6.25.2012
AGROECOLOGIA: BASES TEÓRICAS PARA UNA HISTORIA AGRARIA ALTERNATIVA
Al margen de la dinámica imprimida al proceso por las fuerzas económicas, el actual modelo de agricultura ha sido y es producto de un conjunto de desarrollos teóricos en el campo de la economía que ha otorgado al sector agrario un papel relevante en el crecimiento económico. Confiados en el poder transformador del avance tecnológico, han roto con la visión pesimista de los límites impuestos a la agricultura por la ley de los rendimientos decrecientes. Este "optimismo tecnológico" resituó, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, el papel de la agricultura en el crecimiento económico. Las interpretaciones sobre la Revolución Industrial, que culminaron con la entronización y universalización de la experiencia británica, contribuyeron a considerar la "Revolución Agrícola" como un paso previo o necesario para la industrialización. La afirmación contenida en un famosos artículo de Lewis (1954) se convirtió en axiona:
"No es rentable producir un volumen creciente de manufacturas, a menos que la producción agrícola crezca simultáneamente. Esto se debe a que las revoluciones agraria e industrial van siempre parejas y a que las economías en las que la agricultura se halla estancada no presentan desarrollo industrial".
De esta manera se llegó a formalizar en seis las funciones esenciales que la producción agraria debía cumplir para cooperar eficazmente al crecimiento económico; o mejor dicho, al crecimiento industrial que constituía su máximo exponente y su sector más dinámico: Suministro creciente de alimentos, transferencia de mano de obra para la industria, recursos para el desarrollo industrial, creación de mercados, ingresos por exportaciones y cooperación internacional. Este modelo, difundido por economistas como Kuznets, Mellor, Lewis, Shultz o Metcalf, nunca fue cuestionado en su esencia por la escuela marxista, dando lugar a lo que en otro lugar hemos denominado "Marxismo Agrario" (Sevilla Guzmán y González de Molina, 1990). En ambas interpretaciones la agricultura constituía una fuente permanente de acumulación de capital para la industria, a la que quedaba subordinada. Para llevar a cabo su misión era imprescindible un crecimiento, cuanto más rápido mejor, de la productividad.
La superación de los condicionamientos físicos e institucionales de la tierra fue entendido en términos de "Industrialización" de la agricultura, habida cuenta la superioridad de la industria en el manejo eficiente y racional de los recursos.
De acuerdo con este supuesto se impulsó la transformación de la agricultura tradicional en un sector económico "moderno", apoyándose en dos concepciones básicas: que los procesos productivos agrarios podían ser manipulados mediante la aplicación de conocimientos físico-químicos y que la sustitución progresiva de trabajo por capital -a semejanza de los procesos industriales- constituía la manera más adecuada de incrementar la productividad del trabajo; la intensificación productiva, el aumento de insumos externos, el aumento de la escala de la explotación, la especialización y la mecanización lo harían posible. En otras palabras, el crecimiento agrario fue considerado como una función del desarrollo tecnológico: "La función de producción es una relación tecnológica entre input y output" (Metcalf, 1974).
No es de extrañar que la mayoría de los historiadores se hayan dedicado a estudiar el sector agrario como un proceso, exitoso o fallido, de industrialización. Los indicadores principales no podían ser sino el volumen de la producción y su relación con el nivel de sustitución de mano de obra por capital; tamaño de la población activa agraria; rendimiento medio de los cultivos; número de tractores y máquinas; cantidad de abonos artificiales y demás agroquímicos empleados por hectárea; nivel de especialización comercial de la producción; el monocultivo para el mercado y la disminución de los barbechos; etc.
Todo ello completado con una visión concreta e intencionada del cambio institucional favorable al crecimiento: relación causal entre la posibilidad de innovación tecnológica y el interés individual: del dominio e éste con la desaparición de las instituciones de aprovechamiento colectivo, es decir, con la entronización de la propiedad privada y la consideración positiva de todo cambio sociopolítico -como por ejemplo las revoluciones liberales-, que consagrara sin restricciones la libertad de los agentes económicos: restricciones al mercado de la tierra y demás factores de producción, tamaño inadecuado de las explotaciones- especialmente de las explotaciones campesinas, consideradas por naturaleza opuestas al crecimiento (Sevilla Guzmán y González de Molina, 1990), nivel educativo y de extensionismo agrario, etc.
Sin embargo, ninguno de estos planteamientos recoge ni analiza la cara oculta de un crecimiento agrario que a medida que pasa el tiempo se vuelve más evidente. El hambre no ha desaparecido, sólo ha cambiado de lugar; el rápido crecimiento de la productividad no ha logrado contrarrestar completamente la ley de los rendimientos decrecientes. El avance tecnológico ha reducido enormemente la demanda de mano de obra del sector industrial, con lo que el excedente poblacional en el campo está constituyendo un problema financiero y social, también medioambiental al presionar sobre las tierras marginales y otros ecosistemas más frágiles. La agricultura ha cumplido, en efecto, su papel de fuente permanente de acumulación de capital, pero con efectos no deseados para el sector: las rentas agrarias netas han bajado en comparación con la industria o los servicios; el mercado de insumos ha favorecido un subsector industrial pujante, pero a costa de incrementar los costos de producción; la dotación de servicios e infraestrucutra en el campo sigue siendo deficitaria con respecto a las ciudades, haciendo vana la pretensión de eliminar la oposición campo-ciudad; y la producción agraria ha servido para, con una participación cada vez menor en el producto final agrario, expandir una nueva rama agroindustrial. Finalmente, la ayuda a los países en desarrollo ha paliado momentáneamente el hambre, pero ha terminado por romper su autosuficiencia alimentaria, obligándoles a incrementar la presión sobre los recursos naturales y medioambientales.
Un cambio teórico y metodológico imprescindible: la agroecología
Como ha puesto de manifiesto Georgescu-Roegen (1971), la función de producción elaborada por los economistas clásicos se parecía a una lista de ingredientes que componían un determinado producto sin tener en cuenta el tiempo de cocción. Es decir, en esta visión mecánica de la función de producción estaba ausente la dimensión "tiempo". De ahí que no se contemplase el carácter de stock de muchos de los recursos utilizados ni la generación, junto con el producto final, de residuos u otras externalidades. Como dice Naredo (1987): "La noción de producción establecida por los economistas clásicos y neoclásicos, se asienta sobre un enfoque mecanicista de los procesos físicos en el que buscó originariamente su coherencia.
Enfoque que toma en consideración la primera ley de la termodinámica, que vino a completar el principio de conservación y conversión de la materia con aquel de la energía, pero no la segunda, que llama la atención sobre su inevitable degradación cualitativa sin la cual podría evitarse el problema de la escasez objetiva de los recursos".
La consideración consecuentemente entrópica de la función de producción, como de toda actividad transformadora de la energía y de la materia, debe, pues, modificar sus términos para dar cabida no sólo a los objetos producidos, sino también los desechos y los daños ambientales que pueden ir unidos a ellos; no sólo las materias primas que intervienen y la cantidad de energía invertida sino también el carácter renovable o no de las mismas y sus existencias para hacer posible la reproducción sucesiva de dicha función productiva.
En concordancia con el carácter estático de la función de producción clásica, el mercado resulta incapaz de internalizar los costos derivados del agotamiento de los recursos, del tratamiento de los residuos y de los daños ambientales generados por la actividad económica. Al no asignar valor algunos a los recursos naturales ni a las deseconomías producidas, y otorgándoselo sólo al trabajo humano, resulta lógico que la adición de aquéllos en forma de capital y materias primas sea considerada prácticamente como ilimitada y, por tanto, como encarnación del desarrollo económico.
La implementación tecnológica de dicha función clásica fue posible gracias a un desarrollo particular de la Agronomía, basada como toda la ciencia del momento en el enfoque analítico-parcelario de raíz cartesiana. A la ruptura de la visión globalizadora y organicista de la naturaleza como ente vivo, sucedió la consideración de la tierra como una máquina y, lógicamente, la separación artificial del proceso agrícola de sus conexiones con los ecosistemas. Al hombre se le otorgó la posibilidad de manipular la tierra de acuerdo con los desarrollos físicos y sobre todo químicos, logrados en laboratorios y trasladados después al campo. Agrónomos como Boussingault o Liebig (Martínez Alier, 1989) fueron los precursores de la agricultura química moderna. "La agrobiología permitía manipular convenientemente las características de las plantas y los animales; la química, corregir los suelos y alimentar a las plantas en el sentido deseado; las máquinas, evitar las labores más penosas. Sólo hacía falta obtener las razas y variedades más productivas y aportarles el medio y la alimentación que requerirían, extremos éstos observables mediante experimentación específica y fragmentaria" (Naredo, 1990).
Tanto el desarrollo de la ciencia como la propia realidad han demostrado cuán equivocada resulta esta visión del conocimiento científico, reivindicando un enfoque ecosistémico cuyo desarrollo está dando lugar a un verdadero "cambio de paradigma". La aplicación de ese cambio a la Agronomía y a la Economía como saberes prácticos resulta una tarea imprescindible para que la producción de alimentos y materias primas -misión esencial de la agricultura- sea sostenible. Es decir, para que dicho proceso, en armonía con la naturaleza, sea perdurable. Según la Comisión Brundtland (CMMAD, 1988), todo desarrollo es sostenible si satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. Ello implica la idea de las limitaciones que imponen los recursos del medio ambiente, el estado actual de la tecnología y de la organización social y la capacidad de la biósfera de absorber los efectos de la actividad humana.
Precisamente este cambio de paradigma se está produciendo en el campo de las ciencias agrarias de manos de la llamada Agroecología.
Este término, que nació en los años setenta para analizar fenómenos ecológicos como la relación entre malezas y las plagas y las plantas cultivadas, se ha ido ampliando progresivamente para aludir a una concepción particular de la actividad agraria más ligada al medio ambiente, más sostenible socialmente y, por lo tanto, más preocupada por el problema de la sostenibilidad ecológica de la producción. Constituye más un enfoque que afecta y agrupa a varios campos de conocimiento que una disciplina específica.
Reflexiones teóricas y avances científicos desde disciplinas diferentes han contribuido a conformar el actual pensamiento agroecológico. Aunque ya Klages, desde la Agronomía, planteó en 1928 la necesidad de tomar en cuenta los factores físicos y agronómicos que influían en la adaptación de determinadas especies de cultivos (Hecht, 1991), hasta los años setenta no se planteó una relación estrecha entre Agronomía y Ecología de cultivos (Dalton, 1975; Netting, 1974; Van Dyne, 1969; Sppeding, 1975; Cox y Atkins, 1979; Richars, 1984; Vandermeer, 1981; Edens y Koening, 1981; Altieri y Letourneau, 1982; Gliessman y otros, 1981; Conway, 1985; Hart, 1979; Lowrance y otros, 1984; Bayliss-Smith, 1982). A finales de esa década esta literatura empezó a incluir en sus análisis variables sociales (Buttel, 1980; Altieri y Anderson, 1986; Richards, 1986; Kurin, 1983; Barlett, 1984; Hecht, 1985; Blaikie, 1984).
Paralelamente, el movimiento ambientalista influyó en la agroecología, dotándola de una perspectiva crítica hacia la agronomía convencional. Surgieron así llamadas de atención sobre el efecto secundario de los insecticidas en el medio ambiente (Carson, 1964) o sobre el carácter ineficiente de la agricultura desde el punto de vista del uso de energía (Pimentel y Pimentel, 1979); o sobre los efectos no deseados de este modelo de agricultura para los países subdesarrollados (Crouch y De Janvry, 1980; Grahan, 1984; Dewey, 1981), poniendo de manifiesto los impactos negativos sobre los ecosistemas del Tercer Mundo causados por los proyectos de desarrollo y transferencia de tecnologías propias de las zonas templadas.
El contexto teórico y metodológico de la agroecología surgió, sin embargo, del propio desarrollo de la teoría ecológica, que le prestó su marco conceptual. De gran importancia han sido también las investigaciones en el terreno de la geografía y de la antropología, dedicados a explicar la lógica particular de las prácticas agrícolas de las cultura tradicionales. El estudio de los medios de subsistencia y su relación con el aprovechamiento del suelo, así como del impacto sobre éste de los cambios sociales y económicos, han servido para reforzar la creencia en una interrelación íntima entre sistemas sociales y ecosistemas agrícolas (Richards, 1939; Conlin, 1956; Richards, 1984; Bremen y de Wit, 1983; Watts, 1983; Denevan y otros, 1984; Brokenshaw y otros, 1979).
Finalmente, la génesis del pensamiento agroecológico ha tenido bastante que ver con el estudio del desarrollo rural en el Tercer Mundo. La crítica efectuada a la "Revolución Verde" permitió esclarecer muchos de los efectos del pensamiento económico y agrario convencionales desde perspectivas ecológicas, tecnológicas y sociales al mismo tiempo. Este tipo de enfoque totalizador ha mostrado el camino en cuanto a la clase de estudios que suele abordar la Agroecología (Scott, 1978 y 1986; Rhoades y Booth, 1982; Chambers, 1983; Gow y Van Sant, 1983; Midgley, 1986).
La agroecología parte de un supuesto epistemológico que supone una ruptura con los paradigmas convencionales de la ciencia oficial: frente al enfoque parcelario y atomista que busca la causalidad lineal de los procesos físicos, la agroecología se basa en un enfoque holístico y sistémico, que busca la multicausalidad dinámica y la interrelación dependiente de los mismos. Concibe el medio ambiente como un sistema abierto, compuesto de diversos subsistemas interdependientes que configuran una realidad dinámica de complejas relaciones naturales, ecológicas, sociales, económicas y culturales (Jimenez Herrero, 1989).
Un sistema abierto (Luhman, 1990), más allá por tanto de las teorías sistémicas funcionalistas, donde el conflicto ocupa un lugar dinamizador en la evolución de las sociedades y de su medio ambiente. Frente al discurso científico convencional aplicado a la agricultura, que ha propiciado el aislamiento de la explotación de los demás factores circundantes, la agroecología reivindica la necesaria unidad entre las distintas ciencias naturales entre sí y con las ciencias sociales para comprender la interconexión entre procesos ecológicos, económicos y sociales; reivindica, en fin, la vinculación esencial que existen entre el suelo, la planta, el animal y el hombre (Greenpeace, 1991).
El objetivo de la agroecología es el estudio de los sistemas agrarios para el logro de una actividad productiva sostenible. Parte de la base de que la explotación agraria es en realidad un ecosistema particular, un agroecosistema, donde tienen lugar procesos ecológicos propios también de otras formaciones vegetales, como los ciclos de nutrientes, interacción entre predador y presa, competencia, comensalismo, etc. Sin embargo, y a diferencia de otros, la agricultura constituye un ecosistema artificial. En efecto, existen dos formas principales de aprovechamiento agrario de los ecosistemas: la primera, cuando los recursos naturales son obtenidos sin provocar cambios sustanciales en los ecosistemas naturales; ejemplos pueden encontrarse en las actividades de caza, pesca o recolección.
La segunda se refiere a cuando los ecosistemas naturales son parcial o totalmente reemplazados por un conjunto de especies vegetales o animales en proceso de domesticación, que, a diferencia de la forma anterior, carecen de capacidad de autorreproducirse y necesitan el aporte de energía externa, ya sea humana, animal o fósil (Toledo, 1990). Son por lo tanto ecosistemas inestables, manipulados artificialmente o agrecosistemas: la agricultura, silvicultura, praderas artificiales, acuicultura, etc.
En tanto que creaciones humanas, los agroecosistemas suponen una alteración del equilibrio y de la elasticidad original de aquéllos a través de una combinación de factores ecológicos y socioeconómicos (Gliessman, 1985; Altieri, 1987). Odum (1984) han sintetizado en cuatro sus características principales: requieren fuentes auxiliares de energía para incrementar la productividad de los organismos específicos; son ecosistemas de diversidad normalmente reducida; dichos organismos, ya sean plantas o animales, no son producto de una selección natural sino artificial; y los controles del sistema son en su mayoría externos. Ahora bien, la producción agraria no es sólo resultado de las presiones ambientales sino también de las relaciones sociales que determinan el grado y el carácter de la manipulación o artificialización de los ecosistemas naturales.
Como dice Hecht (1991) los agroecosistemas tienen varios grados de resilencia y de estabilidad, dado que éstos no están estrictamente determinados por factores de origen biótico o ambiental. Factores sociales, tales como las oscilaciones en los precios, los cambios en los regímenes de tenencia de la tierra, el tamaño de la familia, las obligaciones de parentesco, etc. pueden afectar a los sistemas agrícolas tan decisivamente como una sequía, plagas o disminución de los nutrientes del suelo (Ellen, 1982).
Desde esta perspectiva, la producción agraria es el resultado de las presiones socioeconómicas que realiza la sociedad sobre los ecosistemas, produciéndose una coevolución, en el sentido de evolución integrada, entre cultura y medio ambiente (Norgaard, 1981). Y este principio resulta fundamental puesto que permite integrar en un enfoque multidisciplinar las prácticas sociales desde la perspectiva de su impacto ambiental. Cuando el modelo de agricultura convencional intensiva está en crisis, la reorientación en este sentido del análisis del pasado agrícola de nuestras sociedades resulta fundamental.
Los fundamentos eco-sociales de la producción agraria
Si consideramos que toda práctica agraria es producto de la interacción entre el hombre y la tierra, la explotación, como unidad de análisis, debe considerarse no como una unidad de gestión económica y manipulación físico-química sino como un ecosistema. La explotación agraria debe describirse como una "unidad medioambiental que integra los procesos geológicos, físico-químicos y biológicos a través de flujos y ciclos de materia y energía que se establecen entre organismos vivos y entre ellos y su aporte ambiental" (Toledo, 1984). No vamos a analizar aquí todas las implicaciones de este cambio fundamental de enfoque, sólo destacar un rasgo esencial: la necesaria distinción entre el carácter unidireccional del flujo de energía y el carácter cíclico del flujo de nutrientes en todo ecosistema agrario.
Ello implica reconocer que su funcionamiento es posible no sólo gracias a la continua alimentación de energía solar sino también al uso de recursos no renovables cuyas existencias son limitadas.
Sustancias como el fósforo, el azufre, los combustibles fósiles, etc., son una buena muestra de ello.
De acuerdo con este punto de partida, definiríamos los procesos de trabajo agrícola como la manipulación de un ecosistema natural para la producción de bienes con una valor de uso históricamente dado, mediante el consumo de una cantidad determinada de energía y materiales y el empleo de un saber e instrumentos de producción adecuados. Todo proceso productivo agrario trae consigo, pues, la apropiación de un ecosistema, artificializando su estructura y su funcionamiento. Para hacerlo posible, los individuos establecen relaciones sociales y generan una "cultura material" específica que asegura su repetición.
Ahora bien, no todos los procesos de trabajo son históricamente similares. Unos se diferencian de otros en el carácter que en su seno imprime la división técnica del trabajo sobre la ordenación de las operaciones y en las características de los instrumentos de trabajo y de los saberes empleados. Es decir, la diferencia se encuentra en las distintas relaciones técnicas de producción: "Lo que distingue -afirmaba Marx- a las épocas económicas unas de otras no es lo que se hace, sino el cómo se hace, con qué instrumentos de trabajo se hace" (Marx, 1968). Ello implica poner el acento sobre las modalidades de control o dominio que los individuos ejercen sobre los agroecosistemasen cada proceso de trabajo históricamente determinado.
Cuanto más intensa sea la presión sobre los ecosistemas mayor será la necesidad de subsidios energéticos y materiales para asegurar su mantenimiento y viceversa. Y ello resulta fundamental por cuanto en toda actividad productiva se consumen, de acuerdo con la segunda ley de la Termodinámica, recursos energéticos y también materiales de existencia limitada. Dicho en otros términos, en cada proceso de trabajo los individuos establecen una relación específica con el medio -relación que es de apropiación de la naturaleza- más o menos entrópica que puede ser valorada en términos de eficiencia ecológica.
De acuerdo con Toledo (1989) este concepto, que trata de reunir los indicadores de "eficiencia energética" (Pimentel y Pimentel, 1979): "Eficiencia técnico-ambiental" (Rappaport, 1971) y "eficiencia biológica" (Spedding, 1975), intenta medir la capacidad de un agroecosistema para producir la máxima cantidad de producto por unidad del suelo y trabajo humano con el menor costo energético y de materiales y con la mayor capacidad de perdurar en el tiempo.
Pero no es el desarrollo tecnológico, concebido como algo autónomo y con dinámica propia (Braverman, 1974), el que condiciona directamente el grado de eficiencia ecológica como argumentan ciertos ecologistas. En buena medida dependiente del carácter de las relaciones de producción, que generan una dialéctica propia con las fuerzas productivas. Cada proceso de trabajo es organizado y disciplinado de acuerdo con las modalidades que se realiza la apropiación del trabajo excedente creado en el mismo. Son las relaciones sociales de producción las que orientan la percepción de dicho excedente mediante el establecimiento de pautas específicas de apropiación de los medios de producción y de los recursos naturales. Ello permite identificar varios procesos de trabajo bajo una misma "forma social de explotación".
Cada agreocosistema es producto, pues, de una determinada forma de explotación en la medida en que combina de manera específica el trabajo humano, los saberes, los recursos naturales y los medios de producción con el fin de producir (transformando, pero también consumiendo recursos), distribuir y reproducir los bienes necesarios en cada momento histórico para la vida (González de Molina y Sevilla Guzmán, 1992).
Los agentes sociales deben sustraer, finalmente, del consumo recursos humanos y naturales para posibilitar la repetición de los procesos de trabajo, de las relaciones que en ellos se generan y que los hacen posibles. Dado que toda actividad productiva afecta tanto a una generación concreta como a las futuras, interesa conocer la lógica económica, las normas éticas y culturales propias de cada forma de explotación que, al influir en las prácticas de los agentes en relación al medio, determinan el mayor o menor grado de sostenibilidad de la producción. Dicho en otros términos, cada forma social de explotación, entendida en su doble visión de explotación del hombre y de la naturaleza, marca los límites históricamente precisos a la eficiencia ecológica de los agroecosistemas.
Hacia una historia agroecológica
De acuerdo con lo dicho hasta aquí resulta necesario un replantamiento de los supuestos teóricos y metodológicos con los que hemos abordado la historia agraria. Las concepciones clásicas o neoclásicas sobre la función de producción y sobre el mercado, deben ser cuestionadas y adaptadas al nuevo paradigma ecológico. Ello nos llevará ineludiblemente al derrumbe de aquellas teorías que identificaban el desarrollo del Capitalismo o del llamado "Socialismo Real" con el crecimiento agrario y la "Modernización" (Garrabou, 1990); que identificaban ésta con la destrucción de los sistemas agrarios tradicionales. No se trata de hacer una historia del medio ambiente en relación a la agricultura, sino de ecologizar la historia agraria; de integrar las variables sociales, económicas y medioambientales en el estudio de las formas históricas en que el hombre ha trabajado la tierra para alimentarse.
Hemos solido preguntar a las fuentes si los sistemas agrícolas del pasado fueron capaces de aumentar la productividad agraria; si garantizaron regularmente la provisión de alimentos tanto para consumo como para exportar; si aseguraron precios razonables a los consumidores y el nivel de vida suficiente para la población agraria; y hemos construido indicadores adecuados para medir todo esto. Se ha visto como positivo, en este contexto, la implantanción de la cultura industrial en el campo, juzgando de manera benéfica la asunción campesina de la mentalidad del beneficio y la ruptura del autoconsumo para la producción de mercado. Pero no se ha analizado si estos sistemas agrícolas eran sistemas equilibrados desde el punto de vista de los requerimientos de la naturaleza, del medio ambiente y el paisaje, de las condiciones de trabajo, del uso de energía, de la salud de los humanos, de los animales y de las plantas.
Con ello no queremos pasar de una historia que ha alabado y ensalzado el progreso a otra que lo rechaza completamente. El discurso agroecológico no es científico ni está, a priori, en contra del desarrollo económico ni del crecimiento agrario; no es un discurso que pretende establecer una nueva utopía, de carácter bucólico, no dotarse de una moral prehistórica o antihistórica. La satisfacción de las necesidades humanas de alimentos y materias primas y los logros en este campo siguen siendo el objetivo central de la Historia Agroecológica, pero igualmente central es el carácter sostenible o no, desde un punto de vista económico, social y ecológico, de las formas de producir que los han posibilitado.
Junto a los indicadores tradicionales como nivel de producción, rendimiento, productividad, relación costo/beneficio, etc. deben también considerarse otros indicadores económicos; contabilidad de la degradación ambiental y contabilidad energética. El análisis de la viabilidad y el impacto de cada agroecosistema y de la tecnología a él aplicaba debe utilizar, también, otros indicadores ambientales, sociales y culturales. Ambientales tales como: degradación de suelos (erosión en toneladas por hectárea y año); nivel de deforestación (hectáreas por año); porcentaje de materia orgánica por unidad de suelo; eficiencia energética en términos de razón entre el insumo de energía y el rendimiento energético de los productos; nivel de constancia en el tiempo del rendimiento; grados de contaminación del suelo y de las aguas; porcentaje de dependencia en insumos externos de cada agroecosistema; etc.
Indicadores de impacto social tales como porcentaje de autosuficiencia alimentaria de cada comunidad; su nivel de autonomía en el manejo de los recursos locales; nivel de solidaridad y trabajo comunal; distribución de los beneficios; nivel nutricional y de salud de los grupos domésticos, etc. E indicadores culturales como los de sofisticación del conocimiento agrícola; capacidad de innovación y experimentación; nivel de conciencia en la conservación de los recursos naturales; etc.
Este nuevo enfoque que debemos dar a la historia agraria nos lleva inevitablemente a un replanteamiento crítico de la historia contemporánea del sector agrario y de las teorías que han intentado explicar las modalidades de penetración del capitalismo en la agricultura. El desarrollo del Capitalismo trajo consigo cambios de tal envergadura que provocaron, tras la "Revolución Neolítica", la segunda "Gran Transformación" de los agroecosistemas (Worster, 1990). La generalización del mercado como asignador de recursos provocó la conversión de éstos -y de la tierra- en mercancías (Cronon, 1983), y cambió los motivos de la acción de una parte de los miembros de las comunidades rurales cada vez más importante; la lógica de la subsistencia fue sustituida por la lógica del beneficio (Polanyi, 1989). En muchas partes del planeta los agroecosistemas fueron sistemáticamente reorganizados para intensificar la producción de alimentos y con ella la acumulación individual de la riqueza.
Tres grandes hitos jalaron este proceso: las "reformas agrarias liberales"; la integración internacional del mercado de productos agrarios debido a la crisis finisecular; y la intensificación agrícola tras la segunda guerra mundial. Las reformas agrarias liberales trajeron consigo tres cambios significativos para los agroecosistemas; la mercantilización de la tierra y de los demás recursos naturales, la ruptura del sistema tradicional integrado de aprovechamiento agro-silvo-pastoril y la agricolización del suelo. Medidas como las "Enclosure Acts", desamortizaciones, etc., acabaron introduciendo en el mercado el factor de producción primordial, la tierra, poniéndola en manos de gente que pretendían cultivar la tierra para vender sus frutos y no para consumirlos; gente que voluntaria o forzadamente redujeron los sistemas tradicionales de ciclaje de nutrientes, reduciendo los barbechos para producir cada vez más.
Los agroecosistemas fueron forzados a producir no los requerimientos del consumo familiar, históricamente adaptados a sus características, sino los del mercado. Se aceleró, entonces, el proceso de especialización productiva. Como quiera que los cereales representaban, al menos en Europa los bienes de mayor consumo, el llamado "sistema cereal" (Fontana, 1984) se expandió a costa de otros usos del suelo. Las superficies cultivadas comenzaron a crecer a costa de los bosques y de las dehesas de pasto natural, acelerando el proceso de deforestación y desprotegiendo los suelos frente a la erosión. El uso tradicional integrado entre ganadería, bosque y agricultura, que había construido cadenas tróficas muy amplias en paisajes muy heterogéneos, acabó compartimentándose en explotaciones exclusivamente agrícolas, ganadera o, posteriormente, silvícolas.
Los bosques se convirtieron en productores de madera, la ganadería en productora de carne y leche, y la agricultura en productora de alimentos de consumo masivo; esta última primó por las salidas más claras en el mercado sobre los demás subsectores, constituyendo la base del crecimiento agrario hasta finales del siglo pasado.
Cuando el transporte creció comunicando amplias áreas del planeta y los mercados se desarrollaron, los agricultores concentraron sus energías en producir un número cada vez más reducido de cultivos para vender y obtener mayores beneficios. La crisis finisecular, con la especialización productiva que trabajo aparejada, significó un impulso considerable hacia el monocultivo y la intensificación de las labores agrícolas. La simplificación radical de los agroecosistemas en un número limitado de especies fue el resultado, reduciendo la heterogeneidad espacial y la diversidad biológica. Las superficies agrícolas siguieron creciendo, diminuyeron los ciclos de rotación a un número cada vez menor de plantas, y los barbechos prácticamente desaparecieron.
Esta intensificación, que convirtió a los agroecosistemas en deficitarios de energía y recursos, fue posible gracias al avance de la agricultura química, a la importación creciente de nutrientes de los países subdesarrollados -recuérdese, por ejemplo, los casos del guano y del nitrato de Chile- y al comienzo de las políticas masivas de irrigación. Una parte mayor de trabajo humano, y sobre todo animal, junto con la aplicación de herramientas especializadas en cada faena agrícola, completó los requerimientos energéticos que la artificialización creciente de los agroecosistemas demandaba. Había entonces más variedad de alimentos que en el pasado, pero ello resultado de la propia dinámica del mercado. De hecho el productor individual manejada en su explotación menos complejidad biótica que antes; sus tierras, ahora cercada y apropiadas privadamente, se convirtieron, en términos ecológicos, en "ambientes depauperados" (Worster, 1990).
El deseo de obtener el máximo beneficio, optimizando las oportunidades de mercado, hizo del incremento de la productividad el principal objetivo de la actividad y de la política agraria. Los avances de postguerra en el terreno de la química agrícola y de la mecánica posibilitaron la traslación del modelo de producción industrial al campo, como manera más eficaz de contrarrestar los efectos de la ley de los rendimientos de la producción y de los beneficios. El monocultivo se convirtió en la práctica habitual, para el que se comenzaron a seleccionar variedades de alto rendimiento.
Pero con la generalización de este sistema crecieron también las deseconomías. Los cultivos se hicieron más vulnerables a las plagas, al cultivarse grandes extensiones con la misma variedad, los nutrientes tuvieron que emplearse en cantidades crecientes para proporcionar a las plantas el alimento que antes obtenían del barbecho o de la alternancia de cultivos; la mecanización de cada vez más faenas procuró una mayor dependencia del petróleo. Los residuos tóxicos en los alimentos, la contaminación en las aguas, la salinización por sobreexplotación de energía fósil y materias primas de los países subdesarrollados; la desaparición de especies y variedades; etc. comenzaron a crecer a ritmos superiores a los rendimientos.
Este breve esbozo de la historia agraria desde una perspectiva ecológica debe ser completado con una redefinición de las vías de penetración del capitalismo en la agricultura. Ante todo dicha redefinición debe preguntarse sobre qué mecanismos hicieron posible que el agricultor, productor directo jornalero o pequeño campesino, cambiara sus sistemas tradicionales de laboreo más eficientes desde el punto de vista ecológico. Indudablemente, el propietario de una explotación con trabajo asalariado que busca valorizar su capital invertido y obtener el máximo beneficio, trata de implementar un tipo de producción que reduce la eficiencia ecológica de manera significativa.
Sin embargo, esta teoría no basta para explicar cómo los campesinos, titulares de explotaciones sin trabajo asalariado, han sido partícipes de estos modelos de producción intensiva en pesticidas, fertilizantes, etc., y han buscado, también, al menos en los países desarrollados, maximizar si no el beneficio sí la producción. Tampoco el marxismo clásico explica el por qué hasta finales del siglo XIX algunas grandes explotaciones capitalistas poseían, pese a su carácter, un manejo eficiente de los recursos, sin apenas requerimientos externos de energía y materiales. La polémica entre pequeña y gran explotación, que traspasó tanto al marxismo como a las teorías liberales de la modernización, no aclara nada en este terreno dado que, con el nivel de generalización alcanzado en el uso de insumos, no puede afirmarse en rigor que las grandes explotaciones contaminen proporcionalmente más que las pequeñas.
La clave reside en la reelaboración de la teoría marxista de la explotación, salvando su núcleo teórico principal, pero abandonando el trabajo asalariado como única forma de representación de las relaciones de producción capitalistas. Si coincidimos en que lo esencial de dichas relaciones es la percepción de un excedente por mecanismos económicos; es decir, de mercado, éste tiene que ser posible a través del intercambio no sólo de la fuerza de trabajo físicamente considerada por dinero, sino también a través de un determinado producto que la contenga. Si, al mismo tiempo, consideramos que no sólo añade valor el trabajo humano sino también los recursos naturales (González de Molina y Sevilla Guzmán, 1992), convendremos en que la explotación capitalista afecta no sólo al hombre sino también a la Naturaleza. Ahora bien, el rasgo distintivo del capitalismo es el mecanismo de la reproducción o acumulación que tiende a ampliar constantemente el capital como base de la maximización de los beneficios.
La progresiva sustitución del trabajo por capital ha sido también la progresiva explotación de los recursos naturales.
Pues bien, la intensificación de la producción agraria capitalista, que corre paralela a la reducción de la eficiencia ecológica, puede explicarse en función de la creciente mercantilización de los procesos de trabajo, tanto en las grandes como en las pequeñas explotaciones agrarias. Con la creciente mercantilización del proceso de producción y de reproducción, el campesino se ve privado en la práctica del control de los medios de producción convirtiéndose en un mero prestatario de fuerza de trabajo. La diferencia entre el costo de los inputs y la venta de la cosecha determina la remuneración de su fuerza de trabajo, independientemente de su valor real (Bernstein, 1981).
Hemos de reconocer que el campesino, así subordinado al capital, no resulta el típico asalariado; sino que representa una variante en la que el plustrabajo es extraído a través del mercado; lo que ocurre es que el capital ha externalizado parte de la reproducción de la fuerza de trabajo, repercutiéndola sobre la propia economía doméstica campesina. Pues bien, esta vía de penetración del capitalismo implicaría primero la subordinación de la explotación campesina al mercado para adquirir en él cada vez mayor parte de los inputs tecnologías necesarias (Van der Ploeg, 1990).
Este proceso de mercantilización sufrió un brusco salto adelante con las reformas agrarias liberales en Europa y la presión del capital metropolitano en los países del tercer mundo, que significó la entronización de la propiedad privada y el predominio del uso agrícola o ganadero del suelo. El sistema tradicional de campos abiertos y aprovechamiento comunal, basado en el uso integrado agrosilvopastoril, fue destruido por las leyes de cerramientos, por la apropiación privada de los bienes y derechos tradicionales y por la consideración de la tierra como una mercancía más. Los campesinos vieron limitadas sus fuentes tradicionales de aprovisionamiento de energía endo y exosomática (combustible para el hogar, alimento para los animales de tiro, caza y recolección, etc.), y los usos comunales (rebusca, espigueo, pastoreo, derrota de mieses, etc.) y el acceso a la tierra resultó cada vez más difícil.
Estas nuevas circunstancias llevaron al campesino a redefinir sus estrategias reproductivas: asegurar el acceso a la tierra y su transmisión intergeneracional, reorientar las tradicionales prácticas "multiuso" (Toledo, 1990) de los agroecosistemas hacia la consecución de los bienes y servicios imprescindibles, ahora a través del mercado. Muchos de los productos necesarios para la subsistencia serían en adelante mercancías sometidas a la fluctuaciones de los precios; la manera en que podían adquirirse, esto es, mediante el empleo de dinero, impulsaron al agricultor a especializar su producción. De esta manera el libre juego del mercado orientó poco a poco la producción agraria hacia lo más rentable y no hacia lo más ecológicamente adecuado. Las explotaciones agrarias aumentaron los flujos económicos con el mercado a la vez que reducían los flujos con la naturaleza, incrementando los valores de cambios sobre los de uso.
La dependencia del mercado se reforzó a través de la venta de una cosecha especializada que posibilitara la obtención de los bienes imprescindibles para la subsistencia. La integración progresiva de los mercados agrarios internacionales y el diferencial de valor añadido entre producción agraria e industrial presionaron y, de hecho siguen haciéndolo hoy, a la baja en la remuneración monetaria de las cosechas. Los empresarios agrarios solucionaron esta pérdida de rentabilidad intensificando la producción y el consumo de inputs externo y, consiguientemente, reduciendo la eficiencia ecológica. Los campesinos, que sin tener como objetivo la valorización de un capital, pretendían maximizar el ingreso posible con el que subvenir sus necesidades reproductivas, entraron también en la lógica de la producción intensiva en capital y el alto impacto ecológico. Cuando esto no fue posible, los campesino empujados por el hambre o el desempleo roturaron laderas de montes e incluso extensiones significativas de bosque, acentuando la desprotección de los suelos (de Janvry y García, 1988).
Hemos de reconocer que junto a la tradicional forma de explotación asalariada del trabajo agrícola, convive aquella forma basada en la explotación del trabajo campesino. Tres son los mecanismos que la explican: el intercambio de productos entre el sector industrial y6 el pequeño agricultor, desfavorable para este último, y las estrategias de subconsumo y autoexplotación que éste implementa para mantenerse en el mercado. Debe comprar cantidades crecientes -para hacer frente a los rendimientos decrecientes de un cultivo especializado y energéticamente deficitario- de inputs externos con un valor añadido superior al contenido en el producto cosechado. La caída tendencial del precio de éste y de la renta agraria neta es resuelto mediante la reducción del consumo de productos de fuera de la explotación o mediante la intensificación del trabajo familiar cuando no se dispone de capital suficiente. La remuneración del trabajo campesino resulta, pues, más baja en muchas ocasiones que el precio de la de mercado de la mano de obra asalariada.
Esta forma de explotación capitalista del trabajo campesino produce impactos igualmente degradantes en los ecosistemas y desmonta el mito del "buen campesino" que por naturaleza desarrolla, al margen de la historia, prácticas ecológicamente eficientes para los agroecosistemas. Sin embargo, debe reconocerse que "la inexistencia de una tendencia interna hacia la maximización de la tasa o la masa de ganancias capitalistas se traduzca en forma directa en un agotamiento de los recursos naturales" (Leff, 1986). En otros términos, la intensidad de la subordinación al mercado capitalista de la explotación campesina marca el grado de desequilibrio y desarticulación de los agroecosistemas y el carácter más o menos eficiente, ecológicamente hablando, de las prácticas productivas campesinas.
Por esta razón, el estudio de las culturas campesinas tradicionales y su manejo de los recursos naturales, cuando la presión capitalista o mercantil es baja, resulta de sumo interés para la agroecología. Es una tarea que compete a todo historiador. No se trata sólo de ecologizar la historia agraria, existe una oportunidad donde el trabajo como investigadores del pasado puede ser de enorme utilidad para el desarrollo de una actividad agrícola sostenible. Los sistemas de conocimientos de tales culturas, que comprenden aspectos lingüísticos, botánicos, zoológicos, artesanales y agrícolas, fueron producto de la interacción de sus individuos y el medio ambiente y trasmitidos por medios orales de una generación a la siguiente. Varios aspectos de tales sistemas resultan de gran interés: el conocimiento sobre el medio físico, las taxonomías biológicas, el conocimiento acumulado en la implementación de prácticas agrícolas y su carácter experimental.
Algunas culturas desarrollaron sistemas de clasificación de suelos en función de su origen, color, textura, olor, consistencia y contenido orgánico, por su potencial agrícola y el tipo de cultivo que resultaba más adecuado. Ejemplos muy interesantes se pueden encontrar en los aztecas (Williams, 1980), en las culturas andinas del Perú (McCamanta, 1986) y otros lugares Latinoamericanos (Chambers, 1983). Algo parecido ocurre con las taxonomías campesinas de animales y plantas que no tienen nada que envidiar a las científicas. Se sabe los Mayas de Tzeltal y de Yucatán y los Purépechas podían conocer más de 1200, 900 y 500 especies de plantas respectivamente (Toledo y otros, 1985); o los agricultores Hanunoo en Filipinas que distinguían más de 1600 (Conklin, 1979).
Estos sistemas de clasificación, de una gran complejidad, explican que el nivel de diversidad biológica en forma de policultivos y sistemas agroforestales no sea resultado de la casualidad sino de un conocimiento muy aproximado del funcionamiento de los agroecosistemas, asignándoles a cada uno el aprovechamiento más adecuado. La diversidad genética que resulta hace a estos agroecosistemas mucho menos vulnerables a las enfermedades específicas de tipos concretos de cultivos y provoca usos múltiples de las plantas en el terreno de la medicina, los pesticidas naturales o la alimentación, mejorando la seguridad de las cosechas.
Conforme avance nuestro conocimiento de las culturas campesinas tradicionales va desapareciendo la idea preconcebida de que sus prácticas agrícolas eran primitivas e insuficientes. En cambio se afirma la idea del carácter adecuado y muchas veces sofisticado de las mismas en relación al manejo de los ecosistemas. Además, muchos de los agroecosistemas tradicionales han mostrado su sostenibilidad en sus respectivos contextos históricos y medioambientales (Coz y Atkins, 1979), gracias a que comparten una serie de características estructurales y funcionales (Norman, 1979): el fomento y aprovechamiento de una alta diversidad de especies; ciclos cerrados de materiales y residuos mediante prácticas eficaces de reciclaje; sistemas de defensa biológica contra plagas; dependencia local de fuentes energéticas y baja utilización tecnológica, etc. En definitiva, están bien adaptados al medio y conservan y reproducen la base de recursos naturales de la que dependen.
Ahora bien, la agroecología no es un pensamiento nostálgico ni reivindica la vuelta a los sistemas tradicionales de cultivo, no reniega en absoluto de muchos de los logros de la agricultura convencional. El estudio de los agroecoistemas tradicionales puede proporcionar conocimientos muy útiles sobre el manejo eficiente de los ecosistemas, precisamente cuando nuestro modelo de agricultura intensiva está en crisis, aplicándolos en la implementación de alternativas más sostenibles tanto aquí en Europa como en los países subdesarrollados. No todas las estrategias de manejo tradicional resultaron exitosas y por tanto no se trata de reivindicarlas todas, sino de extraer aquellos principios útiles de las que fueron más eficientes y las enseñanzas pertinentes de las que resultaron fallidas. Esta debe ser una de las tareas principales de los historiadores agrarios. Su utilidad es indudable y su necesidad evidente.
Como dice Altieri (1987) "necesitamos modelos de agricultura sustentable que combinen elementos de ambos conocimientos, el tradicional y el moderno científico. Complementando el uso de variedades convencionales e insumos comerciales, con tecnologías ecológicamente correctas se puede asegurar una producción agrícola más sustentable".
Por Manuel González de Molina Navarro (Universidad de Granada, España),Disponible en www.clades.cl/revistas/4/rev4art3.htm. Adaptado y ilustrado por Leopoldo Costa para ese sitio.
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