5.09.2016

MÍSTICA PREPUCIAL EN LA EDAD MODERNA


Más tardíamente, el elemento antinatural de la moral cristiana siguió haciendo brotar toda clase de flores de la mística del noviazgo y el ardor.

Ángelus Silesius, el cantor clerical de Silesia («¡Hacia mí, dice Cristo, nuestro héroe!»), escribe en 1657, en el prólogo de su conocido opúsculo Placer santo de almas o églogas espirituales de la Psique enamorada de Dios: «¡Alma enamorada! Aquí te entrego las églogas espirituales y ansias amorosas de la esposa de Cristo a su Esposo, con lo cual te puedes complacer a tu gusto y, en los desiertos de este mundo, puedes suspirar por Jesús, tu amado, íntima y amorosamente, como una casta tortolita». Y lo que sigue suena así:

¡Ah, qué dulce es Tu sabor
para aquel que lo puede probar!
Ah, qué limpio, puro y transparente
es Tu flujo, Tu manantial.
Ah, que todo placer y consuelo
brota de tu apacible seno.

Los libros de cánticos de iglesia rebosan de poemas como «¡Oh, Rosamunda, ven y bésame!» «Estrella polar de las almas enamoradas». «Que yo esté enamorado, tu juicio enamorado lo provoca». «Príncipe de las Alturas, que me prometiste matrimonio» y otros similares.
Un poema de iglesia (que se canta con la melodía de «Jesús de mi corazón, contento mío») comienza:

Ven, paloma mía, placer purísimo,
ven, que nuestro lecho está floreciendo.

Y contiene estos versos:

Fogoso placer, oh, casto lecho,
en él mi amor me encuentra, (...)
tú puedes del dulce matrimonio
el yugo entre nosotros disponer:
por eso te ofreces, por eso penetras,
mi espíritu quiere que tú lo atravieses,
y sólo tu juego al fin padecer (...)

En el Ingenioso Libro de Cánticos de comienzos del siglo XVIII brillan las estrofas:

Te busco en el lecho hasta la mañana,
oculta en la alcoba de mi corazón:
te callo o te llamo, recorro el gentío
y me ven perseguirte, Jesús, por amor.
Le tengo, le retengo, y no quiero perderle,
deseo que me acoja y deseo abrazarle,
quisiera introducirlo en la alcoba de la madre;
así disfrutaré de todas sus mercedes,

Muchos otros «escritos edificantes» de este tiempo irradian el mismo arrullo espiritual:

Amor mío, tesoro mío, Esposo mío, me tiendo en tu regazo,
penetro en tu corazón, tú nunca te desprenderás de mí;
quiero estar embarazada de tí (...)

Y así otros muchos.

«Más adentro, más adentro»

La Comunidad de Hermanos Moravos (básicamente luterana), fundada en el siglo XVIII por Nikolaus Ludwig, conde von Zinzendorf, intensificó su fe mediante metáforas algo cursis de origen obvio. En los círculos de formación pietista, destaca la identificación de la herida en el costado del Crucificado, el llamado «huequecito del costado» con el órgano sexual femenino, una idea que tuvo su consiguiente aplicación literaria.

Más adentro, más adentro, al costadito
se allega un pajarillo que acaba de llegar
para cantar exultante «pleurae gloria»
y en la dulce herida poderse acomodar.
Es atraído por el imán primigenio,
en un tierno arrobo mantiénese erguido
y no hay para él bien mayor en estima
que aquel cuerpo amado del que está prendido.

Se convertía a la herida del costado de Jesús en «herida-ahejilla», «herida-pañito», o «herida-pececillo»; y leemos: «se desliza en el huequecito del costado», «hurga en el interior», «roe», «lo lame».

Ay, al hueco de la lanza
acerca tu boca,
que besado, besado ha de ser (...)

Incluso se ensalza al falo como «miembro secretísimo» de los «ungüentos conyugales».

Problemas prepuciales

Si un papa iba a la peregrinación del prepucio de Abraham nada menos que en 1728, no debe extrañar que el prepucio de Jesús haya conmovido a los devotos cristianos tan profundamente.

Una larga nómina de padres de la Iglesia estuvieron atormentados por el destino de este prepucio, que Dios debió de perder al octavo día de su vida terrenal.

¿Se había podrido? ¿Se había vuelto demasiado pequeño o había crecido milagrosamente? ¿Se fabricó el Señor uno nuevo? ¿Lo tenía en la Ultima Cena, cuando convirtió el pan en su cuerpo? ¿Tiene prepucio, ahora en el Cielo, y es adecuado a su grandeza? ¿Cuál es la relación entre su divinidad y el prepucio? ¿También se extiende la divinidad al prepucio? ¿Y la reliquia? ¿Puede ser auténtica? ¿Debe ser adorada, como otras reliquias, o simplemente venerada?

Y finalmente: ¿por qué hay tantos prepucios de Jesús? La monografía escrita por el exdominico A.V. Müller titulada El sagrado prepucio de Cristo (1907) anota, al menos, trece lugares que se vanaglorian de poseer el «auténtico» prepucio divino: el Lateranense y los de Charroux (junto a Poitiers), Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon, Nancy, Metz. Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y «probablemente algunos otros». El precioso bien llegó a Roma de la mano de Carlomagno, a quien se lo había facilitado un ángel.

Con el tiempo, se desarrolló un culto prepucial en toda la regla. En 1427 se fundó una Hermandad del Santo Prepucio. Muchas personas, y en especial las embarazadas, peregrinaban para visitar el pellejo conservado en Charroux, al que se atribuyó un efecto benéfico sobre la marcha del embarazo en la época de Pierre Bayie, en la de Voltaire y en la de Goethe. La pieza conservada en Amberes tenía sus propios capellanes. Cada semana se celebraba allí una misa mayor en honor del santo prepucio, y una vez al año lo llevaban «en triunfo» por las calles. Aunque era pequeño e invisible, los favores que concedía debían de ser grandes....

El prepucio de Jesús como anillo de compromiso

El jesuita Salmerón exalta sugestivamente la advocación del prepucio de Jesús como anillo de compromiso para sus esposas. «En el misterio de la circuncisión, Jesús envía a sus esposas (como una doncella tenida por santa ha dejado escrito) el anillo de carne de su preciosísimo prepucio. No es duro; enrojecido con sardónice, lleva la leyenda 'por la sangre derramada'. También lleva otra inscripción que recuerda el amor, es decir, el nombre de Jesús. El fabricante de este anillo es el Espíritu Santo, su taller es el purísimo útero de María (...) El anillo es blando y si lo pones en el dedo de tu corazón, transformará ese corazón de piedra en un corazón (de carne) compasivo (...) El anillo es resplandeciente y rojo porque nos vuelve capaces de derramar nuestra sangre y de resistir al pecado, y porque nos convierte en seres puros y piadosos».

Si toda una legión de teólogos caviló sobre el dudoso paradero de la reliquia, ¿cómo no iba a ser mayor y más fanático el círculo de las doncellas sometidas a estos éxtasis prepuciales? Santa Catalina de Siena, que era capaz de rodar por el suelo gritando, suplicando los «abrazos» de su «dulcísimo y amadísimo joven» Jesús, llevaba en el dedo el prepucio (invisible) de Cristo, que Él mismo le había regalado. Según nos comunica el confesor de Catalina, ella le declaraba a menudo, con muchísima timidez, que veía el anillo constantemente, que «no había un solo momento en que no lo notara», y cuando el propio dedo de Catalina se convirtió en reliquia, «diversas personas piadosas» que rezaban ante él también observaban el anillo, aunque era invisible para el resto. Todavía en 1874, la misma gracia le fue concedida a dos jóvenes estigmatizadas, Célestine Fenouil y Marie Julie Jahenny; catorce hombres vieron cómo el anillo que llevaba esta última se hinchaba y se volvía «rojo bajo la piel». Su obispo estaba «completamente entusiasmado».

El menú prepucial de la Blannbekin 

Pero, en fin, qué es todo esto si lo comparamos con la experiencia prepucial de Agnes Blannbekin, una monja muerta en Viena en 1715, cuyas «revelaciones» fueron documentadas en 1731 por el benedictino austríaco Pez.

Casi desde la adolescencia, informa el padre Pez, la Blannbekin había echado de menos esa parte que Jesús había perdido: el ilocalizable pellejo del pene del Señor. Más concretamente, «siempre que llegaba la fiesta de la Circuncisión» solía «llorar el derramamiento de sangre que Cristo se había dignado padecer desde el mismo comienzo de su infancia, lo que hacía con íntima y muy sincera compasión». Y precisamente en una de estas fiestas ocurrió que, justo después de la comunión, Agnes sintió el prepucio en su lengua. «Mientras estaba llorando y compadeciéndose de Cristo» nos cuenta el bien informado Pez, «comenzó a pensar en dónde estaría el Prepucio. ¡Y ahí estaba! De repente, sintió un pellejito, como la cascara de un  huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas se lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces... Y le fue revelado que el Prepucio había resucitado con el Señor el día de la Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes se tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros».

La base libidinosa de todo este circo amoroso con Jesús y la Virgen, prepucios y pezones, falos y leche materna, ¿podría ser más evidente? Dejando a un lado el aspecto puramente literario, no hay ninguna diferencia de relieve entre una mística «auténtica» y otra «inauténtica» entre una mística elevada y otra inferior, entre mística y misticismo. En todo lo sobrenatural siempre aparece la naturaleza; la sexualidad aparece en la «espiritualidad», eros en ágape, distintos en la forma, es cierto, pero no en el fondo. Si alguien se pone a gritar mientras se revuelca por el suelo o se masturba con un crucifijo, no se trata más que de un simple sucedáneo del instinto reprimido materializado.

Therese Neumann y el final de los trovadores

Las más recientes practicantes de la mística en la Iglesia son desconsoladoramente sobrias e inexpresivas, al menos en el plano verbal. Porque ya ha pasado la época del amor a Jesús, tal y como lo entendieron los espíritus más notables del Medievo.

Así por ejemplo, según el capellán Fahsel, las representaciones de Therese Neumann, de Konnersreuth, (muerta en 1962), y en especial su mímica, aún tenían un efecto «tan intenso y maravilloso como yo nunca he visto entre las mejores actrices» (¡muy bueno!), pero sus expresiones eran de un laconismo desconcertante. Su parlanchína tocaya española habría necesitado volúmenes enteros para lo mismo que Therese explica con una sobriedad extremada: «Oh, ya no puedo ver, ni puedo oír, ni puedo pensar ni actuar».

En consonancia con el creciente grado de ilustración y con la generalización del objetivismo, en definitiva, en consonancia con un modo de vida determinado por criterios más racionales, los místicos y mixtificadores se van extinguiendo. La histeria pierde terreno en todos los países occidentales y el mundo afectivo está mejor integrado. Se comprende la queja del fanático: «¡qué distintos a los de hoy en día eran el amor a la sabiduría eterna y el sentimiento mariano hace cuatrocientos años, en la época de la Alemania católica! ¡Aquel tiempo, cuando la escarcha de una mal llamada Reforma todavía no había destruido para siempre esa preciosísima flor (!) del pueblo alemán, la delicada mística medieval, consagrada a Cristo y a María! ¿Pero para siempre? No, ¡mantengo la firme esperanza de que no!» Y aquí se dice en negrilla: «Cuando haya pasado el invierno del protestantismo, cuando todos esos que hoy protestan contra Jesús, María y la Iglesia se hayan ahogado en su propia sangre (!), cuando las ideas del protestantismo, el liberalismo y el socialismo se hayan aniquilado mutuamente en una lucha a vida o muerte (!), entonces, sí, entonces, una primavera católica de mística medieval en honor de Cristo y de María florecerá de nuevo entre nuestro pueblo».

No obstante, aparte de que entre esta gente, época floreciente y derramamiento de sangre siempre son sinónimos, en el pasado los religiosos no se contentaron solamente con sucedáneos devocionales o con arrebatos y desahogos místicos. Por mucho que los pechos de María rebosaran de leche, por dulce que-fuera el prepucio del Señor, por mucho que los extáticos besuquearan, lamieran, se excitaran y se extenuaran, o ungieran las heridas abiertas y las encolaran, las embutieran y las rellenaran con lo primero que se les ocurría, por más que se hicieran amar hasta el desfallecimiento o elevar por los aires... en general, sus preferencias se decantaron por formas de. amor más profanas.

Texto de Karlheinz Deschner publicado en "Historia Sexual del Cristianismo",Yalde, Zaragoza, España, 1993 pp. 98-103. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.



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