1.04.2019

LOS SECRETOS DEL SEPULCRO SAGRADO



LOS NUEVOS HALLAZGOS PODRÍAN DERRIBAR EL PILAR BÁSICO DEL CRISTIANISMO: LA RESURRECCIÓN DE JESÚS.

So pretexto de reparar las serias fallas estructurales después de siglos expuesto a la humedad y al humo de las velas, la conservadora de la Universidad Técnica Nacional de Atenas, Antonia Moropoulou, convenció a los ortodoxos griegos, a la Iglesia católica y a las autoridades armenias de la necesaria intervención en el Santo Sepulcro de Jerusalén.

En el mes de junio de 2016 se iniciaron dichos trabajos, que pretendían, entre otras cosas, dotar al lugar más sagrado de la cristiandad de un sistema de resistencia que evitara el riesgo de ser destruido por un terremoto. De hecho, cuando en julio visité Tierra Santa, uno de mis objetivos consistía en conocer la situación en que se encontraba la basílica. Sabía que los peregrinos podían visitarla durante los ocho meses que los expertos preveían que iban a durar las obras, así que me dirigí a este enclave sagrado a través del bazar de la ciudad vieja.

Como un peregrino más, me interné en el templo, ascendí por las escaleras hasta el Martyrion, donde supuestamente se situaba el Gólgota –lugar en el que Jesús habría sido crucificado–, y después continué hasta el centro del Anastasis, sitio donde Jesús recibió sepultura y resucitó al tercer día, según la tradición. Rodeado por las dieciocho columnas que sostienen el ornamentado techo en forma de cúpula, se extendían andamios y plásticos que los técnicos de la Universidad de Atenas habían colocado para proteger el edículo, un templete que sirve de tabernáculo o relicario para la losa donde fue depositado el cuerpo de Cristo.

No fue el único hallazgo que sobrecogió a los allí reunidos. En su 'Liber de Perenni Cultu Terrae Sanctae' (1577), Bonifacio explica que también hallaron en la roca sobre la que presuntamente yació el cuerpo sin vida de Cristo, unos frescos que se desintegraron al entrar en contacto con el aire. El relato del franciscano no puede ser más elocuente: «Se ofreció a nuestros ojos el sepulcro del Señor de modo claro, excavado en la roca. En él vimos representados dos ángeles, uno de ellos con una inscripción que decía: ‘Ha resucitado, no está aquí’, mientras que el otro señalaba al sepulcro y proclamaba: ‘He aquí el lugar donde fue depositado’».

Bonifacio de Ragusa restauró el edículo y colocó sobre él una cúpula de estilo renacentista que perduró hasta el 12 de octubre de 1808, cuando un misterioso incendio destruyó la práctica totalidad del Santo Sepulcro. Se desplomó la cúpula de la Basílica, aunque «milagrosamente » permaneció incólume el interior de la tumba de Cristo. ¿Casualidad o milagro? No soy quién para juzgarlo. En todo caso, cuando hinqué las rodillas en el suelo y apoyé mis brazos en la losa de mármol que Bonifacio de Ragusa había colocado allí para evitar el expolio de los peregrinos ávidos de recuerdos–, me embargó la emoción; no tanto por las palabras que pronunció el fundador de la actual Iglesia, Pablo de Tarso («Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza»), sino por toda la sangre derramada a lo largo de la historia para preservar este lugar emblemático. No cabe duda que posee una energía muy especial.

INVESTIGACIONES SECRETAS

Poco podía imaginar entonces lo que, escasamente tres meses más tarde, acontecería en este escenario de apenas tres metros cuadrados. Frederik Hiebert, arqueólogo de National Geographic Society, llenaría de grúas y poleas el lugar santo para retirar la losa de mármol en busca de la roca original donde, según la tradición, permaneció el cuerpo de Cristo. Salvando las distancias, la operación me recordó la incursión que la fundación estadounidense llevó a cabo en la Gran Pirámide de Giza, en Egipto, para explorar los mal llamados «canales de ventilación » de la Cámara de la Reina. La construcción destinada a albergar la momia de Keops estuvo cerrada al público bajo la excusa de restaurar su interior por el impacto del turismo pero, en realidad, estaban realizando en su interior labores arqueológicas: buscaban cámaras secretas en la pirámide.

En 1993, durante la instalación de un sistema de aire acondicionado en la Cámara de la Reina, el ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink descubrió que, a 65 metros de profundidad, estos «canales de ventilación» que recorren unos pocos metros en horizontal, antes de dar un brusco giro y emprender un pronunciado ascenso, con ángulos de inclinación distintos para el que figura en el norte y el que está en la pared sur, no comunicaban al exterior.

El pequeño robot con el que el ingeniero alemán los exploró, reveló que terminaban en una puertecita con dos pernos de metal, derretidos por el paso del tiempo.

Gantenbrink estaba convencido de que aquella portezuela conducía a una cámara secreta pero, pese a la trascendencia del hallazgo, nunca consiguió los permisos para seguir explorando. Tuvimos que esperar nueve largos años para desvelar qué escondía la puerta. El 17 de septiembre de 2002, un robot de National Geographic Channel perforaba la puerta de Gantenbrink y deslizaba un ojo de fibra óptica por un orificio de dos centímetros.

La retransmisión fue realizada para 115 millones de hogares de 141 países y traducida a 23 idiomas. La exclusiva reportó pingües beneficios al Gobierno egipcio, que antepuso el show televisivo a la arqueología más académica. ¿Podía suceder algo parecido en el Santo Sepulcro?

Pese a que los trabajos de restauración se demorarán aún hasta la primavera de 2017, como sucedió en el caso de la Gran Pirámide, National Geographic Channel prevé estrenar a finales del mes de noviembre de este año un documental sobre la tumba de Dios. En él veremos, por primera vez en 800 años, la roca sobre la que presuntamente yació el cuerpo de Jesús. Para ello no escatimaron en medios tecnológicos.

Un dron sobrevoló el edículo para proporcionar planos aéreos, mientras el equipo de investigación sondeaba la capilla y la tumba con georádares y escáneres láser que penetraron la losa.

Al caer la tarde del pasado 26 de octubre, sin publicidad ni ceremonia alguna, aún con algunos turistas sorprendidos por el temprano cierre de la iglesia, representantes de las tres principales confesiones que custodian el Santo Sepulcro de Jerusalén –franciscanos, greco-ortodoxos y armenios–, el arqueólogo Frederik Hiebert y el equipo griego de restauración se dispusieron a levantar la lápida de mármol que había colocado allí el franciscano de Ragusa en 1555. «Nos dijeron que durante algunos días no podríamos oficiar misa en el interior de la tumba –confirmó el padre Artemio Vítores, que fue vicecustodio franciscano–. El viernes por la mañana (por el día 28) ya pude hacer culto con total normalidad…» y con la lápida en su sitio.

Habían transcurrido sesenta horas de trabajo minucioso que pusieron al descubierto material de relleno, compactado por el paso de los siglos. Tras su retirada, los investigadores se toparon con otra losa de mármol que tenía grabada una cruz cristiana que –estiman– podría datar de la época de las Cruzadas. Al fin, la noche del 28 de octubre, unas horas antes del sellado definitivo de la tumba, apareció intacta la cama sepulcral labrada en la roca caliza.

¿RESTOS DE JESÚS?

Para National Geographic, este hallazgo supone una prueba visible de que la localización de la tumba no ha cambiado a lo largo de los siglos. ¿Puede haber algún otro hallazgo significativo? Es una incógnita. El arqueólogo británico Martin Biddle, que estudió el lugar en la década de los noventa, especuló que podría haber antiguas pintadas dejadas en la cueva por los primeros peregrinos, ya sea alrededor de la roca o en el suelo, debajo de la rotonda; «tal vez garabatos de ¡ha resucitado!».

Otros rumores son más evocadores y nos dan qué pensar, como el sugerido por el escritor y periodista Juan Arias, autor de 'Jesús, Ese Gran Desconocido' (Maeva, 2001). Como si fuera una escena más de la película 'The Body', protagonizada por Antonio Banderas, opina que numerosos cristianos temen que los científicos puedan revelar algún misterio, como encontrar restos del cadáver del Nazareno. Esta circunstancia haría tambalear la piedra angular de la fe cristiana: la Resurrección. Por eso no es extraño que, tras la aproximación científica a la tumba de Cristo, algunos teólogos se hayan apresurado a precisar que la Resurrección habría sido más bien simbólica, para mostrar que la vida no acaba con la muerte. Ahora bien, oficialmente la Iglesia católica continúa defendiendo la Resurrección de Jesús en «cuerpo y alma».

«HELENA MADRE»

Pero no nos engañemos. Por muy avanzados métodos de exploración que empleen los arqueólogos, es difícil que tras un terremoto, dos incendios y el paso de los siglos se hayan podido conservar restos de quién permaneció allí enterrado. La realidad es que los científicos no pueden demostrar si se trata en realidad de la tumba de Jesús de Nazaret. Tan sólo comprender las razones que llevaron en el año 326 a Santa Helena a señalar este lugar como el enterramiento de Cristo.

De hecho, junto al trocito de madera que mencioné al principio de este reportaje, se halló un pergamino en el que se leían las palabras «Helena Magni» (Helena Madre), inscripción que algunos estudiosos interpretan como parte de un texto más amplio: «Helena, Madre del Gran Constantino».

Las fuentes históricas sugieren que el emperador Adriano levantó un templo sobre la tumba de Cristo para reivindicar el poder de la religión estatal romana en un sitio que veneraban los cristianos desde hacía años. Constantino, defensor del cristianismo, ordenó la demolición del santuario y levantó una basílica que ha sufrido numerosas destrucciones y reconstrucciones a lo largo de la historia. Que el lugar fue un cementerio del siglo I no lo duda casi nadie.

En el interior de la capilla de José de Arimatea y Nicodemo –que dieron sepultura al hijo de Dios–, cuyas paredes estaban ennegrecidas por el incendio de 1810, son visibles dos orificios destinados a soportar urnas funerarias. Se trata de sepulcros tipo kokhim que muestran cómo debió ser aquella cueva mausoleo en tiempos tan pretéritos. De momento, aguardamos respuestas respecto a la tumba del personaje más influyente de la historia: Jesús de Nazaret.

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LA TUMBA DE JOSÉ DE ARIMATEA

Situada al norte de la ciudad, tras una estación de autobuses, se extiende la Tumba del Jardín o Calvario de Gordon, en honor a su descubridor, el militar británico Charles Gordon en 1867. Se trata de una tumba esculpida en la roca ante la cual oran muchas comunidades evangélicas. Frente a la entrada reparé en un canal situado en la parte inferior que, indiscutiblemente, sirvió para deslizar una piedra circular que alguna vez sirvió para sellar el acceso. Atravesé la puerta y acomodé mis ojos a la tenue luz que se filtraba por una pequeña ventana abierta en la etapa bizantina.

El sepulcro estaba esculpido en la roca. Desde la antecámara pude contemplar, tras una verja de metal negro, tres compartimentos. No eran del tipo kokhim sino lo que se conoce como arcosolios, que encajan mejor con los evangelios. Sólo uno había sido utilizado. Recordé entonces que la Biblia asegura que José de Arimatea dispuso una tumba nueva cavada en la roca (Lucas 23,53) ¿Era la que contemplaba en ese momento? Supe más tarde que el sepulcro donde me hallaba fue desenterrado en 1891 y que las primeras comunidades cristianas se reunían allí para rendir culto a la tumba de Jesús, como lo prueba una vieja cruz dibujada en la pared.

Texto de Josep Guijarro en "Año Cero",España, año XXVIII n. 01-318 pp.18-23. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.


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