4.08.2016

EL GEN DE LA OBESIDAD



En 1962 el geneticista James Neel propuso una hipótesis para resolver un rompecabezas evolutivo desconcertante. Lo que se conoce hoy como diabetes de tipo 2 provoca, a su vez, diferentes síntomas debilitantes, como ceguera, cardipatias e insuficiencia renal. En el pasado, cuando no se disponía de tratamientos adecuados, los humanos con estos síntomas tendrían menos éxito a la hora de encontrar pareja, reproducirse y transmitir a las generaciones futuras el gen causante de la enfermedad. Es decir, la selección natural debería haber eliminado este gen y, por tanto, la dolencia.

Sin embargo, el trastorno se mantuvo y fue aumentando en la población. Neel se preguntaba cómo pudieron sobrevivir las personas portadoras de un gen tan perjudicial. Y por qué la diabetes, que se caracteriza por unos niveles anormalmente altos de glucosa en la sangre, resultaba cada vez más frecuente.

Neel dedicó una gran parte de su tiempo a estudiar poblaciones indígenas como los yanomamis del Amazonas. Supuestamente, en su acervo génico hay la misma variante genética de la diabetes que presentan otros humanos actuales, aunque ellos casi nunca padecen esta enfermedad ni tampoco obesidad. El contraste entre las personas indígenas y las de sociedades desarrolladas le proporcionó una pista. Según él, en el pasado remoto habría más fases en las que los alimentos escaseaban, lo que causaría hambrunas o incluso una carestía generalizada. Los portadores de una variante genética que hiciera más eficaz la asimilación o utilización de los alimentos habrían podido extraer más calorías y almacenarlas en forma de grasa. Los dotados con ese gen «ahorrador» contarían con una grasa extra que habría supuesto una ventaja para sobrevivir en tiempos de necesidad. Sin embargo, en tiempos de abundancia, como en la actualidad, el mismo rasgo daría lugar a una ganancia excesiva de peso y a la diabetes.

Aunque la hipótesis del gen ahorrador ha recibido algunas críticas, se ha mantenido vigente de una forma u otra desde hace medio siglo. La idea de que nuestro organismo está programado genéticamente para almacenar la grasa, y de que nuestra dieta rica y hábitos sedentarios han desbordado esta programación, ha impulsado numerosas investigaciones que intentan identificar los posibles genes ahorradores causantes de la diabetes y otras enfermedades relacionadas con la obesidad, como la hipertensión arterial, la esteatohepatitis no alcohólica y las cardiopatías. Pero algunos cientificos critican esta hipótesis y argumentan que, en el pasado, los períodos de hambre habrían sido demasiado escasos y cortos como para que se seleccionaran genes que favorecieran la acumulación de grasa; además, tampoco se ha logrado identificar los genes ahorradores.

Pero, en tiempo reciente, los dos autores de este artículo han analizado en profundidad nuestro pasado evolutivo y han hallado pruebas sólidas que confirman una parte esencial de la hipótesis de Neel, a saber, que la mutación de un gen convirtió a los humanos en ahorradores de calorías. Tal mutación surgió en antiguos simios hace millones de años y creemos que les permitió sobrevivir durante largos períodos de carencia. Si estamos en lo cierto, nuestra hipótesis podría ayudar a revelar cómo evolucionaron esos simios y dieron lugar a nuestros primeros ancestros; y permitiria identificar el gen responsable de muchas de las principales enfermedades actuales.

REGRESO A ÁFRICA

Al principio, Neel y otros cientificos suponían que el gen ahorrador apareció cuando nuestros antepasados habitaban las llanuras del este de África. Pero según nuestra interpretación, la historia comienza mucho antes, cuando los simios hacía poco que medraban en nuestro planeta. En nuestro relato hay cambios climáticos globales, hambre y lucha por la supervivencia.

Los primeros simios evolucionaron hace unos 26 millones de años, probablemente en el este de África, a partir de un ancestro común suyo y del resto de primates. Esos simios, el más conocido de los cuales es Proconsul, eran cuadrúpedos y arborícolas, de forma similar al resto de los monos, pero poseían un cuerpo grande, sin cola, y un cráneo y un cerebro más voluminosos. En esa época, África era un edén tropical formado por bosques caducifolios y pluvisilva donde los simios se alimentaban principalmente de fruta. Allí prosperaron y se diversificaron hasta existir 14 especies, segun se ha identificado en el registro fósil.

Pero el mundo se fue enfriando gradualmente. Los casquetes polares se expandieron y el nivel del mar descendió. Hace 21 millones de años, África, que había sido un continente insular como lo son hoy Australia y la Antártida, se conectó a Eurasia a través del primero de una serie de puentes de tierra. Gracias a las excavaciones realizadas por uno de nosotros (Andrews) y otros cientificos en Turquía, Alemania y España, sabemos que jirafas, elefantes, antílopes e incluso cerdos hormigueros emigraron de África a Eurasia. Y entre esos animales había también simios. Hace unos 16,5 millones de años, simios como Griphopithecus y Kenyapithecus vivían en un yacimiento cerca del actual pueblo turco de Pasalar.

Cuando los simios llegaron a Europa se encontraron con bosques perennes subtropicales y bosques húmedos de frondosas en los que abundaba la fruta, lo que les permitió prosperar alprincipio. Se diversificaron en al menos ocho especies correspondientes a cinco géneros, como Dryopithecus y Ankarapithecus.

Andrews y su equipo, tras estudiar sedimentos de 16,5 millones de años cerca de Pasalar, llegaron a la conclusión de que, en ese tiempo, el clima estacional se asemejaba al que hay hoy en el norte de la India, con lluvias monzónicas en verano seguidas de períodos largos y secos e inviernos frescos sin heladas.

A medida que el planeta se fue enfriando y el clima se volvió más seco, el bosque dio paso a las sabanas, y la fruta empezó a escasear durante los meses de invierno. Gracias a las excavaciones realizadas en los años ochenta y noventa del siglo XX, Andrews halló indicios de que los simios de entonces vivían sobre todo en el suelo, no en los árboles, lo que les habría proporcionado mayor capacidad para desplazarse y buscar alimentos. Los estudios sobre el desgaste de dientes fósiles y el engrosamiento de su esmalte indican que estos animales hambrientos habrían empezado a consumir otros recursos, como tubérculos y raíces.

En cierto momento, los simios europeos empezaron a pasar hambre durante el invierno. En Pasalar, Andrew y Jay Kelley de la Universidad estatal de Arizona, han hallado fósiles de individuos adultos jóvenes de Kenyapithecus kizili cuyos incisivos presentan estrías que revelan períodos intermitentes de hambruna. Otros paleontólogos han descubierto que el simio Dryopithecus,que vivió hace entre 9 y 12 millones de años en la cuenca del Vallés-Penedés, en Cataluña, mostraba también estas estrías en los dientes. Conforme pasaba el tiempo, el clima se iba enfriando cada vez más hasta que, hace unos siete millones de años, los simios desaparecieron de Europa.

O, al menos, eso parecía. Ahora el registro fósil señala que algunos simios europeos se desplazaron a Asia y se convirtieron en los ancestros de los gibones y los orangutanes, mientras que otros regresaron a África y evolucionaron para dar lugar a los simios africanos y a los humanos. Tal vez uno de los que migraron de Eurasia a África fue K. kizili, que poseía dientes y mandíbulas similares a los de Kenyapithecus wickeri, un simio que vivió en el este de África dos millones de años más tarde.

Los datos genéticos corroboran las pruebas fósiles de que Europa atravesó tiempos difíciles, y ambos conjuntos de datos han llevado a los autores a replantear la hipótesis del gen ahorrador de un modo distinto. Se han centrado en un gen que, en numerosos animales, da lugar a una enzima llamada uricasa. Sin embargo, en todos los grandes simios (gorilas, orangutanes, chimpancés y bonobos) y en los humanos actuales, tal gen ha mutado y no producimos uricasa. Ambos poseemos la misma forma mutante del gen, lo que indica que nuestra especie lo ha heredado de un antepasado común nuestro y de los grandes simios. Al analizar los cambios del gen a lo largo de la evolución con un método conocido como reloj molecular, Naoyuki Takahata, de la Universidad de Estudios Avanzados en Hayama, y sus colaboradores y Eric Gaucher, del Instituto de Tecnología de Georgia, han determinado por separado que el ancestro común de los grandes simios y los humanos vivió hace entre 13 y 17 millones de años. Ese período de tiempo coincide con la época en la que los simios europeos se esforzaban por superar las hambrunas estacionales.

Una mutación diferente desactivó el gen de la uricasa en los ancestros de los simios menores (los gibones), que probablemente vivían en Europa en la misma época. En conjunto, estos hallazgos hacen pensar que la inhibición de la uricasa ayudó a los antiguos simios europeos a sobrevivir ante la escasez de alimentos. Pero ¿de qué forma los ayudó?

BUENOS Y MALOS TIEMPOS

Una pista de como la deficiencia deuricasa habría permitido superar las hambrunas la ofreció una línea de investigación distinta que estudia las causas de la hipertensión arterial y las cardiopatías. En la mayoría de los animales, la enzima descompone el ácido úrico, un producto de desecho que se produce cuando algunos alimentos son metabolizados. Una mutación antigua en los grandes simios habría inhibido la enzima y habría provocado la acumulación del ácido úrico en la sangre.

De entrada podría pensarse que tal cambio resultaría perjudicial, ya que el exceso de ácido úrico puede precipitar y formar cristales en las articulaciones (lo que da lugar a gota) o en los riñones (lo que produce piedras renales). Sin embargo, en condiciones normales, los humanos y los simios pueden excretar ácido úrico a través de la orina con la suficiente rapidez como para que la mutación solo provoque un aumento moderado en la sangre. De hecho, los simios africanos actuales presentan niveles de ácido úrico solo ligeramente más altos que otros animales, al igual que los indígenas que han conservado su antigua forma de vida, como los yanomamis.

En cambio, en las sociedades que siguen la dieta occidental y mantienen hábitos sedentarios, los valores medios de ácido úrico se han disparado. Los médicos saben también que las personas obesas o con cardiopatías suelen presentar concentraciones sanguíneas más altas de ácido úrico, además de colesterol y triglicéridos, que las personas delgadas y en buena forma física.

Los autores del influyente Estudio del Corazón de Framingham han realizado un seguimiento de pacientes durante décadas y han utilizado la estadistica para identificar qué sustancias causa  cardiopatías. Em 1999, señalaron que un nivel alto de ácido úrico provocaba por sí solo enfermedades. En cambio, propusieron que la hipertensión aumentaba el riesgo de cardiopatías, y también hacía elevar los valores de ácido úrico.

Sin embargo, esa idea incomodaba a uno de nosotros (Johnson), porque los autores habían violado un principio básico en biología: habían presentado su conclusión sin demostrar la hipótesis en animales de laboratorio. Marilda Mazzali, médica que trabaja con Johnson, procedió a realizar un ensayo de este tipo. Algunos años antes, el equipo de Johnson habia demonstrado que pequeñas lesiones en los riñones de las ratas podrían causarles hipertensión. Mazzali les administró un medicamento que inhibía la uricasa y aumentaba los niveles de ácido úrico para ver si ello elevaba la presión arterial o alteraba la función renal. En experimentos anteriores habíamos observado que los valores altos de ácido úrico no causaban ningún daño en el riñón, por lo que predijimos que probablemente el fármaco no afectaría la presión arterial o los riñones. Pero Mazzali nos sorprendió cuando ella misma nos informó de que las ratas sufrían hipertensión.

Johnson y sus colaboradores realizaron más tarde una serie de estudios en los que demostraron que la elevación del ácido úrico en las ratas causaba hipertensión a través de dos mecanismos.

Primero el compuesto actúa con rapidez y da lugar a una serie de reacciones bioquímicas, denominadas en conjunto estrés oxidativo, que constriñen los vasos sanguíneos y obligan al corazón a bombear con más fuerza para hacer circular la sangre, lo cual aumenta la presión arterial. Si el ácido úrico disminuye, tal efecto se invierte. Pero si se mantiene alto puede provocar pequeñas lesiones duraderas e inflamación em los riñones, que excretan sal con menor eficacia. Ello, a su vez, aumenta la presión arterial, la cual podrá corregirse con una dieta pobre en sal pero no mediante un descenso del ácido úrico.

Para comprobar si los humanos respondían de la misma manera al aumento del ácido úrico, Johnson y Dan Feig, nefrólogo pediátrico entonces en el Colegio Baylor de Medicina, midieron el ácido úrico de adolescentes obesos recién diagnosticados con hipertensión y descubrieron con sorpresa que el 90 por ciento de ellos presentaba valores altos del compuesto. Entonces, realizaron un ensayo clínico en el que trataron a 30 de estos pacientes con alopurinol, un fármaco que disminuye la concentración de ácido úrico. Lograron restablecer la presión arterial normal en el 85 por ciento de los pacientes cuyo nivel de ácido úrico se había reducido de forma importante. Los resultados, publicados por Johnson y Feig en el Journal of the American Medical Association en 2008, han sido replicados en otros estudios piloto. No obstante, se necesita llevar a cabo un amplio ensayo clínico antes de poder asegurar que la reducción del ácido úrico con un fármaco permite atenuar una hipertensión recién diagnosticada.

UN FESTÍN SIN FIN

Dado que la hipertensión arterial suele asociarse a la obesidad y a la inactividad, Johnson se planteó si el ácido úrico no solo daba lugar a hipertensión, sino también a obesidad por sí sola. Al reflexionar sobre esta cuestión, adoptó una perspectiva amplia Pensó en la forma en que nuestros antepasados evolutivos, desde los roedores hasta los simios, habían ajustado su metabolismo mientras atravesaban épocas de abundancia y de carestía.

Cuando en la naturaleza sobreviene una fase prolongada de escasez de alimentos, existe una regla general según la cual sobrevive el más gordo. Los mamíferos aumentan sus reservas de grasa para superar la hibernación, las aves engordan para soportar una larga migración y el pingüino emperador gana unos kilos para anidar durante el duro invierno. Cuando estos animales sienten que se acercan tiempos difíciles, se ven forzados a buscar alimento, a comer y a engordar.

En esos momentos, las aves y los mamíferos también adoptan de forma natural un estado prediabético. Normalmente, cuando el cuerpo digiere los carbohidratos, se forma glucosa que se acumula en el torrente sanguíneo. El páncreas reacciona mediante la secreción de insulina, lo que indica al hígado y a los músculos que conviertan la glucosa en glucógeno, una molécula que actúa como reserva energética. Pero cuando la comida escasea, los animales deben seguir buscando alimento para sobrevivir, y su cerebro requiere un suministro constante de glucosa para hacerlo. Por esta razón, todos los animales hambrientos, desde las ardillas hasta las currucas, sufren un cambio metabólico que hace que las células del cuerpo ignoren las indicaciones de la insulina. Esta «resistencia a la insulina» mantiene un cierto nivel de glucosa en la sangre para abastecer el cerebro.

Johnson y otros se dieron cuenta de que debía de haber algún mecanismo que alertara al organismo para que engordara y se convirtiera en prediabético. Decidieron denominarlo «interruptor de la grasa». Dado que las aves, los osos y los orangutanes se atiborran de frutos para almacenar grasa de cara a los momentos de escasez, sospechaba que el azúcar de la fruta (la fructosa) tal vez activaba el interruptor. Los experimentos en ratones realizados por Takuji Ishimoto y Miguel Lanaspa, ambos entonces en el laboratorio de Johnson, demonstraron que así era. Los múridos con una dieta rica en fructosa comían más, se movían menos y tendían a acumular más grasa que los que seguían una dieta más saludable. En parte, esta acumulación se produce porque la fructosa inhibe la señal de la hormona leptina, que indica al cerebro que es hora de dejar de comer.

La fructosa, a diferencia de otros glúcidos, produce ácido úrico cuando se descompone dentro de las células, por lo que Johnson se preguntó si el ácido úrico mediaría también en los efectos de la fructosa. Para averiguarlo, Takahiko Nakagawa, entonces en el equipo de Johnson, ofreció a ratas una dieta rica en fructosa y a la mitad de ellas les administró alopurinol para rebajar el ácido úrico. El fármaco redujo la presión arterial de los múridos, lo que confirmaba los resultados anteriores del gupo. Al mismo tiempo, anuló muchos de los síntomas del denominado síndrome metabólico, que se caracteriza por unos bajos niveles de HDL (el colesterol «bueno»), hiperglucemia, triglicéridos elevados, exceso de grasa en el vientre e hipertensión. Además, en otro estudio realizado con células hepáticas humanas cultivadas en el laboratorio, se observó que la reducción de ácido úrico podía impedir que las células convirtiesen la fructosa en grasa.

Se iba forjando una imagen cada vez más clara. Una dieta rica en fructosa activa el interruptor de la grasa, y la ausencia de uricasa en los grandes simios y los humanos eleva la concentración de ácido úrico, que a su vez incrementa los efectos de la fructosa. Esta combinación de circunstancias lleva en última instancia a sufrir el síndrome metabólico, que aumenta el riesgo de cardiopatías, accidentes cerebrovasculares y diabetes.

CAMBIO DURADERO

En junio de 2008, cuando se estaba concibiendo esa imagen, Johnson visitó a Andrews en el Museo de Historia Natural de Londres, donde el segundo dirigía investigaciones sobre la evolución humana y de los primates. Durante algunas horas imaginaron cómo una mutación del gen de la uricasa habría provocado la carencia de esta enzima, lo cual habría ayudado a los simios hoy extintos a sobrevivir cuando el clima global se enfrió. Johnson sugirió que la ausencia de uricasa y la consiguiente elevación del ácido úrico propiciarían la conversión de la fruta en grasa, con lo que los animales soportarían mejor los inviernos cuando, a mediados del Mioceno, hace 15 millones de años, se volvieron más fríos y secos. Andrews aportó una idea importante. Aunque África se estaba enfriando, seguia siendo lo suficientemente cálida como para acoger extensos bosques de ficus tropicales (grupo de plantas en el que se incluye la higuera), que producen frutos durante todo el año. De este modo, los simios africanos dispondrían de alimentos todo el tiempo, como les sucede hoy a los chimpancés, gorilas y orangutanes. Pero en Europa, a medida que el clima subtropical se volvía templado, estos árboles empezaron a escasear y dejaron de fructificar en invierno. Como consecuencia, los monos europeos empezaron a pasar hambre.

Los autores propusieron la hipótesis de que una mutación habría desactivado la uricasa y habría permitido a los simios europeos convertir la fructosa en grasa para poder afrontar los momentos de vacas flacas. Unos pocos millones de años más tarde, los descendientes de estos simios habrían regresado a África y, al llevar la mutación, se hallarían mejor preparados que los simios africanos para soportar las posibles hambrunas. Si los simios europeos sobrevivieron mejor y desplazaron a los africanos, muy probablemente sean los ancestros de los humanos y simios africanos de hoy en día. Y el gen mutado que desactiva la uricasa correspondería al «gen ahorrador» que tanto había buscado James Neel

PREGUNTAS ABIERTAS

A pesar de las numerosas pruebas que tanto los autores como otros han reunido, la hipótesis de que el gen que anula la uricasa constituye un gen ahorrador todavía no se ha demostrado. Algunos investigadores han buscado de forma exhaustiva los genes ahorradores mediante el examen de polimorfismo genéticos humanos (variantes de genes) que pudieran ser responsables de la epidemia de obesidad y diabetes. Han identificado algunos que predisponen a las personas a estas enfermedades, pero ninguno que pueda explicar la epidemia. Sin embargo, la búsqueda de polimorfismos pasaria por alto el gen desactivado de la uricasa, ya que este no varía; todos los humanos lo poseemos igual. Los escépticos han alegado también que un gen ahorrador solo habría prosperado si la gordura hubiese supuesto una ventaja para los antepasados de los humanos. Pero la inhibición de la uricasa surgió hace millones de años para ayudar a nuestros ascendentes simios a no morir de hambre, no para hacerlos obesos, habría desactivado la uricasa y habría permitido a los simios mayor eficacia, lo que les habría dado una mayor ventaja para sobrevivir cuando la comida escaseaba.

No obstante, la demonstración definitiva de la hipótesis vendrá de experimentos que reduzcan el ácido úrico en humanos. Algunos estudios preliminares han revelado que la disminución de este compuesto con un fármaco contra la gota puede rebajar la presión arterial, mitigar la resistencia a la insulina, atrasar las enfermedades renales y evitar la ganancia de peso. Pero se necesitan ensayos más extensos para demostrar que la uricasa mutante corresponde en realidad a un gen ahorrador.

CONSUMIR MENOS AZÚCAR

Si se confirma esa idea, entonces la prevención de la obesidad, la diabetes y las cardiopatías tal vez exija reducir los valores altos de ácido úrico, además de los de colesterol o triglicéridos. Yendo más allá, incluso podrían utilizarse nuevos métodos de edición genética para recuperar la funcionalidad de la uricasa humana, de modo que el ácido úrico se eliminara con mayor eficacia, en lugar de simplesmente excretarlo.

Hasta que llegue ese momento, deberíamos intentar mantener el peso y evitar las enfermedades mediante el ejercicio físico y la adopción de una dieta saludable. En las últimas décadas, al añadir a los alimentos procesados cada vez más azúcar y jarabe de maíz alto en fructosa, la obesidad y la diabetes se han extendido y la concentración media de ácido úrico en nuestra sangre ha aumentado. Si redujéramos la ingesta de fructosa y volviéramos a obtenerla de la fruta fresca, evitaríamos numerosas enfermedades.

Por esta razón, la Asociación Americana del Corazón, tras ponderar estos avances cientificos, ha recomendado rebajar el consumo de azúcar a seis cucharaditas al día en las mujeres y a nueve en los hombres.

Cinco décadas después del trabajo pionero de Neel, conocemos ahora la identidad de al menos uno de sus genes ahorradores, que podría ser uno de los causantes de las epidemias actuales de obesidad y diabetes. El ahorro es de hecho una virtud, pero cuando se trata del metabolismo, el exceso tampoco es bueno.


Texto de Richard J. Johnson y Peter Andrews publicado en "Investigación y Ciencia",(Edición española de Scientific American),n. 473, Febrero 2016 pp. 28-33. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

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