Ángelus Silesius, el cantor clerical de
Silesia («¡Hacia mí, dice Cristo, nuestro héroe!»), escribe en 1657, en el
prólogo de su conocido opúsculo Placer santo de almas o églogas espirituales de
la Psique enamorada de Dios: «¡Alma enamorada! Aquí te entrego las églogas
espirituales y ansias amorosas de la esposa de Cristo a su Esposo, con lo cual
te puedes complacer a tu gusto y, en los desiertos de este mundo, puedes
suspirar por Jesús, tu amado, íntima y amorosamente, como una casta tortolita».
Y lo que sigue suena así:
¡Ah, qué dulce es Tu sabor
para aquel que lo puede probar!
Ah, qué limpio, puro y transparente
es Tu flujo, Tu manantial.
Ah, que todo placer y consuelo
brota de tu apacible seno.
Los libros de cánticos de iglesia rebosan
de poemas como «¡Oh, Rosamunda, ven y bésame!» «Estrella polar de las almas
enamoradas». «Que yo esté enamorado, tu juicio enamorado lo provoca». «Príncipe
de las Alturas, que me prometiste matrimonio» y otros similares.
Un poema de iglesia (que se canta con la
melodía de «Jesús de mi corazón, contento mío») comienza:
Ven, paloma mía, placer purísimo,
ven, que nuestro lecho está floreciendo.
Y contiene estos versos:
Fogoso placer, oh, casto lecho,
en él mi amor me encuentra, (...)
tú puedes del dulce matrimonio
el yugo entre nosotros disponer:
por eso te ofreces, por eso penetras,
mi espíritu quiere que tú lo atravieses,
y sólo tu juego al fin padecer (...)
En el Ingenioso Libro de Cánticos de
comienzos del siglo XVIII brillan las estrofas:
Te busco en el lecho hasta la mañana,
oculta en la alcoba de mi corazón:
te callo o te llamo, recorro el gentío
y me ven perseguirte, Jesús, por amor.
Le tengo, le retengo, y no quiero
perderle,
deseo que me acoja y deseo abrazarle,
quisiera introducirlo en la alcoba de la
madre;
así disfrutaré de todas sus mercedes,
Muchos otros «escritos edificantes» de
este tiempo irradian el mismo arrullo espiritual:
Amor mío, tesoro mío, Esposo mío, me
tiendo en tu regazo,
penetro en tu corazón, tú nunca te desprenderás
de mí;
quiero estar embarazada de tí (...)
Y así otros muchos.
«Más adentro, más adentro»
La Comunidad de Hermanos Moravos
(básicamente luterana), fundada en el siglo XVIII por Nikolaus Ludwig, conde
von Zinzendorf, intensificó su fe mediante metáforas algo cursis de origen
obvio. En los círculos de formación pietista, destaca la identificación de la
herida en el costado del Crucificado, el llamado «huequecito del costado» con
el órgano sexual femenino, una idea que tuvo su consiguiente aplicación
literaria.
Más adentro, más adentro, al costadito
se allega un pajarillo que acaba de llegar
para cantar exultante «pleurae gloria»
y en la dulce herida poderse acomodar.
Es atraído por el imán primigenio,
en un tierno arrobo mantiénese erguido
y no hay para él bien mayor en estima
que aquel cuerpo amado del que está
prendido.
Se convertía a la herida del costado de
Jesús en «herida-ahejilla», «herida-pañito», o «herida-pececillo»; y leemos:
«se desliza en el huequecito del costado», «hurga en el interior», «roe», «lo
lame».
Ay, al hueco de la lanza
acerca tu boca,
que besado, besado ha de ser (...)
Incluso se ensalza al falo como «miembro
secretísimo» de los «ungüentos conyugales».
Problemas prepuciales
Si un papa iba a la peregrinación del
prepucio de Abraham nada menos que en 1728, no debe extrañar que el prepucio de
Jesús haya conmovido a los devotos cristianos tan profundamente.
Una larga nómina de padres de la Iglesia
estuvieron atormentados por el destino de este prepucio, que Dios debió de
perder al octavo día de su vida terrenal.
¿Se había podrido? ¿Se había vuelto
demasiado pequeño o había crecido milagrosamente? ¿Se fabricó el Señor uno
nuevo? ¿Lo tenía en la Ultima Cena, cuando convirtió el pan en su cuerpo?
¿Tiene prepucio, ahora en el Cielo, y es adecuado a su grandeza? ¿Cuál es la
relación entre su divinidad y el prepucio? ¿También se extiende la divinidad al
prepucio? ¿Y la reliquia? ¿Puede ser auténtica? ¿Debe ser adorada, como otras
reliquias, o simplemente venerada?
Y finalmente: ¿por qué hay tantos
prepucios de Jesús? La monografía escrita por el exdominico A.V. Müller
titulada El sagrado prepucio de Cristo (1907) anota, al menos, trece lugares
que se vanaglorian de poseer el «auténtico» prepucio divino: el Lateranense y
los de Charroux (junto a Poitiers), Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon,
Nancy, Metz. Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y «probablemente algunos
otros». El precioso bien llegó a Roma de la mano de Carlomagno, a quien se lo
había facilitado un ángel.
Con el tiempo, se desarrolló un culto
prepucial en toda la regla. En 1427 se fundó una Hermandad del Santo Prepucio.
Muchas personas, y en especial las embarazadas, peregrinaban para visitar el
pellejo conservado en Charroux, al que se atribuyó un efecto benéfico sobre la
marcha del embarazo en la época de Pierre Bayie, en la de Voltaire y en la de
Goethe. La pieza conservada en Amberes tenía sus propios capellanes. Cada
semana se celebraba allí una misa mayor en honor del santo prepucio, y una vez
al año lo llevaban «en triunfo» por las calles. Aunque era pequeño e invisible,
los favores que concedía debían de ser grandes....
El prepucio de Jesús como anillo de
compromiso
El jesuita Salmerón exalta sugestivamente
la advocación del prepucio de Jesús como anillo de compromiso para sus esposas.
«En el misterio de la circuncisión, Jesús envía a sus esposas (como una
doncella tenida por santa ha dejado escrito) el anillo de carne de su
preciosísimo prepucio. No es duro; enrojecido con sardónice, lleva la leyenda
'por la sangre derramada'. También lleva otra inscripción que recuerda el amor,
es decir, el nombre de Jesús. El fabricante de este anillo es el Espíritu
Santo, su taller es el purísimo útero de María (...) El anillo es blando y si
lo pones en el dedo de tu corazón, transformará ese corazón de piedra en un
corazón (de carne) compasivo (...) El anillo es resplandeciente y rojo porque
nos vuelve capaces de derramar nuestra sangre y de resistir al pecado, y porque
nos convierte en seres puros y piadosos».
Si toda una legión de teólogos caviló
sobre el dudoso paradero de la reliquia, ¿cómo no iba a ser mayor y más
fanático el círculo de las doncellas sometidas a estos éxtasis prepuciales?
Santa Catalina de Siena, que era capaz de rodar por el suelo gritando,
suplicando los «abrazos» de su «dulcísimo y amadísimo joven» Jesús, llevaba en
el dedo el prepucio (invisible) de Cristo, que Él mismo le había regalado.
Según nos comunica el confesor de Catalina, ella le declaraba a menudo, con
muchísima timidez, que veía el anillo constantemente, que «no había un solo
momento en que no lo notara», y cuando el propio dedo de Catalina se convirtió
en reliquia, «diversas personas piadosas» que rezaban ante él también
observaban el anillo, aunque era invisible para el resto. Todavía en 1874, la
misma gracia le fue concedida a dos jóvenes estigmatizadas, Célestine Fenouil y
Marie Julie Jahenny; catorce hombres vieron cómo el anillo que llevaba esta
última se hinchaba y se volvía «rojo bajo la piel». Su obispo estaba
«completamente entusiasmado».
El menú prepucial de la Blannbekin
Pero, en fin, qué es todo esto si lo
comparamos con la experiencia prepucial de Agnes Blannbekin, una monja muerta
en Viena en 1715, cuyas «revelaciones» fueron documentadas en 1731 por el
benedictino austríaco Pez.
Casi desde la adolescencia, informa el
padre Pez, la Blannbekin había echado de menos esa parte que Jesús había
perdido: el ilocalizable pellejo del pene del Señor. Más concretamente,
«siempre que llegaba la fiesta de la Circuncisión» solía «llorar el
derramamiento de sangre que Cristo se había dignado padecer desde el mismo
comienzo de su infancia, lo que hacía con íntima y muy sincera compasión». Y
precisamente en una de estas fiestas ocurrió que, justo después de la comunión,
Agnes sintió el prepucio en su lengua. «Mientras estaba llorando y
compadeciéndose de Cristo» nos cuenta el bien informado Pez, «comenzó a pensar
en dónde estaría el Prepucio. ¡Y ahí estaba! De repente, sintió un pellejito,
como la cascara de un huevo, de una dulzura completamente superlativa, y
se lo tragó. Apenas se lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce
pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces... Y
le fue revelado que el Prepucio había resucitado con el Señor el día de la
Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes se tragó el pellejo, que
sintió una dulce transformación en todos sus miembros».
La base libidinosa de todo este circo
amoroso con Jesús y la Virgen, prepucios y pezones, falos y leche materna,
¿podría ser más evidente? Dejando a un lado el aspecto puramente literario, no
hay ninguna diferencia de relieve entre una mística «auténtica» y otra
«inauténtica» entre una mística elevada y otra inferior, entre mística y
misticismo. En todo lo sobrenatural siempre aparece la naturaleza; la
sexualidad aparece en la «espiritualidad», eros en ágape, distintos en la
forma, es cierto, pero no en el fondo. Si alguien se pone a gritar mientras se
revuelca por el suelo o se masturba con un crucifijo, no se trata más que de un
simple sucedáneo del instinto reprimido materializado.
Therese Neumann y el final de los
trovadores
Las más recientes practicantes de la
mística en la Iglesia son desconsoladoramente sobrias e inexpresivas, al menos
en el plano verbal. Porque ya ha pasado la época del amor a Jesús, tal y como lo
entendieron los espíritus más notables del Medievo.
Así por ejemplo, según el capellán Fahsel,
las representaciones de Therese Neumann, de Konnersreuth, (muerta en 1962), y
en especial su mímica, aún tenían un efecto «tan intenso y maravilloso como yo
nunca he visto entre las mejores actrices» (¡muy bueno!), pero sus expresiones
eran de un laconismo desconcertante. Su parlanchína tocaya española habría
necesitado volúmenes enteros para lo mismo que Therese explica con una
sobriedad extremada: «Oh, ya no puedo ver, ni puedo oír, ni puedo pensar ni
actuar».
En consonancia con el creciente grado de
ilustración y con la generalización del objetivismo, en definitiva, en
consonancia con un modo de vida determinado por criterios más racionales, los
místicos y mixtificadores se van extinguiendo. La histeria pierde terreno en
todos los países occidentales y el mundo afectivo está mejor integrado. Se
comprende la queja del fanático: «¡qué distintos a los de hoy en día eran el
amor a la sabiduría eterna y el sentimiento mariano hace cuatrocientos años, en
la época de la Alemania católica! ¡Aquel tiempo, cuando la escarcha de una mal
llamada Reforma todavía no había destruido para siempre esa preciosísima flor
(!) del pueblo alemán, la delicada mística medieval, consagrada a Cristo y a
María! ¿Pero para siempre? No, ¡mantengo la firme esperanza de que no!» Y aquí
se dice en negrilla: «Cuando haya pasado el invierno del protestantismo, cuando
todos esos que hoy protestan contra Jesús, María y la Iglesia se hayan ahogado
en su propia sangre (!), cuando las ideas del protestantismo, el liberalismo y
el socialismo se hayan aniquilado mutuamente en una lucha a vida o muerte (!),
entonces, sí, entonces, una primavera católica de mística medieval en honor de
Cristo y de María florecerá de nuevo entre nuestro pueblo».
No obstante, aparte de que entre esta
gente, época floreciente y derramamiento de sangre siempre son sinónimos, en el
pasado los religiosos no se contentaron solamente con sucedáneos devocionales o
con arrebatos y desahogos místicos. Por mucho que los pechos de María rebosaran
de leche, por dulce que-fuera el prepucio del Señor, por mucho que los
extáticos besuquearan, lamieran, se excitaran y se extenuaran, o ungieran las
heridas abiertas y las encolaran, las embutieran y las rellenaran con lo
primero que se les ocurría, por más que se hicieran amar hasta el
desfallecimiento o elevar por los aires... en general, sus preferencias se
decantaron por formas de. amor más profanas.
Texto de Karlheinz Deschner publicado en
"Historia Sexual del Cristianismo",Yalde, Zaragoza, España, 1993 pp.
98-103. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo
Costa.
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