4.07.2016

AMANTES PODEROSAS DE LA HISTORIA


Las mujeres han sido propietarias e inquilinas de los lechos conyugales, ejerciendo en ellos como amantes, como señoras, como reinas y como esclavas. La mayor parte de su historia, la mujer ha vivido sometida a los antojos, gustos y manías del hombre, y ha procurado sobrevivir al lugar que otros le asignaban en el mundo, manteniendo en lo posible la cordura, aferrándose al amor o al sexo, y usándolos como moneda de cambio llegado el caso.

Durante mucho tiempo los cronistas vieron el matrimonio como una prueba mediante la cual poder analizar el grado de civilización que alcanzaban las distintas sociedades. Los historiadores, sobre todo cristianos, pensaban que la medida de la evolución de cualquier comunidad venía dada por las condiciones en las que se celebraba el matrimonio y el lugar que la mujer ocupaba en él. En aquellos pueblos donde las mujeres estaban en una situación considerablemente inferior al hombre, y tampoco tenían acceso a una mínima educación, se generaba el fenómeno de la poligamia, decían dichos autores. Cuando la cultura y el refinamiento alcanzaban cotas elevadas, sin embargo, las costumbres y las leyes reconocían a la mujer, la situaban como compañera única del marido, como dueña del hogar.

Las sociedades más prósperas y avanzadas son, en efecto, aquellas que "cuidan" a la mujer porque le conceden poder. Las que le otorgan un sitio y le permiten desarrollar sus capacidades. Es cierto que a lo largo de los siglos, la mujer únicamente ha podido ejercer el poder en el ámbito doméstico, y muy pocas veces fuera de él, aunque ser capaces de gobernar ese espacio de la intimidad también ha permitido a algunas de ellas extender su influencia a la poltica, la cultura, la economía... Ser las "dueñas" del mundo, o por lo menos sentirse como tales.

La historia parece corroborar que, si es un bárbaro, el hombre busca a una mujer únicamente cuando esta es dócil, afanosa y se somete a sus órdenes, pues lo que reclama en realidad es una criada, una esclava sexual y una fuerza de trabajo que le ayude a sobrevivir, reproducirse y saciar sus necesidades, dado que no quiere — ni tolera, ni sueña —, una "compañera" de vida.

Por el contrario, cuanto más exquisitas y adelantadas son las sociedades, más poder ofrecen a la mujer. El problema es que ese poder no suele ser demasiado, por lo que las mujeres se han visto obligadas a utilizar todo tipo de artimañas para conquistar lo que la estructura patriarcal del mundo les negaba.

LAS PROPIETARIAS DEL DESEO

Desde el antiguo Egipto hasta nuestros días, las mujeres han sido constantes mediadoras, amas y esclavas del deseo, y han empleado a discreción el poder consiguiente que adquirían a través del uso benévolo de su sexo. Por supuesto, las mujeres también fueron señoras a la vez que víctimas de todo tipo de atropellos.

Las mujeres anónimas, desde los círculos de su intimidad familiar, han contribuido a la textura jurídica de una sociedad que evolucionaba según lo hacían también sus derechos. Su obra desconocida y silenciosa ha ayudado a hacer el mundo tal y como lo conocemos. Pero también han existido mujeres ambiciosas y sensuales, despreocupadamente materialistas, amantes de hombres que se han sentado en la cima del mundo, acostumbrados a contemplarlo todo a sus pies. A través de sus caricias y galanteos, esas mujeres han logrado acceder a los tronos del dominio político. Su mérito ha sido el del galanteo, el del gobierno del deseo ajeno.

LOS JARDINES DEL AMOR

Hace 6.000 años la mujer sumeria era una compañera para su marido, trabajaba la tierra junto a él, recogía sus hortalizas y el fruto de los árboles que juntos habían plantado. Los sumerios-acadios eran unos excelentes agricultores, que vivían entre el Tigris y el Éufrates, en la Antigua Mesopotamia y constituían la más antigua civilización del mundo. No sabemos con exactitud de dónde procedían, pero sí que eran mañosos cultivando cereales, frutales y otros árboles. Gracias a ellos se levantaría Babel, que daría nombre a Babilonia, la cuna de la humanidad, donde los seres humanos empezaron a forjar la primera brillante civilización después del "diluvio universal". Consiguieron canalizar ríos mediante fabulosas obras de ingeniería y convertir en un oasis lo que hoy no es más que un desierto.

En Babel se erigió la famosa torre de unos cien metros de altura, formada por pisos que se iban haciendo más pequeños conforme ascendían en su ambición por escalar hacia el cielo. Los jardines colgantes de Babilonia, que rodeaban dicha torre, fueron una de las espectaculares siete maravillas del mundo antiguo. Se construyeron en el siglo VI a. C., frente a la ribera del río Éufrates, por el amor de una mujer. El amor mueve montañas, incluso es capaz de crear montañas, tal y como demostró el rey Nabucodonosor II, de la dinastía caldea, quien se empeñó en arrancar la melancolía del pecho de su amante esposa con una construcción que desbordaba la imaginación de su época. Y de la nuestra.

El Egipto antiguo era un mundo plano, que detestaba las variaciones y los cambios, no solo políticos sino religiosos. Pero eso no evitó que algunas mujeres ejerderan una influencia decisiva en el curso de los acontecimientos: es el caso de la reina-faraón Hatshepsut, también de las reinas Tiy y Nefertiti, que tuvieron el valor de oponerse al poder omnímodo de la clase sacerdotal y gobernaron Egipto, si no en "primera línea de trono", sí en un discreto pero muy pujante segundo plano, como es el caso de Tiy.

Entre nieblas de fábula se encuentra la historia de otra mujer, Rodopis, en el Egipto del Año 600 a.C. Rodopis es un personaje situado en las fronteras de la leyenda, una especie de cenicienta oriental. Era una joven esclava tracia, nacida en una región situada en el sureste de Europa, en la península de los Balcanes, al norte del mar Egeo. Probablemente había nacido en lo que hoy es la Turquía moderna, o quizás en Grecia, incluso en Bulgaria... Seguramente ni ella misma lo sabía, pues por entonces no era más que otra esclava tracia, y serlo era la principal preocupación de su existencia. Aunque no se trataba de una sierva cualquiera: tenía quince años y una belleza extraordinaria, tan agitadora que los hombres no eran capaces de mirarla sin sentir cómo su corazón latía con unas prisas inéditas. Tanto era su poder de atracción que logró que un faraón detuviese el tiempo para ella...

LAS ESCLAVAS Y EL PLACER

Aquellos eran tiempos en los que la mujer era un simple trozo de carne cuya vida transcurría muy lejos de los placeres libres que las mujeres de hoy encuentran en el amor y en el deseo. Las muchachas, por lo general, eran tomadas al asalto, ya fueran esclavas o libres. Cuando un hombre sentía deseos por una mujer, la poseía a la fuerza. Corsarios y mercaderes de esclavos favorecían el robo con sangre, la violación, el asesinato... la mujer no valía mucho más que un buey para arar o un caballo para viajar. Se apreciaba de ella sus cualidades reproductoras y su capacidad de trabajo, las mismas que serían valoradas en una burra.

La mujer era explotada a lo largo de su vida hasta la extenuación, y ninguna ley o caridad pública amparaba su integridad o su dignidad, conceptos que ni siquiera existían, y que hubiesen resultado ridículos si a alguien se le hubieran ocurrido. La mujer no tenía reconocido el derecho a buscar la satisfacción en sus relaciones personales, y mucho menos el placer.

Oprimida brutalmente, solo a veces encontraba cierta compensación en las delicias íntimas de la maternidad, cuando las había. Si la mujer era robada, cosa que ocurría con harta frecuencia, procuraba buscar la protección de su captor para que la defendiese de nuevas capturas. Miseria que protegía de nuevas miserias desconocidas por venir...

La única seguridad que podía hallar una mujer esclava era la de ser propiedad de un amo dispuesto a conservarla como otro de sus bienes más apreciados. La historia de la mujer corre paralela a la de la esclavitud. Su vida siempre ha estado mediatizada por hechos contundentes relacionados con el sexo, tales como la virginidad, la maternidad o el adulterio. Este último ha sido castigado con saña, llegando en algunas sociedades a merecer la pena de lapidación, o sea: morir a pedradas. Algo que ocurre, por cierto, todavía en nuestros días, en algunos lugares del mundo no tan lejanos de nuestros cómodos sofás.

"Cuida que tu mujer sea casta y no solo que lo sea, sino que también lo parezca, y sepa ganarse la reputación que conviene a la delicadeza de su estado", se decía en el libro Proverbios.

LA MUJER LÚBRICA, LA RAMERA

Todo lo que tiene que ver con el uso libre de su sexualidad ha procurado más disgustos que placeres a las mujeres a lo largo de los tiempos. Mientras que, según cuenta Diódoro, hubo un rey de Persia que tenía tantas mujeres como días tiene el año, no se conoce ninguna mujer que haya estado ni remotamente cerca de batir un récord semejante. Y las que se han labrado una reputada fama de lúbricas, han pasado a la historia, en la mayor parte de las ocasiones, como grandes rameras.

Es el caso de Mesalina, cuyo nombre ha quedado convertido en sinónimo de prostituta. Cierto que esta mujer no era un dechado de virtudes, y que su avaricia competía con su lujuria, y ambas le disputaban la primacía, dentro de su alma, a la pura y simple maldad.

Por lo que cuentan los historiadores, podemos imaginar que Mesalina era una belleza de piel pálida y profundos ojos negros. Sus cabellos oscuros rodeaban el óvalo de su cara y la enmarcaban con sensualidad.

Sus brazos suavemente torneados estaban hechos para el ardor sensual. Su boca pequeña ocultaba unos dientes rectos y blancos como perlas, de turbadora perfección. Tenía los senos pequeños pero bien proporcionados y firmes y unas caderas de suaves curvas que se marcaban bajo la túnica, tan femeninas y perfectas que su andar volvía locos a los hombres. Solía vestir de rojo y aquel color, que semejaba teñido con sangre de bueyes, resaltaba sus facciones y su mirada ardiente de leona.

Claudio ya había cumplido los cincuenta años el día que los romanos, hartos de aquella bestia inmunda que era Calígula, decidieron acabar con él, y lo consiguieron, por cierto. Así se encontró convertido en emperador. Él sería el instrumento a través del cual su mujer, Mesalina, desataría sus instintos, ávidos de sangre y sexo.

LA ROMA DECADENTE

Cuenta Homero en la Ilíada, que cuando la ciudad griega de Troya fue asaltada, un grupo de hombres y mujeres troyanos decidieron largarse antes de que fuese demasiado tarde, de modo que subieron a unas cuantas naves y pusieron rumbo al occidente del Mediterráneo. Fueron bordeando la costa, ya que no tenían ni idea de cómo gobernar sus naves. En realidad eran como esos nuevos ricos a los que ni siquiera les ha dado tiempo a sacarse el título de patrón de yate, así que necesitaban ir costeando, pues carecían de las más mínimas nociones del arte de la navegación. A pesar de ello, se las arreglaron para llegar hasta la costa de Italia, allí donde el río Tíber tiene su desembocadura. De este modo se encontraron en una nueva tierra, fondearon las naves y desembarcaron, deslumbrados por los extraños paisajes que se extendían ante sus ojos

Los hombres decidieron encaminar sus pasos hacia el interior, buscando extraños habitantes con los que relacionarse y, llegado el caso, mezclarse, asentarse y quizás encontrar otro hogar. Las mujeres decidieron quedarse junto a las naves, a esperar el regreso de sus hombres. Tenían mucho miedo de volver hacia el mar, las aguas abiertas no eran su elemento, y desde luego no estaban dispuestas a regresar a Troya, que ya había dejado de ser su patria. Una de ellas, llamada Roma, se convirtió en la cabecilla de aquel grupo. Juntas tomaron la decisión de quemar las naves aprovechando que los hombres no podían impedírselo. E incluso cuando algunos de ellos volvieron y trataron de salvar los barcos, las mujeres se echaron en sus brazos y los distrajeron con arrumacos hasta que, de aquellos barcos que los habían llevado tan lejos de su patria, no quedó ni un rastro de ceniza sobre las olas.

De este modo, todos se resignaron y se establecieron alli de forma definitiva. Así dicen, nació la ciudad de Roma. Aunque su fundación, siempre de origen legendario, también se le achaca a Rómulo, de quien se cuenta que fue el primer rey de lo que andando el tiempo se convertiría en un imperio. Sea como fuere, las mujeres serían una pieza fundamental en la construcción de dicho Imperio romano, pero desde el linaje, no desde el poder político. Imbuidas por el espíritu griego, las romanas lograron conquistar su hogar y nos han legado una idea de la familia de la cual, en muchos sentidos, somos directos herederos. Su papel político, sin embargo, puede ser calificado de  nsignificante. A pesar de quem en las casas de los patricios la mujer brillaba y reinaba con aires de absoluto imperio, su dominio estaba limitado al horizonte doméstico.

Una mujer señalada, Cornelia, la hija de Escipión, una matrona ejemplar y aristocrática, cuando una de sus amigas le pidió que le enseñase sus joyas, llamó a sus hijos y respondió: "Aquí están mis joyas más preciosas". Por cierto que aquellos niños andando el tiempo se convertiría en unos ciudadanos romanos virtuosos y ejemplares. Pero esa era toda la autoridad de la mujer romana: la que llegaba hasta la puerta de su casa.

Las cualidades de Cornelia no fueron, desde luego, las mismas de Mesalina. A pesar de ello, la enardecida joven se casó con Claudio, que por distintos avatares terminó convirtiéndose en emperador. La boda entre Claudio — un hombre maduro que ya tenía experiencia en divorcios — y Mesalina debió ser algo muy parecido al resto de ceremonias de sus compatriotas patricios. La novia, vestida de blanco, llevaba encima de la cabeza un velo rojo, o flammeum. La noche previa a la boda, la futura esposa la pasaría con la redecilla roja sujetando sus cabellos, el llamado reticulum.  Celebraron por todo lo alto una unión que, más tarde, costaría ríos de sangre.

Séneca, un filosofo de Imperio Romano que había nacido en Córdoba, estaba convencido de que una mujer feliz y casta solo se casa una vez, pues era un crítico acérrimo del divorcio, una práctica de la que muchos abusaban, sobre todo cuando la República comenzó un declive imparable que no era más que el principio del largo fin del imperio. El divorcio se frivolizó tanto que parecía una divertida actividad mas del fin de semana.

Mesalina ni fue casta ni probablemente feliz, a pesar de que solo se casó una vez. Su vida transcurrió en una sociedad degenerada, arrastrada al desenfreno, y su carácter de inclinaciones tan lascivas como criminales, escribió con sangre algunas de las líneas más oscuras de la historia de las amantes poderosas.

MUJERES BIZANTINAS DE ARMAS TOMAR

Bizancio, el Imperio romano de Oriente, mantenía grandes posesiones que se extendían por el Mar Mediterráneo y las costas de Europa, Asia y África. Alcanzaba hasta lo que hoy conocemos como Grecia, Macedonia, Bosnia, Serbia, Bulgaria, Albania, Turquía, Líbano, Siria, Egipto, Israel, Libia, Hungría, Rumanía, Jordania e Irak.

Rodeadas de la miseria popular, las doradas púrpuras imperiales se paseaban por el palacio donde se alojaba el poder de la antigua Constantinopla.

Fue también una ciudad de advenedizos en la que muchos debían su fortuna a los caprichos de los príncipes y los emperadores. El comercio y las intrigas palaciegas se mezclaban y, por las calles de la capital, paseaban hombres y mujeres cuyos destinos serían sorprendentes. Como, por ejemplo, Teodora. Hija de Acacio, el cuidador de fieras del Hipódromo de Constantinopla, nació en lo más bajo del escalación social.

Bizancio había heredado muchas de las tradiciones romanas, pero transformándolas y ya tornando hacia otras propias del misticismo y las discusiones teológicas. Teodora fue una mujer nacida en el arroyo que, debido a su profesión de prostituta, se encaramó en la cama de un hombre poderoso hasta convertirse en emperatriz gracias a su matrimonio con él. Bizancio tenía esas cosas: era absurdamente teológico pero con rasgos de una democracia inesperada que, incluso hoy, nos sorprenden.

UNAS CHICAS MUY LISTAS

En la historia de la mujer, desde Babilonia hasta nuestros días, aparecen las amantes poderosas como una constante. Las hay desde los primeros tiempos de Grecia, en que las mujeres se cubrían con un velo largo hasta los pies, mientras enseñaban los brazos y se ceñían la cintura, hasta la época actual en que las damas más encumbradas en los lechos de hombres importantes lucen bikini en la cubierta de un yate.

Sin embargo, el fondo y la forma de la conquista del poder a través del deseo no parece haber cambiado mucho. Los cofres que guardaban las joyas de la codicia de los invasores en los tiempos homéricos se han sustituido por cuentas corrientes en paraísos fiscales. El altar a Zeus se ha visto suplantado por facturas generosas en una joyería Cartier de París. Los viajes de las caravanas árabes han dado paso a los cruceros interoceánicos, y los venenos asirios o romanos han sido suplantados por la separación de gananciales en un bufete de lujo con serios abogados suizos.

Pero el amor mundano continúa ejerciendo como gobernador de los deseos más primitivos y montaraces de los poderosos, y las mujeres bellas y ambiciosas, aguerridas y dispuestas a saquear el pecho de esos hombres que gobiernan imperios, siguen utilizando hasta el día de hoy las mismas tácticas que antaño para afianzar su poder de fábula, escalando la entrepierna de quien corresponda. Como decía Toulet, quizás ocurra que las amantes poderosas — las que han tenido a hombres muy importantes comiendo de su mano y bebiendo de sus zapatos —, sean de esas que "saben que los hombres no son tan tontos como se dice, sino mucho más..."

O a lo mejor es que estas chicas — listas, muy listas — se enamoran con facilidad. Cualquiera sabe.

Texto de Ángela Vallvey publicado en "Clio Historia", España, año 15, n.174, abril 2016 pp. 40-45. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.


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