: 'bésame; ¡quiero olvidarme así de que me has arrebatado la tranquilidad!'. Entonces me abrazó y me agarró del cuello y me besó. Después le pedí que me dejara reconocer la santa circuncisión (...)». Un tema que preocupaba vivamente a casi todas las esposas de Dios.

El joven Jesús se acercó a Elisabeth Beckiin «muy en secreto» y se sentó en un banco frente a ella. «Entonces ella saltó llena de anhelo, como una persona fuera de sí, y le arrastró hacia sí y lo tomó en su regazo y se sentó en el lugar donde El había estado sentado y le estuvo piropeando, aunque no se atrevía a besarle. Entonces, habló con amor sincero: 'ay, corazón mío, ¿osaré besarte acaso?'. Y Él dijo: 'sí, por el ansia de tu corazón, tanto como tú quieras'».

También obtuvo tanto como quería aquella esposa de Jesús que cantaba a su «Amado»: «ungüento derramado, infatigable y complaciente bullidor, que me enciendes y me consumes con el más amable de los fuegos. Las delectaciones de mi alma quieren derramarse hacia el exterior o hacia la parte inferior (!), pero el espíritu todo lo envía hacia arriba».

Matilde de Magdeburgo o «en el lecho del amor»

En el siglo XIII, Matilde de Magdeburgo, que murió finalmente, vieja y ciega, en el monasterio cisterciense de Helfta (junto a Eisleben), también se había encendido y consumido «en el lecho del amor». Durante décadas combatió su libido con «suspiros, llantos, oraciones, ayunos, vigilias, azotes» etcétera, antes de que alcanzara el goce completo de Dios, la fruitio Dei, y las visiones ocuparan el lugar de las penitencias. «Pues durante veinte años la carne nunca me dejó reposar y me fatigué y enfermé y al final me debilité por el arrepentimiento y la pena, y por santa ansiedad y por espiritual fatiga, y a ello se sumaron muchas y graves enfermedades naturales» —con lo que, por lo demás, dibuja la vida y el vía crucis de muchas monjas—. La represiófi funcionó en ella con tanto éxito que muchos devotos copistas y traductores han continuado resumiendo y reformulando su legado místico (en parte —desde un punto de vista poético-destacado).

Apenas exagera el encabezamiento de la obra cuando dice: «el contenido de este libro ha sido visto, oído y sentido con todos los miembros». Pues Matilde tenía que amar con todos los miembros: «(...) hay que amar y hay que amar / y nada distinto se puede empezar»; no puede «rechazar nunca más el amor», tiene que «manar amor» lo que comenzó a ocurrir en ella muy pronto. «Yo, indigna pecadora» reconoce, «a mis doce años, estando sola, fui besada por el Espíritu Santo, en flujo sobremanera dichoso». Y más tarde fluye cada vez con mayor frecuencia. Tanto si canta:

«Amor manar, / dulce regar» o bien: «¡Oh Dios, que fluyes en Tu amor!» O si se siente «campo seco» y suplica:

Ea, amadísimo Jesucristo, envíame ahora la dulce lluvia de Tu humanidad.

Mientras, asevera constantemente que quiere vivir y fluir «inmaculada» o «pura» lo que es sintomático del proceso de represión.
¡Ay, mi único Bien, ayúdame,
que pueda inmaculada fluir en Ti!
¡Ay, Señor!
¡Ámame íntimamente,
y ámame a menudo y mucho tiempo!
Pues cuantas más veces me ames, más pura seré.
Recuerda cómo puedes acariciar
el alma pura en Tu regazo.
Consúmalo, Señor, de inmediato en mí.

Pero no sólo es ella la que anda tras el Señor; también Él la codicia, está «enfermo de amor». «Señor, Tú estás todo el tiempo enfermo de amor por mí» revela. Y Él entona dulcemente: «tienes que sentir dolor sin fin / en tu cuerpo» apostrofando que es Su «almohada» o el «lecho de amor» o el «arroyo de Mi ardor»; y fluye a su vez, y la hace afluir de nuevo. ¡Panta rhei!

Si Yo brillo, debes quemar, si Yo fluyo, debes manar.

La «roca excelsa» (infra) quiere «vivir con ella, como esposos» promete «un dulce beso en la boca» le insiste: «¡concédeme que enfríe en tí el ardor de Mi Divinidad, el anhelo de Mi Humanidad y el gozo del Espíritu Santo!» Repetidamente, las Tres Personas se disputan así a la fluyente Matilde, haciendo que su «deleite» sea «muy variado»; «a la hora de recibir ella a Nuestro Señor» los tres, fogosamente, ponían su mano (o lo que fuera) en juego desde lo alto: Era la energía de la Santísima Trinidad y el bendito fuego celestial tan cálido, en María.

Es simplemente natural que Matilde, teniendo presentes tales derramamientos divinos sobre —o en— María, suspire:

Oh, Señor, mimas demasiado mi encenagado calabozo.
Y el divino Esposo replica:
Amado corazón, reina mía, ¿qué atormenta tus impacientes sentidos? Si te hiero hasta lo más profundo, al momento, con todo mi amor te unjo.

Así que, a menudo. Dios la «consuela con todo Su poder en el lecho del amor». Uno no puede sino creer al intérprete moderno cuando afirma: «que Matilde destaque tan incomparablemente entre las mujeres religiosas de su tiempo, lo debe al don de haber encontrado palabras sobre aquello que para otras seguía siendo inefable»

Amor en el «estado de muerte aparente»

Algunas doncellas amaban literalmente hasta perder el sentido. Era el caso de la monja Gerburga de Herkenheim, a quien la «dulzura del cielo» penetraba «en el interior del cuerpo como una fuente efervescente de vida» y era presa de tal ardor que se desplomaba inconsciente.

Sobre la dominica Elisabeth von Weiler escribe una compañera: «Su mirada era tan elevada y tan tamizada de gracia que quedaba tendida a menudo uno, dos, tres días, de modo que sus sentidos exteriores nada percibían. En cierta ocasión en que yacía en dicha gracia, llegó al convento una mujer de la nobleza. Como no quería creer que nuestra hermana había perdido el sentido merced a la gracia, se le acercó y le hundió una aguja en los talones. Mas Elisabeth, debido a su ardiente amor, nada sintió».

Santa Catalina de Siena (1347-1380), santa protectora de la orden dominicana y patrona de Roma, también quedaba tendida durante horas en un «estado de muerte aparente» y, eventualmente, era obsequiada con la prueba de las agujas por^escépticas adictas a los milagros; pero «el sentimiento de amor» sujetaba «todos sus miembros».

A veces, estando en la cama, Santa Catalina de Genova —la tragadora de suciedad y piojos— no podía soportar el ardor. «Toda el agua que el mundo contiene», gritaba, «no podría refrescarme ni lo más mínimo». Y se arrojaba sobre la tierra: «amor, amor, no puedo más». Un fuego («fuoco») sobrenatural la consumía. ¡El agua fría en la que metía sus manos comenzaba de repente a hervir, y hasta el vaso se calentaba! También la alcanzaban afilados dardos «de amor celestial». Una de las heridas («ferita») fue tan profunda que perdió el habla y la vista durante tres horas. «Hacía señas con la mano que daban a entender que tenazas al rojo apretaban su corazón y otros órganos interiores».

La herida profunda y el confesor

Como tantas extáticas. Catalina tenía cierta debilidad por su confesor. En cierta ocasión se puso a olisquear en su mano: «un olor celestial» dijo, «cuya amenidad podría despertar a los muertos». Catalina estaba infelizmente casada y cuando conoció a este confesor lenta veintiséis años. Y justo en el momento en que «ella se arrodillaba ante él, sentía en su corazón la herida del inconmensurable amor de Dios».

Era la famosa herida que se les abría a tantas contemplativas, por ejemplo a madame Guyon (1648-1717). La Guyon, que por entonces tenía diecinueve años, también sintió la herida durante el primer tete-a-tete con su confesor, al que un «poder secreto» condujo junto a ella; notó «en ese momento» exactamente como Catalina, «una profunda herida que me colmó de amor y de embeleso, una herida tan dulce que deseaba que nunca sanara».

Santa María Magdalena dei Pazzi, adicta a las flagelaciones y a la laceración con espinas (supra), a menudo se mantenía de pie, inmóvil, «hasta que el derramamiento amoroso llegaba y con él un nuevo amor penetraba en sus miembros». Con frecuencia saltaba de la cama y agarraba a una hermana con el mayor frenesí: «ven y corre conmigo para llamar al amor». Entonces iba bramando como una ménade por el convento y gritaba:

«¡amor, amor, amor, ah, no más amor, ya basta!». En el jardín, informa su confesor Cepari, arrancaba «todo lo que caía en sus manos», desgarraba los vestidos, fuera verano o invierno, a causa «de la gran llama de amor celestial que la consumía» —que ella a veces apagaba en el pozo, vertiendo agua «hacia dentro de sus pechos»—. «Se movía con increíble rapidez» atestigua Cepari, quien asegura que, estando en el coro de la capilla en la fiesta del Hallazgo de la Cruz, el 3 de mayo de 1592, Magdalena saltó no menos de nueve metros de altura («amor vincit omnia») para agarrarse a un crucifijo. Luego soltó el santo cuerpo, lo plantó entre sus senos y ofreció al Señor para que las monjas lo besaran.

Bestia mystica

Angela de Foligno, la que se bebía el agua de lavar de los leprosos (supra), lo hacía más sencillo. No daba saltos hacia Jesús, asf que nada de nueve metros: él mismo se iba detrás de ella, enamorado hasta las cachas. «¡Mi dulce, mi amada hija, mi amada, mi templo!» languidecía por ella. «Toda tu vida, tu alimento, tu bebida, tu sueño, sí, toda tu vida me agrada. Haré grandes cosas a través de ti ante los ojos de las gentes (...) Amada hija, mi dulce esposa, ¡te amo tanto! «El Dios Todopoderoso te ha proporcionado mucho amor, más que a ninguna otra mujer de esta ciudad. Se ha deleitado por ti». Etcétera,

Para poder tener semejantes experiencias, lo primero que tuvo que hacer la «angélica» fue librarse de su familia, lo que consiguió con ayuda de Dios, disfrutándolo «con placer homicida» (!). «Por aquel tiempo, por decisión de Dios, murió mi madre, que era para mí un gran obstáculo en el camino hacia Dios. Asimismo murió mi marido, y en poco tiempo murieron también todos mis hijos. Y como había empezado a recorrer el camino de la bienaventuranza, y había pedido a Dios que me librara de ellos (!), su muerte fue para mí un gran consuelo, aunque guardé luto por ellos».

Y ahora vamos con una bestia mística de otra especie, una esfinge, por así decirlo, en la que, prescindiendo de su craso afán de poder y dinero, uno no sabe nunca a ciencia cierta si se conmemora la hipocresía o la histeria o el cinismo o todo a la vez: Teresa de Ávila, la más grande mística católica... ma bete noire.

TERESA DE ÁVILA: «Y PLANTA EN MÍ TU AMOR»

Teresa de Ávila (1515-1582) no cosechó sus particulares deleites —como Agustín y tantos otros santos— hasta los años de su madurez. Hasta los cuarenta no encontraba «ningún gozo en Dios» o en «Su Majestad» como prefería decir a menudo: un tratamiento más adecuado para el Todopoderoso que el grosero tuteo que soporta de parte de cualquiera. Teresa misma nos relata que durante veinte años fue una completa pecadora, semejante a María Magdalena, una «mala mujer», «la peor entre las peores», digna «de la compañía de los espíritus infernales». Pero después, casi como de pasada en medio de este torrente de inculpaciones, anota que sus extravíos, incluso los más vergonzosos, no habían sido «de tal naturaleza como para que me encontrara en pecado mortal».

¡Qué luz cae sobre ella! ¡Qué nube de incienso! ¡Qué puesta en escena tan refinada! No es de extrañar que los mismos eclesiásticos prevengaa contra ella y la acusen de extravagancia y obsesión diabólica o que durante, dos décadas no encuentre «confesor alguno que la entendiese». Bien es cierto que el primero que lograría contentarla era «un gran devoto» pero no sólo de la Virgen María, en particular «de su Concepción», sino también «de una mujer del mismo lugar», con la que durante muchos años había tenido relaciones nada platónicas; Teresa trató a este hombre de un modo «muy amoroso» —completamente diferente—, cultivando «un frecuente trato recíproco». De todas formas el monje murió sólo un año después; evidentemente no estaba preparado para unas y otras fatigas.

Sin embargo, los padecimientos de Teresa fueron aún más atroces que sus vicios: fiebres, dolores de cabeza, hemoptisis; como ella expresa cuidadosamente, «hasta donde alcanzo, casi nunca he dejado de sentir (...) alguna especie de dolor». Un desfallecimiento cardiaco la atacó «con tan extraordinaria reciedumbre (...) que todos (...) se espantaron de ello». De repente, y cada vez más a menudo, perdía el sentido o quedaba en un estado «que constantemente rozaba la inconsciencia». ¿Sorprende que creyeran que se iba a «volver frenética»? En cierta ocasión escribe: «La tumba que ha de recibir mi cadáver está abierta en mi convento desde hace ya día y medio». De todos modos, estuvo «paralítica» durante «tres años». Después, al principio sólo pudo arrastrarse «a cuatro patas». Y durante otros «veinte años» padeció «todas las mañanas de vómitos», que se repetían habitualmente «por las noches antes de ir a la cama», «con fatigas mucho mayores». «Así que tengo que estimular el sueño con plumas o cosas parecidas». A menudo aullaba. Pues también a ella Dios la había «bendecido con el don de las lágrimas». Pero luego temía quedarse ciega precisamente por causa de esta gracia.

Un demonio lascivo rechina los dientes

Visiones de todo tipo acuden entonces a esta naturaleza castigada, tan alegremente como las abejas al panal. Las escenas se repiten una y otra vez: el Cielo abierto, el Trono, la Divinidad, ángeles incomparablemente hermosos; la Santa reconoce que «aquí está todo lo que se puede pedir». Contempla a Santa Clara, «a Nuestra Amada Señora», a «nuestro padre San José» y, en muchas ocasiones, a los jesuítas a los que tanto venera: en el Cielo, o incluso «acompañados por Dios», o «ascendiendo al Cielo»... hasta que, por razones pecuniarias, ¡los declara peones del Diablo!

A propósito del Diablo: persigue a Santa Teresa, pero ésta le asusta por medio de la señal de la cruz («yo hacía lo que podía») y recurriendo al agua bendita, con resultados cada vez más satisfactorios. Cierto día, Belcebú la atormenta «durante cinco horas, con dolores tan crueles y una inquietud interior y exterior tan grande que pensaba que ya no podría soportarlo». Incluso sus hermanas espirituales estaban trastornadas.

En otra ocasión, Teresa ve junto a ella «a un morito abominable, que hacía rechinar los dientes como un condenado» porque no conseguía aquello que le sugería su mal espíritu. Y eso que atacó duramente a la Santa, y las pobres monjas, que vieron de nuevo a su madre presa de horribles convulsiones, es probable que volvieran a trastornarse bastante. «Así que tuve que golpear y forcejear violentamente, con todo mi cuerpo, con la cabeza y con los brazos, sin poder contenerme».

Acostumbrarse poco a poco a las partes de Dios

No obstante, el Señor penetraba sin el menor esfuerzo allí donde la banda infernal no llegaba nunca. Así ocurrió en el convento de Beas. En un primer momento, Dios se limitó a poner un simple anillo en el dedo de la santa, como signo de compromiso; luego se mostró, pero sólo peu la peu: primero las manos, más tarde el rostro y finalmente entero; ella no lo habría «resistido» todo al mismo tiempo. En cambio, así disfrutó de las partes divinas pieza a pieza, por así decirlo.

Al igual que a muchos comunes mortales, a la santa el amor también la convierte en poetisa. Exultante, la más grande mística católica toma la lira y canta:

Ya toda me entregué y di,
y de tal suerte he trocado,
que es mi amado para mí
y yo soy para mi amado.
Cuando el dulce cazador
me tiró y dejó rendida
en los brazos del amor
mi alma quedó caída.
Un amor que ocupe os pido,
Dios mío, mi alma os tenga,
para hacer mi dulce nido
adonde más la convenga.

La circuncisión de Jesús, naturalmente, arrancó a Teresa el poema correspondiente. Y «en la fiesta de Santa María Magdalena» se puso a reflexionar «sobre el amor que yo debía a Nuestro Señor por aquello de que me había hecho partícipe por medio de esta santa; y estuve animada de un fuerte deseo de imitarla».

Mostrarle la higa al Señor

¡Ah, si supiésemos lo que quiere decir, lo que es, lo que fue la «higa» de Teresa!... Un verdadero acicate para la fantasía, como lo es esa revelación de que fue partícipe (¡de primerísima mano!) acerca de la Gran Pecadora, sobre la que también mantiene discreto silencio. ¡Cuántas especulaciones sobre la santa ramera habría aclarado Teresa; con cuántos chismorrees y murmuraciones habría podido acabar! Pero no, ése era el secreto de esta aficionada a la posición horizontal de los sinópticos; y ahí estaba la higa teresiana (provenzal «figa»; latín «ficus»). En la Antigüedad el higo y la higuera tenían significado erótico. La etimología popular derivaba el verbo pecar, «peccare» del hebreo «pag» (higo), Y aún hoy los cazadores designan con el nombre de la hoja de la higuera el órgano femenino del venado.

Sea como sea, «la bandera de Cristo» es ahora «izada en lo alto», «el comandante de la fortaleza» sube, si se puede expresar así, «a la torre más alta», los árboles comienzan «a llenarse de savia». A lo que añade: «esta comparación despierta en mí un dulce sentimiento». También nota «un brasero en lo profundo de mi interior» y una «sacudida de amor»; «una gran pena y un dolor penetrante» están «unidos a un deleite grande sobremanera»... «una [otra] auténtica herida». Con todo, el divino Esposo se introduce «hasta los tuétanos»; en algunos momentos, la conmoción aumenta tanto «que se manifiesta en sollozos» y al alma «le son arrancadas ciertas palabras tiernas que, a juzgar por todas las apariencias, no puede contener, como por ejemplo '¡Oh vida de mi vida!', ¡0h alimento que me mantiene!'». Y, finalmente, es «rociada por un bálsamo que la penetra hasta los tuétanos, difundiendo un olor exquisito y delicado» y «surgen chorros de leche (...)» Está «abismada» en Su Majestad, «completamente abismada en Dios mismo». Él está metido en ella o bien ella en Él. En todo caso, ella le siente de tal forma que «no podía en absoluto dudar de que, en ese abismamiento, él estaba en mí o yo estaba en él». Su Majestad suele hablarle después: «tú eres ahora mía y Yo soy tuyo». Y ella, o más bien su alma —pues sólo tratamos de ésta—, queda fuera de sí y clama:

«planta en mí el amor».

Asaeteada por el dardo

A veces a esta alma también la «penetra un dardo en lo más íntimo del corazón y las visceras, de un modo que ya no sabe cómo es y qué quiere. Reconoce que anhela a Dios y que este dardo parece haber sido hundido en algún veneno (...)» Y «veneno», «pena» y «pena de amor», todo es «tan dulce que ningún placer hay más deleitoso en esta vida». «Entonces, uno no puede mover ni los brazos ni los pies (...) Apenas puede ya tomar aliento; sólo se pueden lanzar algunos suspiros».

A este contexto pertenece, naturalmente, aquella conocida visión inmortalizada por Bernini en la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria de forma tan «espantosamente alusiva» —y por tanto, tan apropiada—, en la cual un ángel clava una y otra vez una larga espada de oro en el corazón de Teresa. Así describe ella la aparición —o, como dice Evelyn Underhill, corrigiéndola, «la auténtica vivencia de la penetración»—, ocurrida hacia 1562: «Vi junto a mi costado izquierdo a un ángel en figura corporal (...) No era grande, sino pequeño y muy hermoso. Su rostro estaba tan iluminado que me pareció uno de los ángeles más preeminentes, que parecen estar envueltos en llamas. Tenía que ser uno de ésos que se llaman querubines (...) En sus manos vi un largo dardo de oro y en la punta de hierro me pareció que había algo de fuego. Se me antojó como si, varias veces, asaeteara mi corazón con el dardo hasta lo más profundo y, cuando lo sacaba de nuevo, me parecía como si sacara con él aquella parte íntima de mi corazón. Cuando me dejó, estaba completamente encendida de fervoroso amor a Dios. El dolor de esta herida era tan grande que me sacaba los dichos suspiros de queja; pero también el deleite que causaba este dolor inusual era tan extremado que en modo alguno podía pedir que se me librara de él, ni podía contentarme ya con algo menor que Dios».

Es suficiente: la larga lanza de oro con punta al rojo vivo («algo de fuego»), la extremada dulzura*del dolor y los gemidos durante el divino entrar y salir del ensartamiento; ya sólo faltaba el «engrudo espiritual» del que habla un místico inglés, una metáfora «si bien algo grosera, totalmente inocente».

Frecuentes apariciones de lanzas y estoques

¿Quién puede sorprenderse de que Teresa reciba la gracia del dardo «muy a menudo», o de que declare que «algo la ha acometido»?

Algo la ha «acometido». En numerosas ocasiones ve dardos, lanzas, estoques o «espadas en las manos» de algunos padres. Con mucho tacto anuncia: «Pienso que eso significaba que los padres defenderían la fe.

Pues en otra ocasión, cuando mi espíritu se hallaba embebecido en oración, creí encontrarme en un campo donde muchos luchaban entre sí, y entre éstos vi también a aquellos frailes que peleaban con gran empeño. Su faz era hermosa y estaba totalmente encendida. Vencían a muchos y los derribaban; a otros los mataban. La escena parecióme ser una batalla contra los herejes».

Claro que hay visiones parecidas que no dejan lugar a dudas. «Me vi durante la oración completamente sola en un extenso campo; y a mi alrededor había gentes de toda condición que me tenían rodeada. Parecía que todos llevaban armas en las manos: lanzas, espadas, puñales y larguísimos estoques, y estaban dispuestos a acometerme con ellos». Pero Cristo, desde el Cielo, alarga su mano a tiempo para protegerla. «Y así, estas gentes, aun deseándolo, no pudieron dañarme».

Es fácil de comprender que sufra con frecuencia esta clase de tribulaciones y que se vea expuesta, «poco después, a un ataque casi idéntico». Pero, en este caso, los que la importunaban no eran precisamente unos completos desconocidos: «Hablo aquí de amigos, parientes y, lo que aún es más sorprendente, de personas muy piadosas. Con la idea de estar haciendo algo bueno, me acosaron luego de tal manera que ya no sabía cómo protegerme o qué debía hacer».

Incluso cuando el diablo se le acerca, Teresa se fija —además de en su «espantosa boca» cuya contemplación la excita «particularmente»— en algo largo y penetrante: «parecía salir de su cuerpo una gran llama, brillantísima y sin sombra alguna».

Levantamientos y sequedades

Las cópulas (espirituales) de Teresa —por lo general, un «ataque rápido y vigoroso»— la dejaban casi siempre «como triturada». Al día siguiente, todavía sentía «un latir fatigoso y dolor en todo el cuerpo; y era como si todos mis miembros estuvieran descoyuntados». «¡Oh, este arte sublime del Señor!» suspira después de haber gozado.

Así se suceden visión tras visión y éxtasis tras éxtasis —«una locura gloriosa, una necedad celestial»—; sus piruetas son cada vez más atrevidas, vuela cada vez más alto, literalmente. Pues, de acuerdo con las palabras del Señor («quiero que en adelante te trates con ángeles y no con hombres», lo que se «cumplió plenamente»); esta «naturaleza extremadamente crítica» alcanzó, al menos, un «presentimiento de la naturaleza angélica» (Nigg). Violando las leyes de la gravedad, se elevaba del suelo, en frecuentes trances místicos, y flotaba, bienaventurada, en el aire; a veces ¡durante media hora! Testigos: las monjas y «damas de la sociedad» (Nigg). Y, naturalmente, ella misma: «Yo casi no estaba en mí, de modo que veía con toda claridad cómo era levantada».

Cierto es que la doctora mística se mostraba sorprendentemente es-céptica —por no decir difamadora— a propósito de los milagros y arrobamientos de los demás —simples «desmayos de mujeres»—. «Hay personas» dice, «y yo misma he conocido algunas, cuyo cerebro y fantasía son tan débiles que creen ver en la realidad todo aquello que piensan, y ésta es una disposición muy peligrosa». «Como Vuestra Merced sabe, hay personas de tan débil imaginación —aunque no en nuestros conventos— que se figuran ver en la realidad todo lo que se les ocurre; en lo cual el Diablo debe tener alguna parte». En cambio, a través de ella hablaba «manifiestamente el Espíritu de Dios».

Sin embargo, no siempre hablaba. Y entonces se presentaba el pecado de la acedía, el ennui spirituel, el «sueño profundo del alma» como dice Casiano, o la «noche oscura» por citar a San Juan de la Cruz; ese estado de aflicción que Matilde de Magdeburgo deplora con las siguientes palabras: «cuando despierta la esposa fiel, piensa en su amado. Y si no lo tiene consigo, comienza a llorar. ¡Ay, con cuánta frecuencia le sucede esto, espiritualmente, a la esposa de Dios!» Es esa desgracia que arrancó a Arnulf Overland lamentos tan compungidos como los de la misma Matilde: «entonces, ella cayó sobre sus rodillas y sintió el deseo de ir junto a Él. Él la rodeó con sus divinos brazos y puso su paternal mano sobre sus pechos, mirándola profundamente a los ojos. ¡Y cómo no iba a besarla!»

Durante dieciocho años, Teresa padece «grandes sequedades» informa de su «soledad y sequedad». «Me encontraba entonces en gran sequedad» etcétera. Por supuesto, considera «esta sequedad una gran merced». Ya que, de ese modo, la futura efusión divina será aun mejor. Por ello, «para explicar ciertos asuntos de la vida espiritual» Teresa siempre vuelve a su «imagen preferida»: «la irrigación del alma mediante una red de canales hábilmente dispuesta por el Jardinero». El Señor se presenta como «una esponja totalmente empapada de agua». Teresa queda desbordada por los «manantiales» del «Esposo» por la «fuente de agua bendita» que riega su «jardín» y siente, en todo su realismo, cómo el «poder del fuego sólo se sofoca con un agua que aumenta su ardor». Y el agua, entonces, fluye, borbotea, salpica, «igual que las fuentes». «El amor siempre hierve y bulle». Y siempre se seca de nuevo, lo que no deja de ser terrible. Pero también vuelve, «porque el agua atrae más agua hacia sí».

Texto de Karlheinz Deschner publicado en "Historia Sexual del Cristianismo",Yalde, Zaragoza, España, 1993 pp. 85-103. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.



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